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jueves, 18 de agosto de 2011

XXI Domingo del T.O. (Mt 16, 13- 20) - Ciclo A: Entre la indignación y la modestia


Por A. Pronzato

Cuando Dios dice basta


El pasado parece hermoso, o al menos mejor que el presente, solamente... porque es pasado.
Desgraciadamente hemos de reconocer que algunos hábitos deplorables no han acabado de pasar.
Sí, incluso en los «hermosos tiempos antiguos» ocurrían cosas bastante feas. Había escándalos, abusos de poder, derroche del dinero público, corrupción administrativa, enchufes y favoritismos.
Había personajes hábiles, capaces de hacer fortuna a la sombra complaciente de palacio. Como ese Sobna, de cuyos negocios nos habla Isaías.
Los rasgos típicos de este mayordomo no cambian con el paso de los siglos: ambición desenfrenada, delirios de grandeza, intrigas, negocios turbios, adhesión a la causa (es decir, a seguir en su puesto), la gloria de Dios (o el éxito del partido, o del grupo) como tapadera de sus propios intereses.

Sobna además, preocupado por su fama en el futuro, deseaba que su nombre, a pesar de haberlo envilecido el propio interesado, fuera recordado por las generaciones venideras. Para ello proyectaba la construcción de un grandioso monumento funerario.

A los pobres les costaba trabajo poder sobrevivir. Y él se preocupaba de su propia tumba.

Y entonces Dios dijo basta.

Dios no se limita a «salvar las almas»

¡Dichosos tiempos aquellos en que Dios no pensaba sólo en «salvar almas», sino que mandaba con urgencia a su profeta de confianza para echarle en cara al arrogante de turno frases como éstas:

«Has de saber que el Señor te va a agarrar con fuerza, te va a lanzar violentamente, y va a hacer que ruedes como pelota hacia un vasto país. Allí morirás con tus carros de riquezas, pues eres la vergüenza de la corte de tu señor» (Is 22, 17-18).

Dios no se contenta con vagas denuncias, con lamentaciones rituales que dejan las cosas como estaban, con blandas amenazas. Interviene para poner fin a aquella situación intolerable, para imponer una sustitución:

«Te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo».

Ninguna táctica diplomática. Ninguna promoción bajo cuerda para no suscitar el escándalo (el abominable «promoveatur ut amoveatur»). Ninguna consideración oportunista (quizás de aquel funcionario corrupto se pueda sacar algún favor...). Sobna tiene que preparar las maletas. No hay más remedio.

Sí. Dios aquella vez (y no sólo aquella vez) ignoró los consejos de los que querían que se dedicara a su especialidad: la salvación de las almas (una tarea enorme).

Hay que decir además que se puede contribuir eficazmente a la salvación de las almas haciendo un poco de limpieza donde las cosas están sucias, despejando el terreno de equívocos, deslegitimando con claridad (dirección bien legible) al orgulloso que desea hacer turbios negocios con el pretexto de una presunta protección divina.

La misma virgen María, es decir, la criatura más dulce, no pudo menos de engrandecer al Señor, de expresar su incontenible gozo, al ver cómo «derriba del trono a los poderosos» (Lc 1, 52).

Nadie es intocable delante de Dios.

Quizás sea una laguna en mi formación. Pero no veo que, al lado de la teología del trono «asignado» desde arriba: «Dios me lo ha dado... ¡ay del que lo ponga en discusión!», se haya desarrollado una teología, que encontraría preciosos puntos de apoyo en la Biblia, la teología del «derribo del trono», igualmente causado desde arriba...

Hay que esperar que no falten nunca en la Iglesia profetas que, sin preocuparse de las prudentes recomendaciones de atender a las almas (recomendaciones que no son nunca «desinteresadas» lo que pasa es que el interés no es por la salvación de las almas, sino por los propios... intereses), tengan el mismo coraje de Isaías y no se asusten ante la perspectiva de acabar ellos mismos, y no sus blancos, «rodando como pelotas», quizás para concluir su trágica «rodadura» en un sepulcro espléndido, mandado construir -como observaba irónicamente don Mazzolari- con las piedras preparadas para los lapidadores.


Un sitio para la indignación entre las virtudes

¿No tenemos nosotros la voz y el talante de los profetas?

Yo creo que todos los creyentes pueden y deben cultivar una virtud, que no figura en el catálogo oficial, pero que tiene hoy una especial importancia: la indignación.

Pero se trata de la verdadera y sufrida indignación. No simplemente de la queja, del descontento, del susurro...

La indignación no puede ser nunca una actitud superficial. Afecta a toda la persona, sublevándola desde dentro.

Ser capaces de indignación significa ser capaces de estar mal, no simplemente de levantar la voz, o de bajarla en la murmuración. La indignación debe estar dispuesta a pagar el precio de la soledad, del desprecio, consciente de que los poderosos tienen un método que no falla para cerrarle a uno la boca: invitarle a cantar en el coro. Los Sobna de todos los tiempos, cuando intentan construirse sus ridículos y pretenciosos mausoleos, multiplicar sus monumentos, urgir la elevación de sus pirámides absurdas con la sangre sacada de las venas de los pobres, tienen que saber que hay alguien que se opone tenazmente a sus fechorías con la única arma que tiene a su disposición: la indignación.

Puede que la indignación no cambie las cosas, no detenga ninguna construcción faraónica, no impida un escándalo, no provoque ningún destronamiento.

Pero, al menos, evita que nos sintamos cómplices.

