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sábado, 11 de junio de 2011

Domingo de Pentecostés (Jn 20,19-23) - Ciclo A: El pasado y el futuro

Publicado por Clemente Sobrado



El pasado y el futuro son como las dos orillas entre las que corre el río de nuestras vidas, la vida de la Iglesia y la vida del mundo..
Si nos quedamos en el pasado el río se detiene y se represa.
Si sólo vivimos en el futuro no hacemos sino vivir soñando.
El Espíritu Santo tiene la misión de “recordarnos”, pero también de clarificarnos “lo que está por venir”.

Por tanto, es el Espíritu Santo el que nos marca y señala las dos orillas para que las aguas de nuestras vidas caminen serenas y tranquilas.
Seguras de que el manantial queda atrás.
Pero la meta está por delante. El horizonte está frente a nosotros y no a nuestra espalda.
Recordar nuestro pasado es recordar el camino andado.
Habrá habido tropiezos y estorbos. Pero aún así hemos llegado hasta aquí.
El pasado no lo podemos borrar. Pero sí podemos enriquecerlo, hacerlo florecer.
Muchos viven de lo que hicieron en su ayer. Se definen por lo que fueron.
Se pasan la vida llorando lo que hicieron o lo que no fueron.
Se olvidan de que el Espíritu Santo nos abre a lo que está por venir.
Por tanto se olvidan de lo que pueden ser y hasta donde pueden llegar.
Se olvidan de abrirse a la alegría de lo que pueden ser.

Muchos se lamentan de que han querido cambiar y nunca han podido.
La vida está llena de muchos inviernos. Pero también de otras tantas primaveras.
Es el invierno precisamente el que hace posible las flores de primavera.
Es el invierno del pasado el que hacer florecer nuestras vidas en nuevas primaveras.

El Espíritu Santo no olvida el pasado, le da vida, porque transforma ese ayer en nuevas mañanas llenas de sol y despertares.
El Espíritu Santo es el ayer de la Iglesia. Pero sin quedarse en el ayer.
El Espíritu Santo es el hoy de la Iglesia. Pero sin quedarse en el hoy.
El Espíritu Santo es el mañana de la Iglesia. Pero sin quedarse en el mañana.
Porque el Espíritu Santo es el creador de muchas mañanas.
Al Espíritu Santo le cantamos “Ven Espíritu creador” y la decimos que “recrea la faz de la tierra”. Es el Espíritu creador de Dios.

Por eso el Espíritu Santo es el que tiene la llave de la Iglesia y la llave de cada corazón.
Y con ella abre en cada momento el corazón de la Iglesia y el corazón de los fieles.
Es una llave que abre, pero no cierra el dinamismo de la Iglesia y de los creyentes.
Por eso es preciso estar siempre atentos y escuchar cada día lo que “el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2,7)

Sin el Espíritu Santo:
Dios aparece como el gran ausente de la historia.
Cristo mismo se queda lejos “en aquel tiempo”, un simple personaje del pasado.
El mismo Evangelio, inspirado por el Espíritu Santo, no leído desde el mismo Espíritu queda en letra muerta como cualquier libro del ayer.
La Iglesia, si no está movida por el Espíritu, se convierte en pura estructura, en organización, en Derecho Canónico, en prohibiciones y condenas.
La esperanza se funda más en la fuerza de la institución y las norma, que el alma que la vivifica.
La misión, sin el Espíritu, no pasa de ser divulgación de ideas, propaganda del Evangelio, carente de coraje y valentía.

Sin el Espíritu Santo, escribía Pagola en un lindo Folleto:
“las puertas de la Iglesia se cierra, los carismas se extinguen, la comunión se resquebraja, el pueblo y la jerarquía se separan, la comunicación se debilita, el debate fraterno es sustituido por la polémica o la mutua ignorancia, se produce el divorcio entre teología y la espiritualidad, la catequesis se hace adoctrinamiento, la autoridad se degrada en dictadura, la vida moral cristiana en moral de esclavos, la libertad de los hijos de Dios en asfixia, surge el fanatismo, la vida de la Iglesia se apaga en la mediocridad”. (Fidelidad al Espíritu en situación de conflicto pág. 16)

Una bella síntesis nos la ofrece el Concilio Vaticano II cuando dice:
“El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo, ora en ellos y da testimonio de su adopción como hijos.
Guía a la Iglesia a la plenitud de la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos. Hace rejuvenecer a la Iglesia y la conduce a la unión consumada con el Esposo”. (LG. N.4)
El Espíritu fue animador del pasado. Es animador del presente. Y es animador del futuro.
La verdadera fidelidad de la Iglesia a su pasado es hacer florecer el presente y sembrar las semillas del futuro. El trigo que sembramos es ahora objeto de siega, pero se convierte en semilla de nueva cosecha. Si no sembramos de nuevo el trigo, no habrá cosecha el próximo verano. “Espíritu de Cristo, vivo aliento, aliéntame, Señor, con energía, libérame de las viejas cobardías y aliente yo en Jesús cada momento” (R. Prieto Ramiro: El júbilo de cada día)

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