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lunes, 2 de mayo de 2011

Beato Juan Pablo II, "una" espiritualidad


Publicado por El Blog de X. Pikaza

Unos amigos me han pedido que siga hablando de la doctrina de Juan Pablo II con ocasión de “su fiesta de pascua” de Roma, el día de la Gran Octava Pascual de Jesús, que fue con menos gente y menos gloria externa, sólo unas mujeres, al borde de una tumba de extraradio, en Jerusalén. Por responder a su ruego lo hago, poniendo de relieve su carácter espiritualidad.
Para ello retomo, como hice ayer, unas páginas de mi Enquidion Trinitario (Sec. Trinitario,Salamanca 2005), donde presento la espiritualidad del beato Juan Pablo al lado de otras que marcan líneas distintas (a veces opuestas, a veces complementarias) de identidad interior, libertad personal, comunión divina y compromiso solidario.
Juan Pablo II ha sido una voz muy fuerte (el vozarrón, se le llamaba con cariño) entre las voces de la Iglesia, venida del frío de las luchas por la identidad eclesial, contra el marxismo militante, con medios también militantes. Es bueno recordarla, y por eso me uno, hoy 1 de mayo del 2011, al millón de voces que le aclaman en su Roma. Pero quiero recordar que no ha sido ni es la única voz del Cristo pascual en la Iglesia.
En esta fecha, podemos afirmar que Juan Pablo II ha culminado ya su historia, y así podemos dejar su era cerrada. Se le hace beato para decir que ha estado bien. Pero mañana, 2 de mayo, hay que pasar página, buscar otras eras de trigo de evangelio, sin olvidar nada de lo que ha sido, pero sabiendo que el Dios de la Pascua de Jesús lo hace todo nuevo. La Iglesia de Roma le ha nombrado beato, confirmando su andadura, y nos alegramos de ello, pues ha sido un Papa de gran talla. Pero debemos retomar de otra manera la marcha del evangelio, con la liturgia que nos invitaba a "volver a Galilea", que no está precisamente (solamente) en Roma.

Juan Pablo II, el beato, ha cumplido su tarea, ha subido a su montaña (primera imagen), donde le rezaremos, como a otros santos. Pero ahora es necesario intentar nuevas marchas y trazar otros caminos en la nueva era de la Iglesia, pues la suya, por lo que parece, ha terminado. Así le veo, en la segunda imagen, despidiéndose en la nieve, para que nosotros hoy tracemos nuestra ruta, con su misma fidelidad, pero en otras direcciones.
Y con esto deseo a todos buen comienzo de mayo, en una Iglesia donde ha de haber muchas moradas, incluso para aquellos que no van en la línea de Juan Pablo II. Quiero por tanto que su recuerdo no quede secuestrado por algunos (aunque sean un millón ruidoso en Roma), sino que él, el buen polaco, pueda ser recordado y recreado con Jesús, que hablaba de Dios al servicio de la gran transformación del Reino, que es justicia, piedad... y comunión universal, en una Iglesia que vuelve a sus principios evangélicos. En ese contexto he querido recoger y recordar las palabras que siguen, por si alguien quiere continuar leyendo
1. ORACIÓN A LA SANTÍSIMA TRINIDAD PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000.
Para la preparación y celebración de Jubileo del año 2000, comienzo del tercer milenio de la redención, Juan Pablo II desarrolló una gran labor de tipo pastoral y catequético Como expresión de su propia devoción, que él quiso compartir con el conjunto de la iglesia católica, podemos citar esta oración.
1. Bendito seas, Padre, que en tu infinito amor nos has dado a tu Unigénito Hijo, hecho carne por obra del Espíritu Santo en el seno purísimo de la Virgen María, y nacido en Belén hace ahora dos mil años. Él se ha hecho nuestro compañero de viaje y ha dado nuevo significado a la historia, que es un camino hecho juntos, en el trabajo y en el sufrimiento, en la fidelidad y en el amor, hacia aquellos cielos nuevos y hacia aquella tierra nueva, en la que Tú, vencida la muerte, serás todo en todos. ¡Alabanza y gloria a Ti, Trinidad Santísima, único y sumo Dios!
