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sábado, 9 de abril de 2011

V Domingo de Cuaresma (Jn 11, 1-45) - Ciclo A: AL TERCER DÍA



Se dice que la religión, la fe –concretamente la nuestra, la cristiana- ha perdido fuerza social y personal. Tal vez sea así y tal vez la causa radique en que creemos menos en el misterio de la resurrección: de nuestra resurrección y de la resurrección de Cristo. Si prescindimos de esta dimensión, nuestra fe se reduce, se empobrece sensiblemente. Los mismos sacerdotes tocamos poco este tema. Ciertamente que esta vida nuestra –la de ahora- es importante por sí misma y porque se convierte en juez de la vida futura. Aunque estamos de paso, no por ello dejamos de luchar, de sufrir, de gozar, de amar, para, al final, ir a la casa del Padre. No se trata de comparar los ochenta o noventa años, que se alarga nuestra existencia terrenal con la vida eterna. Nos movemos en planos distintos. Pero eso de la vida futura, de la vida eterna es digno de tenerse en cuenta. No le faltaba razón a San Pablo cuando afirmaba: “Si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido, ni nuestra fe tampoco”. Se nos acusa a los cristianos de que pensamos poco en el cielo. Los teólogos y místicos nos dicen que tenemos una idea defectuosa del cielo. No lo sé. Estoy con San Pablo cuando exclama: “ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó al hombre por el pensamiento, qué cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman”. Sin embargo hablamos con facilidad de todo esto. Pero aquí surge la pregunta de Jesús a una de las hermanas de Lázaro: “¿Crees esto?”. No nos resulta sencillo creer con firmeza estos misterios de nuestra fe. Las dudas, la incertidumbre se acumulan concretamente en este punto, que es el núcleo básico de nuestra fe. Por eso, una vez más, nuestra oración ha de ser: “creo, Señor, pero aumenta mi fe”. Aceptar lo que se canta en uno de los prefacios, “porque la vida de los que en ti creemos no termina, sino que se transforma y al deshacerse nuestra vida terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”, se nos hace cuesta arriba.

Volviendo al evangelio, la página de este domingo, siguiendo la línea de los últimos, intenta mostrarnos quién es Jesús. Hace quince días con la escena de la samaritana se nos recordaba que Jesús es “el agua viva”, el domingo pasado con el pasaje del ciego de nacimiento se nos explicaba que Jesús es “la luz” y hoy con la resurrección de Lázaro, se nos asegura que es “la resurrección y la vida”. Se nos ofrece otra fotografía de Jesús, tomada desde distinto ángulo. Pero aparece claramente la dimensión humana y divina de Jesús. La humana se pone de relieve a través de las expresiones: “conmovido se echó a llorar”, “sollozando de nuevo”, “tu amigo está enfermo” y “mirad cómo le quería”. Expresiones que reflejan un Dios cercano y sensible. El aspecto divino lo demostró resucitando a Lázaro.

Aproximándonos a la vida diaria, Jesús dijo a los que le acompañaban “quitad la losa del sepulcro” y, una vez resucitado Lázaro, “desatadlo y dejadlo andar”. Hay cosas que nosotros no podemos realizar, por ejemplo, el gesto de Jesús “Lázaro, sal fuera”. Pero sí podemos eliminar, retirar cosas que aplastan a las personas: desde el hambre hasta el desánimo pasando por el pesimismo. Una misión hermosa que nosotros podemos practicar: quitar losas, aliviar pesos. Así como es triste el que haya gente que, queriendo o sin querer, está arrojando cargas sobre los hombros de los demás.

Quizá le podemos y debemos decir al Señor: “mira que tu amigo está enfermo”. Ahuyenta de nosotros la rutina que nos aplasta como una losa. Quítanos las vendas que nos enredan y nos impiden caminar con optimismo, con soltura por la vida.

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