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lunes, 13 de junio de 2011

PARA NO PERDERNOS LA VIDA


Nos perdemos. Perdemos el horizonte, nos desanimamos, nos agobian los trabajos, las cargas familiares, las laborales, a veces hasta nos cuesta descolgar el teléfono porque también nos roba tiempo. Se multiplican los compromisos, se amontonan los periódicos y los libros en la esperanza de “encontrar tiempo” para atenderlos como quisiéramos. Nos preocupa y ocupa nuestra situación política, los desajustes sociales, las miserias humanas que nos rozan y las nuestras propias que nos invaden…

¿Cómo vivir bien sin que nada cambie? ¿Qué desayuno tomar para poder con el día? La respuesta para mí es darle el primer tiempo a lo espiritual. Acallar. Situarme en el silencio. Tener un tiempo sagrado para sacralizar todo lo que venga. Lo podemos llamar oración, meditación, silencio… No haremos de las palabras problema si entendemos el contenido.

Mi espacio sagrado para esta actividad es el comedor de casa, frente a una hermosa planta que tengo, la llaman “cuna de Moisés” o “lirio de la paz” ¡Que nombres tan bonitos! La compré en el 2008, año especialmente difícil en mi vida. Ella creo que sabe que es mi preferida. Ha tenido temporadas que sacaba una o dos flores, pero ahora llevaba tiempo que estaba ahí, quieta, como dormida, aunque sus hojas son espectaculares. En estos días ha estallado con seis bellas y esbeltas espigas que se abren en una especie de lirio blanco.

De pronto he caído en la cuenta de lo poco que disfruto de la vida, lo limitada que es mi comprensión, lo superficial de mi mirada. Yo esperaba sólo sus flores y mientras, me he perdido otros muchos misterios que la habitan. Si de verdad supiera mirar y escuchar, vería cómo toma la luz para transformarla en el fino tejido de sus hojas. La oiría respirar y transpirar. Vería el trabajo enérgico de las raíces y la savia recorriendo todo su tallo. Me admiraría del misterio que la envuelve y la llena, y no sólo gozaría con sus flores.

Orar es conectar con ese nivel más profundo, cuando todo se aquieta y se entra en el silencio, en el adentro que no alteran los ruidos que llegan del exterior. Es parar el tiempo para estar simplemente ante el Misterio, sabiendo que nada se sabe, haciendo esfuerzos de estirar los brazos y dedos hasta tocar un agua en el fondo de mi pozo. Y si se llega, quedarme muy quieta. Y si no se llega, volver a intentarlo.

Pero, ¿he sido yo que he caído en la cuenta, o es la Vida que se abre espacio en nuestros sentidos? Estoy segura de que es lo segundo. Que el Misterio nos ronda, nos llena; se busca caminos, personas, noches estrelladas o amaneceres. Se acerca en los ojos de quienes se cruzan con nosotros en todas las calles. Habla en las plantas y grita en el pobre, en los borrachos que ocupan bancos que esquivamos de nuestras ciudades.

Afinar los sentidos para llegar a gustar de la vida, salir a la calle y ver lo que hay; que las prisas no me roben la vida y sus goces, esos, los más pequeños, los más finos: oler un vino antes de beberlo, mirar a los ojos antes de besar, escuchar las golondrinas silbando entre las calles. Todo lo demás es tan evidente que no hay que esforzarse para verlo, nos invade.

Jesús miraría así, tocaría así, comería y bebería así, escucharía así y por eso supo oír hasta a los que no le llamaban. Pasaba y se enteraba, porque vivía de otro modo. El evangelio de Marcos nos cuenta que después de la primera multiplicación de los panes, muy cansado, manda a los discípulos a subir a la barca y adelantarse hacia Betsaida, mientras él despedía a la gente.

Cuando se queda solo, se sube al monte a orar. Yo había reflexionado muchas veces el texto: el significado de la multiplicación de los panes, el dar de comer, su cansancio y el acuerdo con los discípulos para irse al otro lado del lago, la oración prolongada en soledad toda la noche.

Un día descubrí la grandeza de ese despedirse él de la gente. Me paró en seco esta frase y todo lo que ella decía de la humanidad de Jesús. Ese detalle insignificante estaba lleno de contenido sobre su persona: despedirse. Me detuve en pensar cómo despediría a cada una de las mujeres (seguramente mayoría) con sus hijos. Cómo les tomaría las manos y pondría las suyas sobre sus hombros, las caricias a sus hijos, las palabras personales que diría a cada una mirándoles a los ojos… Despedirse es un gesto muy importante, es como el culmen de la comida ofrecida; después de saciar el cuerpo, saciar el alma.

Jesús era así porque oraba, se buscaba esos tiempos personales de soledad acompañada. Oraba y ese orar llenaba de Presencia todo su actuar. Oraba en la noche o en la mañana, muchas veces solo o como gesto de agradecido cuando sanaba ante los otros, y enseñaba a orar. No cuentan los evangelios que frecuentara mucho las sinagogas o el templo, pero sí repiten muchas veces que oraba. Por eso Jesús veía lo que otros no sabían ver.

Para poder vivir desde esa profundidad, no hay que dejar sonar el despertador y empezar a contaminarnos por los ruidos, las malas noticias, las carreras para llegar a tiempo. Antes hay que situarse en mi yo más real. Saberme acompañada, dejar que Dios afine mis cuerdas que se desperezan sin tensión. Que Dios resuene en mi interior como un arpa, entonces saldrán los mejores sonidos, no perderé la paz en las prisas y veré como Jesús veía todo lo que le rodeaba. Entonces no solo gozaré de las flores, también oiré la savia recorriendo toda la planta y escucharé como respira. Entonces tendré tiempo hasta para la risa.


Matilde Gastalver

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