2. Haz, Padre, que por tu gracia el Año jubilar sea un tiempo de conversión profunda y de alegre retorno a Ti; concédenos que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres y de redescubierta concordia entre las naciones; tiempo en el que las lanzas se truequen en hoces, y al fragor de las armas sucedan cantos de paz. Concédenos, Padre, vivir el Año jubilar dóciles a la voz del Espíritu, fieles en el seguimiento de Cristo, asiduos en la escucha de la Palabra y en la asiduidad a las fuentes de la gracia.¡Alabanza y gloria a Ti, Trinidad Santísima, único y sumo Dios! 3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu, el empeño de la Iglesia en favor de la nueva evangelización y guía nuestros pasos por los caminos del mundo para anunciar a Cristo con la vida, orientando nuestra peregrinación terrena hacia la Ciudad de la luz. Haz, Padre, que brillen los discípulos de tu Hijo por su amor hacia los pobres y oprimidos; que sean solidarios con los necesitados, y generosos en las obras de misericordia, e indulgentes con los hermanos para obtener ellos mismos de Ti indulgencia y perdón. ¡Alabanza y gloria a Ti, Trinidad Santísima, único y sumo Dios!
4. Haz, Padre, que los discípulos de tu Hijo, purificada la memoria y reconocidas las propias culpas, sean una sola cosa, de suerte que el mundo crea. Otorga que se dilate el diálogo entre los seguidores de las grandes religiones, de suerte que todos los hombres descubran la alegría de ser tus hijos. Haz que a la voz suplicante de María, Madre de las gentes, se unan las voces orantes de los apóstoles y de los mártires cristianos, de los justos de todo pueblo y de todo tiempo, para que el Año Santo sea para todos y para la Iglesia, motivo de renovada esperanza y de júbilo en el Espíritu.
¡Alabanza y gloria a Ti, Trinidad Santísima, único y sumo Dios! 5. ¡A Ti, Padre omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el Viviente, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu que santifica el universo, la alabanza, el honor, la gloria, hoy y en los siglos sin fin. ¡Amén!
( http://www.catolicos.com/juboracionano2000.htm).
2. LA VIDA EN EL ESPÍRITU
En sus habituales catequesis de los miércoles, Juan Pablo II ha venido desarrollando de un modo unitario diversos temas fundamentales de la vida cristiana, entre ellos el de presencia trinitaria en los hombres, tal como se expresa a través del Espíritu Santo. Retomando los principios básicos de su encíclica Evangelium Vitae (del 25 de marzo de 1995), el Papa interpreta la existencia cristiana como vida en el Espíritu de Dios y la describe como experiencia de gratuidad y entrega personal: ser es darse. El hombre sólo vive, en la línea de Dios, haciendo que otros vivan.
1. El Espíritu Santo «es Señor y da la vida». Con estas palabras del símbolo niceno-constantinopolitano la Iglesia sigue profesando la fe en el Espíritu Santo, al que san Pablo proclama como «Espíritu que da la vida» (Rm 8, 2). En la historia de la salvación la vida se presenta siempre vinculada al Espíritu de Dios. Desde la mañana de la creación, gracias al soplo divino, casi un «aliento de vida», «el hombre resultó un ser viviente» (Gn 2, 7). En la historia del pueblo elegido, el Espíritu del Señor interviene repetidamente para salvar a Israel y guiarlo mediante los patriarcas, los jueces, los reyes y los profetas. Ezequiel representa eficazmente la situación del pueblo humillado por la experiencia del exilio como un inmenso valle lleno de huesos a los que Dios comunica nueva vida (cf. Ez 37, 1-14): «y el Espíritu entró en ellos; revivieron y se pusieron en pie» (Ez 37, 10). Sobre todo en la historia de Jesús el Espíritu Santo despliega su poder vivificante: el fruto del seno de María viene a la vida «por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18 cf. Lc 1, 35). Toda la misión de Jesús está animada y dirigida por el Espíritu Santo, de modo especial, la resurrección lleva el sello del «Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rom 8, 11).
2. El Espíritu Santo, al igual que el Padre y el Hijo, es el protagonista del «evangelio de la vida» que la Iglesia anuncia y testimonia incesantemente en el mundo. En efecto, el evangelio de la vida, como expliqué en la carta encíclica Evangelium vitae, no es una simple reflexión sobre la vida humana, y tampoco es sólo un mandamiento dirigido a la conciencia; se trata de «una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús» (n. 29), que se presenta como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Y, dirigiéndose a Marta, hermana de Lázaro, reafirma: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).