Sí, estoy convencido de que la fe no es principio de resignación, sino deber de indignación.



Parece que la modestia sigue siendo una virtud

Leyendo el texto de la Carta a los romanos de la lectura de hoy, encuentro dos preguntas provocativas que desencadenan en mi interior cierta inquietud:

«¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero?».

Se me ocurre una objeción: conozco personas que dicen, con impertérrita seguridad, que conocen hasta los pensamientos más íntimos del Señor; más aún, que tienen la exclusiva de conocerlos.

En cuanto a los consejos al Señor, sencillamente no se los damos porque, una vez que han pasado las cosas, lo más que podemos hacer es protestar, pero los consejos ya no sirven para nada. Desgraciadamente, el Señor nos pone frente al hecho consumado.

Cuando alguna vez Cristo propuso a sus discípulos un proyecto de viaje no precisamente agradable, Pedro -un consejero esta vez no consultado- se empeñó en disuadir al Maestro con cierta vivacidad. Y su consejo fue interpretado como una tentación (Mt 17, 23).

Sospecho que si el Creador, antes de dotar al hombre de libertad, hubiese consultado a algún teólogo, le habría hecho la sugerencia no muy estimulante de que se anduviera con cuidado, y quizás la amenaza de que... no contara con él para su proyecto.

Y tengo motivos para sospechar que, si Cristo hubiese sometido a la aprobación de una comisión de expertos la parábola del hijo pródigo, o el método que pensaba seguir en la cuestión escabrosa de la adúltera, o la respuesta que había de dar a la petición del buen ladrón, probablemente le hubieran aconsejado que modificase el foral.

Están además aquellos que, al no poder dar consejos a Dios, se convierten en desenvueltos consejeros de los demás en nombre de Dios. Al no lograr ser «micrófonos» de Dios, se contentan con ser sus «altavoces».

Convendría que nos repitiéramos con frecuencia aquella exclamación: «¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios...!».

Nosotros nos quedamos sólo en la superficie, a pesar de nuestras indagaciones más profundas y atrevidas. Rozamos tan sólo unos pequeños fragmentos de esa riqueza.

Y nuestra cabeza y nuestro corazón son tan pequeños respecto a aquella ciencia y sabiduría (aunque la lengua sea a veces demasiado larga)..

De la última pregunta de Pablo nos viene también una urgente invitación a la modestia:

«¿Quién le ha dado primero para que él le devuelva?»

Obras virtuosas (recordad las florecillas de aquellos hermosos tiempos antiguos), sacrificios, renuncias, actos heroicos, obras buenas, hasta los votos... Es inútil hacerse ilusiones: nunca hemos llegado los primeros.

Dios siempre se nos ha adelantado.

Sus dones, sus «maravillas» han sido siempre anteriores a nuestros impulsos e iniciativas.

Todo lo que hagamos por él no es más que una restitución minúscula o, si queremos, una manera -siempre insuficiente- de darle gracias.

Si estuviéramos convencidos de esto, viviríamos nuestra relación religiosa con mayor empeño y, al mismo tiempo, con mayor serenidad y menos tensiones.

Un creyente atormentado y angustiado es un agraciado que se ha retrasado en dar gracias a Dios.



Y sobre esta pequeña piedra...

«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».

Hoy son frecuentes los sondeos de opinión. Y no comprometen casi a nada.

Jesús oye distraídamente el informe sobre la fe de los demás. Le interesa el diagnóstico de nuestra fe.

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

«¿Quién es?». Normalmente, con esta pregunta deseamos saber el nombre de una persona. Y cuando el nombre no nos dice nada, preguntamos a qué se dedica. El hombre es conocido por lo que hace.

Para Jesús no es así. No interesa su oficio: él lo dejó e hizo que sus discípulos también lo dejaran.

«¿Quién soy?». O sea, el cara a cara. El yo y el tú que se encuentran, que se confrontan y se conocen poniéndose frente a frente. ¿Quién soy yo para ti? ¿qué represento a tus ojos? ¿cuánto cuento en tu vida?

Y en consecuencia, ¿quién eres tú?

Jesús espera algo más que una simple declaración ortodoxa (incluso porque, si es exacta, es que nos la ha sugerido el Padre, como en el caso de Pedro).

Y también los demás esperan de nosotros una respuesta que no sea teórica. Es difícil que alguien nos pregunte por los contenidos doctrinales de nuestra fe.

Se trata, más bien, de dar a entender quién es para nosotros Cristo a través de nuestra vida, de las opciones que él nos inspira, de los gestos que nos lleva a hacer la fidelidad a su evangelio.

No tenemos que demostrar que sabemos la lección, sino que hemos aprendido al Maestro.

«Ahora te digo yo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Simón no fue elegido por ser la piedra mejor, la más sólida. La pasión demostrará que no es así.

Dentro de poco esa piedra será definida como piedra «de escándalo» (Mt 17, 23). Simón llega hasta a escandalizar a Cristo, se le pone delante como un tropiezo en su camino.

No es Pedro el que edifica la Iglesia, sino el Señor, que quiere servirse de esas piedras tan frágiles que son los hombres.

De todas formas también nosotros sumamos a la de Pedro nuestras pequeñas piedras. También nosotros hemos sido llamados a entrar en la construcción contra la cual no prevalecerán las fuerzas del infierno.

Sin embargo, por muy pequeña y modesta que sea nuestra piedra, tiene que estar hecha de ese material que se llama fe.

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