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sábado, 9 de abril de 2011

Homilías y Reflexiones para el V Domingo de Cuaresma (Jn 11, 1-45) - Ciclo A


“YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA”

La Cuaresma termina con una invitación a la vida. Primero fue el agua, luego la luz y ahora la vida. No cualquier vida, sino la vida de verdad, la vida que ha vencido a la muerte. La historia de Lázaro es toda una catequesis sobre la fe, la muerte y la vida.

La muerte será siempre una historia de dolor y lágrimas. Ante ella todos sentimos nuestra impotencia. Queremos que el enfermo sane y viva. La ciencia médica hoy puede alargar unos años nuestra vida, pero al fin la muerte termina venciendo al enfermo y, también, a la medicina.

Con frecuencia, nuestra impotencia ante la muerte, termina en una cierta desilusión sobre Dios. Fue la historia de Marta y María, las hermanas de Lázaro. Jesús era amigo de la familia, pero no vino a sanarlo. La consiguiente desilusión de las hermanas y una desilusión que es también una queja: “Si hubieses estado aquí, no hubiera muerto mi hermano.” Le culpan de la muerte del hermano, algo que también a nosotros nos suele suceder. Nos sentimos gente buena, le hemos orado y pedido. Y la muerte como que se ríe de nosotros y de nuestras oraciones. Entonces vienen nuestras quejas contra Dios: “Dios no me ha escuchado.”

Jesús quiere abrirlas a la esperanza: “Lázaro resucitará.” Pero ellas piensan en la resurrección al final de los tiempos y es cuando Jesús se presenta a si mismo como la resurrección ya y ahora. “Yo soy la resurrección y la vida.” “Para resucitar no hay que esperar tanto. Yo mismo soy la resurrección y yo mismo soy la vida.” Pero ellas siguen pensando en el más allá.

Cuando Jesús se acerca al sepulcro, ellas mismas tratan de convencerle de que no hay nada que hacer. “Ya huele mal.” Es decir, está ya en estado de corrupción. Por tanto, está bien muerto. “¿No te he dicho que si crees...?”

Jesús no hace los milagros para que creamos, exige fe para que el milagro sea posible. Es entonces que Jesús quiere hacerles ver la “gloria de Dios”, es decir, la verdadera manifestación del poder de Dios. “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” Dios manifiesta su poder venciendo a la muerte, no sanando al enfermo, que también lo pueden hacer los médicos. Dios hace lo que nosotros no podemos hacer, vencer la muerte.

La muerte puede ser el fracaso humano, pero la muerte es el triunfo de Dios. Si Dios manifestó su gloria resucitando a Jesús, ahora la manifiesta resucitándonos a nosotros. Los fracasos humanos terminan siendo los triunfos divinos. Ahí está el fracaso de Jesús en la Cruz, pero ahí está luego el triunfo de Dios en la Resurrección.




EL GRITO DE DIOS

“Lázaro, sal afuera.” Lázaro, levántate. Lázaro, sal de ti mismo. Lázaro, sal de tu muerte porque te espera la vida. ¿No es éste el grito diario de Dios en nuestras vidas?

“Sal afuera.” No te encierres sobre ti mismo.
“Sal afuera.” Sal de todo lo que hay de muerte en tu vida.
Sal de tu egoísmo.
Sal de tu individualismo.
Sal de tu orgullo.
Sal de tu pereza e indiferencia.
Sal de tu insensibilidad al dolor de los demás.
Sal de la vulgaridad de tu vida a la elegancia de la santidad.

Todos somos portadores de un sepulcro que nos encierra, nos asfixia. Nos priva de nuestra libertad. Todos llevamos un sepulcro que nos impide ser libres. Cada uno carga con el suyo.
Y lo que Dios quiere es que seamos libres.
Que no vivamos esclavos de nada ni de nadie.
Ni siquiera nos quiere esclavos de sí mismo.
No quiere un amor obligado.
Quiere que le amemos libremente.

Hablamos mucho de libertad y terminamos esclavos incluso de la libertad. Por eso de que somos libres, no aceptamos que nadie nos diga nada, que nadie nos imponga nada, que nadie nos diga lo que tenemos que hacer.
Nos sentimos libres de los demás, pero caemos en la esclavitud de nosotros mismos.

¿Quién se considera libre de sus instintos y pasiones?
¿Quién se cree libre de sus intereses?
¿Quién se cree libre incluso de su propia felicidad?
¿Acaso no buscamos la propia felicidad al precio de la felicidad de los demás?
¿Cuántas veces te has dicho a ti mismo: ¡No puedo!?
No puedes, ¿y te consideras libre?
Hoy Jesús nos grita a todos: “Sal fuera.” ¡Libérate! ¡Sé libre! ¡Vive tu libertad! ¡Rompe tus ataduras! ¡Camina en la libertad de los hijos de Dios que la Pascua está cerca!