3. «El que me siga –proclama también Jesús– (...) tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). La vida que Jesucristo nos da es agua viva que sacia el anhelo más profundo del hombre y lo introduce, como hijo, en la plena comunión con Dios. Esta agua viva, que da la vida, es el Espíritu Santo. En la conversación con la samaritana Jesús anuncia ese don divino: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. (...) Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 10-14). Luego, con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos, al anunciar su muerte y su resurrección, Jesús exclama, también a voz en grito, como para que lo escuchen los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: "De su seno correrán ríos de agua viva". Esto lo decía -advierte el evangelista Juan- refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39). Jesús, al obtenernos el don del Espíritu con el sacrificio de su vida, cumple la misión recibida del Padre: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). El Espíritu Santo renueva nuestro corazón (cf. Ez 36, 25-27; Jer 31, 31-34), conformándolo al de Cristo. Así, el cristiano puede «comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse» (Evangelium vitae, 49). Ésta es la ley nueva, «la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2). Su expresión fundamental, a imitación del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es la entrega de sí mismo por amor: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3, 14).
4. La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está íntimamente unido a Jesucristo es una «vida en el Espíritu». En efecto, el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4, 6), se transforma en nosotros y para nosotros en «fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 14). Así pues, es preciso dejarse guiar dócilmente por el Espíritu de Dios para llegar a ser cada vez más plenamente lo que ya somos por gracia: hijos de Dios en Cristo (cf. Rm 8, 14-16). «Si vivimos según el Espíritu –nos exhorta san Pablo–, obremos también según el Espíritu» (Gal 5, 25). En este principio se funda la espiritualidad cristiana, que consiste en acoger toda la vida que el Espíritu nos da. Esta concepción de la espiritualidad nos protege de los equívocos que a veces ofuscan su perfil genuino. La espiritualidad cristiana no consiste en un esfuerzo de auto-perfeccionamiento, como si el hombre con sus fuerzas pudiera promover el crecimiento integral de su persona y conseguir la salvación. El corazón del hombre, herido por el pecado, es sanado por la gracia del Espíritu Santo; y el hombre sólo puede vivir como verdadero hijo de Dios si está sostenido por esa gracia. La espiritualidad cristiana no consiste tampoco en llegar a ser casi «inmateriales», desencarnados, sin asumir un compromiso responsable en la historia. En efecto, la presencia del Espíritu Santo en nosotros, lejos de llevarnos a una «evasión» alienante, penetra y moviliza todo nuestro ser: inteligencia, voluntad, afectividad, corporeidad, para que nuestro «hombre nuevo» (Ef 4, 24) impregne el espacio y el tiempo de la novedad evangélica.
3. EL ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE COMUNIÓN (29. 7. 1998)
Ha sido una de las catequesis más significativas de Juan Pablo II y en ella ha fundado la unidad de la iglesia (y de la humanidad) en la comunión del Espíritu Santo, que se expresa no sólo entre los cristianos, sino entre todos los hombres. El Espíritu Santo es don y comunión, es vida compartida.
1. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran a la primera comunidad cristiana unida por un fuerte vínculo de comunión fraterna: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44-45). No cabe duda de que el Espíritu Santo está en el origen de esta manifestación de amor. Su efusión en Pentecostés pone las bases de la nueva Jerusalén, la ciudad construida sobre el amor, completamente opuesta a la vieja Babel. Según el texto del capítulo 11 del Génesis, los constructores de Babel habían decidido edificar una ciudad con una gran torre, cuya cima llegara hasta el cielo. El autor sagrado ve en ese proyecto un orgullo insensato, que lleva a la división, a la discordia y a la incomunicabilidad. Por el contrario, en Pentecostés los discípulos de Jesús no quieren escalar orgullosamente el cielo, sino que se abren humildemente al Don que desciende de lo alto. Si en Babel todos hablan la misma lengua, pero terminan por no entenderse, en Pentecostés se hablan lenguas diversas, y, sin embargo todos se entienden muy bien. Este es un milagro del Espíritu Santo.
2. La operación propia y específica del Espíritu Santo ya en el seno de la santísima Trinidad es la comunión. «Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor reciproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios "existe" como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor» (Dominum et vivificantem, 10). La tercera Persona -leemos en san Agustín- es «la suma caridad que une a ambas Personas» (De Trin. 7, 3, 6). En efecto, el Padre engendra al Hijo, amándolo; el Hijo es engendrado por el Padre, dejándose amar y recibiendo de él la capacidad de amar; el Espíritu Santo es el amor que el Padre da con total gratuidad, y que el Hijo acoge con plena gratitud y lo da nuevamente al Padre. El Espíritu es también el amor y el don personal que encierra todo don creado: la vida, la gracia y la gloria. El misterio de esta comunión resplandece en la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, animado por el Espíritu Santo. El mismo Espíritu nos hace «uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28), y así nos inserta en la misma unidad que une al Hijo con el Padre. Quedamos admirados ante esta intensa e íntima comunión entre Dios y nosotros.
