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sábado, 20 de agosto de 2011

XXI Domingo del T.O. (Mt 16, 13- 20) - Ciclo A: VARIOS IDIOMAS, UNA PRÁCTICA


Cesarea de Felipe (o Filipo), ciudad que el tetrarca del mismo nombre hizo construir en honor de César Augusto, era un centro importante de cultos helenísticos. Su población griega y siria, así como sus cultos al dios Pan y a las Ninfas, daban de ella una imagen bastante similar a la de la Antioquía de la comunidad de Mateo.
Una vez más, como en tantas otras ocasiones, la escena que se relata se mueve en el doble nivel histórico: el de los años 30 y el de los años 80. En este caso, en torno a una cuestión decisiva para los discípulos: la identidad de su maestro. ¿Quién es Jesús?
Es él mismo quien, según la narración, plantea directamente la pregunta, en dos tiempos, buscando la respuesta de la gente y la de sus seguidores.

¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”. La expresión “hijo del hombre” puede significar sencillamente “hombre” (este hombre), aunque tenga también el trasfondo de la enigmática figura que aparece en el libro del profeta Daniel (7,13), y que la comunidad cristiana desde muy temprano aplicó a Jesús.

La respuesta de la gente –tanto en los años 30 como en los años 80- es, en principio, positiva, si bien no aprecia nada “original” en Jesús. Se refiere a él elogiosamente, pero lo define según esquemas interpretativos que les resultaban familiares: es, sencillamente, un “profeta” como los más grandes (Juan, Elías, Jeremías…).

Pero lo que realmente interesa al autor es subrayar lo específico de la fe cristiana. Y eso es lo que va a poner en boca de Pedro: Jesús es “el Mesías (Cristo), el Hijo de Dios”.

Esta fórmula, que aparecerá de nuevo en el juicio ante el Sanedrín (“Dinos si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”: 26,63), es el credo de la liturgia de la comunidad de Mateo. Para una comunidad proveniente del judaísmo, el Mesías (en castellano, Ungido) era el Esperado como liberador del pueblo. Con el título de “Hijo de Dios” se colocaba a Jesús en la intimidad más profunda con Dios, hasta el punto de nombrarse como Enmanuel (“Dios-con-nosotros”: 1,23; 28,20).

Las palabras puestas en boca de Pedro –que, con toda probabilidad, son del año 80, no del 30- resumen acertadamente la fe que profesaba la comunidad de Mateo: Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios.

Del mismo modo, tampoco es fácil distinguir, en la respuesta de Jesús, qué es lo que pertenezca a cada uno de los dos niveles. Por un lado, sabemos que la comunidad de Antioquía había conocido diferentes líderes: Esteban, Bernabé, Pablo, Pedro… Con esta respuesta, Mateo declara a este último como la máxima autoridad, a la que su iglesia se remite.

Por otro lado, es innegable que Simón Pedro ocupa un lugar destacado en los escritos evangélicos (incluso, aunque sea ya al final, en el apéndice del cuarto evangelio: Jn 21,15-17). Teniendo en cuenta todo esto, pudiera ser que, así como Mateo habría “inflado” la confesión de Pedro con fórmulas litúrgicas de su propia comunidad, también en la respuesta de Jesús se contengan elementos “añadidos” por la tradición de la que bebe el propio evangelista.

La respuesta de Jesús –lo que se conoce como la “investidura” de Pedro- está llena de expresiones semíticas, por lo que hace pensar en alguna tradición que circulaba entre aquella comunidad, que asignaba a Pedro la misión de decidir en los disensos que afectaban al grupo, que aparecían, como pudimos ver, en el relato de la “mujer cananea”. La autoridad de Pedro sería la que tuviera que decidir entre lo prohibido (“atar”) y lo permitido (“desatar”).

Es sabido que en este texto se ha asentado tradicionalmente la doctrina católica sobre el llamado “primado de Pedro”, prolongado en el obispo de Roma. Los protestantes, por su parte, aun aceptando que las palabras de Jesús fueran históricas –y no propias de la comunidad, que Mateo habría retrotraído en el tiempo-, sostienen que aquella misión se encargó exclusivamente a la persona de Simón, por lo que no podría justificarse la “sucesión” en el primado individual, en la figura del Papa.

En cualquier caso, hoy parece aceptarse entre los estudiosos que, tal como ha llegado a nosotros, esta narración tiene muchos elementos postpascuales, hasta el punto de que se hace difícil pensar que hubiera podido ocurrir en la vida de Jesús.

Eso no le quita nada de valor ni de hondura teológica. Lo único que quita es fanatismo en la defensa de determinadas posturas, que cada vez vemos que tienen menos fundamento. Hoy se reconoce que Jesús no fundó directamente ninguna iglesia. Con su vida, su palabra, su muerte y su resurrección (en la experiencia que percibieron los discípulos), alentó un movimiento que habría de fraguar, con el tiempo, en lo que conocemos como “iglesia”.

Pero decía que todo eso no disminuye el valor del texto, que para los cristianos mantiene una permanente actualidad. ¿Quién es Jesús hoy para mí? Se trata de una pregunta siempre nueva, si la acogemos en nuestro corazón, la contrastamos con nuestra vida, y no la respondemos meramente desde la rutina o desde lo aprendido.

¿Quién es Jesús hoy para mí? La pregunta es siempre nueva porque me cuestiona a mí mismo: ¿dónde estoy? No serviría de nada una respuesta “teórica”, por más que reprodujera la literalidad del dogma, si no me llevara a “conectar” con lo que Jesús fue y vivió. Porque no es una cuestión dirigida a la cabeza, sino a la vida… Y en concreto a ese “lugar” donde percibo mi no-separación con Jesús.

Son legítimas respuestas diferentes, porque cada una de ellas será deudora del nivel, perspectiva o “idioma cultural” en que se encuentre la persona. Debido a ello, siendo diferentes, no tienen por qué ser “falsas”.

Pero, sin duda, donde podremos encontrarnos es en la vivencia de las actitudes y los comportamientos que caracterizaron la persona de Jesús. Unos podrán verlo como un ser celestial separado; otros, como la manifestación de lo que somos todos en la no-dualidad de lo que es. Es inevitable que cada cual hablemos en nuestro propio “idioma”. Pero, sin descalificarnos por ello, un paso más allá de los idiomas, podemos encontrarnos en una práctica que lleve el “sello” del evangelio.


Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com

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