VALORAR LA VIDA DE CADA DÍA

¿Verdad que nos sentiríamos felices si al morir, Dios nos sacase del sepulcro y nos devolviese a la vida como a Lázaro?
¿Y no es un milagro el que cada día podamos amanecer con vida?
¿Acaso el darnos la vida cada día es menos milagro que el dárnosla solo cuando morimos?
¿Acaso el amor de cada día es menos amor que el amor que nos regalan el día de nuestro cumpleaños? Pues yo creo que es más amor porque eso de amarnos cuando cumplimos años parece que ya es un rito establecido. En cambio, amarnos cada mañana es toda una novedad.

Cuando alguien que nos es querido muere, todos los lloramos y sentimos su vacío, pero mientras estaba con nosotros, ¿sentíamos el gozo de cada amanecer teniéndolo a nuestro lado?

¿Acaso el amor y la amistad de Jesús fue más grande el día que resucitó a Lázaro que cada vez que se quedaba en su casa y almorzaba y cenaba con toda su familia?

Aún no entiendo porqué las cosas extraordinarias tienen que ser más importantes que las ordinarias. A decir verdad, nadie vive con sólo la alegría de las grandes fiestas, que son pocas veces al año, más influye en nuestras vidas la alegría de cada día, la fiesta de cada día, la vida de cada día, el amor de cada día, la esperanza de cada día.

La vida más importante es la de cada día. La vida que nos hace vivir es la vida de cada día. La vida que nos hace crecer y madurar es la de cada día. Por eso la verdadera vida es hoy. Nadie vive de los regalos en determinados días del año. Todos vivimos del “pan nuestro de cada día”. Por eso nuestro agradecimiento a Dios no debiera ser solo el día de nuestro cumpleaños, sino el agradecimiento por la vida de cada día. Cumplimos años una vez cada año, aunque la vida es de trescientos sesenta y cinco días al año.





LLEGANDO AL FINAL DEL CAMINO

Los peregrinos de Santiago de Compostela cuando llegan cerca de Santiago y desde el Monte del Gozo pueden contemplar la silueta de las torres de la Catedral y parte de la ciudad, por eso le llaman el “Monte del Gozo”. Después de tan largas caminatas, por fin podían contemplar la meta.

El quinto domingo de Cuaresma es como una especie de Monte del Gozo desde el que podemos contemplar las primeras luces de la Pascua y de la vida. Todavía no es el final, pero se le ve. El quinto domingo no es el final del camino cuaresmal, pero desde él ya se vislumbran las sombras de la muerte y las luces del amanecer pascual.

Lo importante es preguntarnos si hemos llegado de verdad a este Monte del Gozo o, sencillamente, nos hemos quedado en el camino cansado, fatigados o, simplemente, indiferentes. ¿Ha sido la Pascua nuestra verdadera meta? ¿Ha sido la Pascua nuestro verdadero horizonte?

Es preciso mirar de dónde partíamos, de qué esclavitudes partíamos, y preguntarnos ahora de cuántas esclavitudes hemos salido. ¿Llegaremos a la Pascua tan esclavos como cuando partíamos el primer domingo? ¿Seguiremos todavía en el Egipto de nuestras esclavitudes y estaremos ya disfrutando del gozo de nuestra libertad? ¿Cuántas libertades tienes hoy que no tenías al comienzo? El próximo Domingo ya comienza la Gran Semana. ¿Será la semana de nuestra Pascua? Nadie puede andar el camino de nadie. Nadie puede hacerse libre por otro. Cada uno es autores de su propia historia. No es cuestión de que el calendario haya avanzado, es cuestión de que nosotros hayamos salido y estemos ya a punto de llegar.





LA CONFESIÓN, PENITENTE Y CONFESOR

El Catecismo de la Iglesia Católica cuando habla de la confesión tiene frases que todos debiéramos recordar para valorar este sacramento.

“Cuando celebra el sacramento de la penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a la vuelta, del justo juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.” (n.1465)

Habla de cómo ha de actuar el sacerdote, pero con ello nos dice, a la vez, cómo ha de ser este sacramento del perdón. No es el sacerdote el juez que condena, sino el representante de la misericordia de Dios, es el Buen Pastor que no aleja a los penitentes con su mal humor o con su genio o incluso con sus propias teorías, sino que tiene que buscar a la oveja perdida.

Muchos se imaginan que la persona del confesor se reduce a escuchar lo que dice el penitente. Es cierto que debe escucharle, pero su deber es imitar a Jesús el buen pastor o al Padre que abraza, besa, viste y celebra el regreso del hijo que se fue de casa.

Es posible que muchos de ustedes tengan una pobre idea del sacerdote como confesor, ¿no debieran orar por él para que realmente pueda ser un signo del amor de Dios? ¿Que es difícil confesarse? Lo sé. ¿Y creen que es más fácil ser un buen confesor? Cuando te confiesas traes tus pecados, pero el confesor tiene que revelar a Dios en tus pecados. ¿Te parece esto fácil? A veces, yo mismo me pregunto: ¿será más fácil confesarse o ser el confesor que escucha tu confesión? A ti te toca expresar lo peor de tu vida, pero al confesor le toca expresar lo mejor de Dios. ¿Qué cosa crees que es más fácil?

Publicado por Iglesia que Camina

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