3. El libro de los Hechos de los Apóstoles presenta algunas situaciones significativas que nos permiten comprender la forma en el Espíritu ayuda a la Iglesia a vivir concretamente la comunión, permitiéndole superar los problemas que va encontrando. Cuando algunas personas que no pertenecían al pueblo de Israel entraron por primera vez en la comunidad cristiana, se vivió un momento dramático. La unidad de la Iglesia se puso a prueba. Pero el Espíritu descendió sobre la casa del primer pagano convertido el centurión Cornelio. Renovó el milagro de Pentecostés y realizó un signo en favor de la unidad entre los judíos y los gentiles (cf. Hech 10-11). Podemos decir que este es el camino directo para edificar la comunión: el Espíritu interviene con toda la fuerza de su gracia y crea una situación nueva, completamente imprevisible. Pero a menudo el Espíritu Santo actúa sirviéndose de mediaciones humanas. Según la narración de los Hechos de los Apóstoles, así sucedió cuando surgió una discusión dentro de la comunidad de Jerusalén con respecto a la asistencia diaria a las viudas (cf. Hech 6, l ss). La unidad se restableció gracias a la intervención de los Apóstoles, que pidieron a la comunidad que eligiera a siete hombres «llenos de Espíritu» (Hech 6, 3; cf. 6, 5), e instituyeron este grupo de siete para servir a las mesas. También la comunidad de Antioquía, constituida por cristianos provenientes del judaísmo y del paganismo, atravesó un momento crítico. Algunos cristianos judaizantes pretendían que los paganos se hicieran circuncidar y observaran la ley de Moisés. Entonces -escribe san Lucas- «se reunieron los Apóstoles y presbíteros para tratar este asunto» (Hech 15, 6) y, después de «una larga discusión», llegaron a un acuerdo, formulado con la solemne expresión: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Hech 15, 28). Aquí se ve claramente como el Espíritu actúa a través de la mediación de los «ministerios» de la Iglesia. Entre los dos grandes caminos del Espíritu, el directo, de carácter más imprevisible y carismático, y el mediato, de carácter más permanente e institucional, no puede haber oposición real. Ambos provienen del mismo Espíritu. En los casos en que la debilidad humana encuentre motivos de tensión y conflicto, es preciso atenerse al discernimiento de la autoridad, a la que el Espíritu Santo asiste con esta finalidad (cf. 1 Cor 14, 37).
4. También es «gracia del Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio, 4) la aspiración a la unidad plena de los cristianos. A este propósito, no hay que olvidar nunca que el Espíritu Santo es el primer don común a los cristianos divididos. Como «principio de la unidad de la Iglesia» (ib., 2), nos impulsa a reconstruirla mediante la conversión del corazón, la oración común, el conocimiento recíproco, la formación ecuménica, el dialogo teológico y la cooperación en los diversos ámbitos del servicio social inspirado por la caridad. Cristo dio su vida para que todos sus discípulos sean uno (cf. Jn 17, 11). La celebración del jubileo del tercer milenio deberá representar una nueva etapa de superación de las divisiones del segundo milenio. Y puesto que la unidad es don del Paráclito, nos consuela recordar que, precisamente sobre la doctrina acerca del Espíritu Santo, se han dado pasos significativos hacia la unidad entre las diferentes Iglesias, sobre todo entre la Iglesia católica y las ortodoxas. En particular, sobre el problema específico del Filioque, que concierne a la relación entre el Espíritu Santo y el Verbo en su procedencia del Padre, se puede afirmar que la diversidad entre los latinos y los orientales no afecta a la identidad de la fe «en la realidad del mismo misterio confesado», sino a su expresión, constituyendo una «legítima complementariedad» que no pone en tela de juicio la comunión en la única fe, sino que mas bien puede enriquecerla. (Carta apostólica Orientale lumen, 5).
(2 de mayo de 1995. http://www.elvaticano.org/
http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_letters/documents/hf_jp-ii_apl_02051995_orientale-lumen_it.html)

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