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sábado, 27 de agosto de 2011

XXII Domingo del T.O. (Mt 16, 21- 27) - Ciclo A: A lo mejor he perdido la cabeza


Por A. Pronzato

Me he dejado engatusar

El riesgo está en considerar un «caso límite» el de Jeremías, creer que la suya es una experiencia «irrepetible». Por eso, ante la dolorosa lamentación del profeta nos sentimos en la obligación de conmovernos por el drama que subyace o bien de escandalizarnos por la dureza del lenguaje que emplea. Y nada más.
Pero lo que deberíamos hacer es intentar «meternos» en esa oración y ver un poco cómo se está dentro de ella.
Podríamos muy bien interpretar las tres lecturas de hoy tomando como clave de lectura el desahogo apasionado de Jeremías.
«Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste.. . ».

¿Intentamos una traducción libre? Sería ésta, más o menos: ... Me has cazado, Señor. Era inevitable.

Después de aquel encuentro, de aquel momento que tú conoces, ya no soy yo. Todo ha cambiado en mi vida.

Las cosas que tanto me apasionaban antes se han evaporado, me resultan insípidas e incoloras, han perdido todo su atractivo. Me parecen inconsistentes, engañosas. Las miro con despego, sin ninguna añoranza.

Y esas realidades que antes me apasionaban (el dinero, el éxito, el poder, la fama, el placer) me dejan totalmente indiferente.

Tengo una sensación de extrañeza, de no pertenencia, respecto a ese mundo de las apariencias, del vacío rimbombante.

No compito para aferrar la porción efímera que muchos reclaman. Amo a la Iglesia con un amor visceral. No me iría de ella aunque me echasen a puntapiés. Y cuando me desilusiona y hasta me llena de indignación, la amo todavía más. Pero precisamente por eso no siento la necesidad de celebrar triunfos, de alistarme en los coros que cantan hosanna, de colarme entre los que quieren medrar, de combatir batallas anacrónicas con palabras y fórmulas que sólo comprometen a la boca.

Intento no dejarme engañar por aspectos superficiales y aparentes, no dejarme guiar por cálculos oportunistas, no dejarme llevar por lo fácil.

Me reservo el derecho a emplear mi cabeza cuando se trata de pensar (¡no aprovecharme de la de los demás, aunque... se muestren muy dispuestos a sustituirme!) y, naturalmente, el derecho a utilizar mis brazos cuando se trata de ponerse a trabajar.

Hablo cuando sería más cómodo callarse. Y guardo silencio cuando sería fácil (y estaría mejor pagado) ponerse a hablar.

Me quedo al margen cuando hay títulos, honores, privilegios, prebendas que repartir.

Y salgo a la palestra, aunque sea con discreción, cuando hay una tarea ingrata que realizar.

Intento ser fiel sin alardes, servir evitando la ostentación, dar testimonio huyendo del espectáculo.

Me has forzado, Señor. Te has aprovechado de un momento de debilidad. Te has dado cuenta de que estaba insatisfecho. Empezaba a sentirme mal entre las medias tintas. La mediocridad me causaba un ligero disgusto. Buscaba otra cosa.

Por un instante abandoné las defensas y entraste tú; desbarataste mi vida, revolviste mis pensamientos y mi corazón. Me has hecho propuestas increíbles, inimaginables. Me has presentado exigencias impensables, hasta imposibles. Y yo me dejé cazar.

Tengo hasta miedo de haber perdido la cabeza.


La soledad

Ahora estoy viviendo una situación poco confortable.

Después de escuchar tu voz, las voces de la plaza y del mercado no tienen poder alguno sobre mí.

Habiendo tomado en serio tus palabras, las demás no me dicen nada.

Después de haberme decidido a seguirte, he rechazado otras compañías (quizás más tranquilizadoras, menos exigentes).

He tomado decisiones, he hecho opciones, que me han excluido automáticamente del juego y de las cosas poco serias.
Al no conformarme con «la mentalidad de este siglo», al rechazar las modas y las ideologías dominantes, al repudiar el conformismo (y también aquel anticonformismo de labios afuera que es la forma peor de conformismo), me he convertido sin remedio en un hombre contra. «Hombre contra» respecto a la marcha general, la vulgaridad desmedida, las arrogancias descaradas, las hipocresías aceptadas por todos.
Y entonces ha caído sobre mí el desprecio, la burla, la compasión, «yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí», según la expresión de Jeremías.
Por haber rechazado las etiquetas, las sistematizaciones y las homologaciones oficiales, me tienen por un «indeseable».
Por no aceptar el papel que querían imponerme en la representación, me tratan como un rebelde.
Y me encuentro aislado, marginado, mirado de reojo.
Como no consigo ser «igual», no me reconocen, me creen extravagante y hasta loco.
Dado que no quiero seguir el tono de los vociferantes de turno, me reducen al silencio.
No me agrada la soledad, Señor.
La desconfianza, la incomprensión, el descrédito son pesos bastante incómodos de llevar.
Y para postre, Señor, después de tu seducción inicial, no eres muy condescendiente conmigo.
Con frecuencia no te dejas sentir. Me pareces lejano, ausente. Diría que estás «de la otra parte». Tu mano, frecuentemente, o se me niega o se posa en mi piel como una caricia francamente áspera. La culpa de todo es un «pero...»

No soy un héroe
Tengo momentos de cansancio, de desorientación, de desaliento. No dudo en lamentarme, en discutir contigo, como Jeremías, aunque con un tono algo más controlado.
A veces me entran ganas de colgarlo todo, porque tengo la impresión de que no vale la pena, de que el precio es demasiado elevado, de que la carga es insoportable.
Hago propósitos «dimisionarios», elaboro planes para echar todo a rodar.
«Me dije: no me acordaré de él, no hablaré más en su nombre». Todos están distraídos, o indiferentes.
Todos quieren oír otras cosas.
Más vale resignarse, no complicarse la vida, vivir en paz y dejar tranquilos a los demás; eso es lo que quieren. También yo, después de todo, tengo derecho a una vida serena. «Pero... ». No había tenido en cuenta ese «pero».
Pensaba quizás que era simplemente cuestión de dejarlo, de marcharme, de quitar el cartel de la puerta.
«Pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía...».
Se puede apagar el interruptor. Pero el incendio es otra cosa. Me doy cuenta de que tú no me has hecho un funcionario, un empleado. No me has encargado de tareas burocráticas, de verdades que administrar.
Me has entregado... carbones ardientes. Has atizado un incendio en el terreno del corazón.
Es inútil resistir. Lo he intentado, lo sigo intentando, pero no puedo nada contra el fuego. Aunque eche encima las cenizas del quehacer o del desaliento, no logro sofocarlo. Y cuanto más hago por ignorarlo, mayor se hace mi tormento.
Finjo que obro como los demás, intento «parecerme» a ellos, pero no puedo. Siempre hay algo que me traiciona.
Tu nombre me ha quemado.
La cabeza que he perdido ya no se me devuelve. Y cuanto más intento acomodarme a las normas del sentido común, de la prudencia humana, de cálculos egoístas, de racionalidad, tanto más aumenta mi sufrimiento.
Llevo el fuego dentro. Pero no me siento fanático. Más aún, precisamente porque llevo fuego en el corazón, no puedo ser un fanático. El fanático, a pesar de las apariencias, está hecho de hielo: El celo del intolerante se alimenta de hielo, no de fuego.
La intensidad del amor se mide por el respeto, por el pudor, no por la exaltación.
Lo he comprendido. Tengo que resignarme a ser un «enamorado». He caído. Y la única salvación, para mí, es no salir de esa situación. Jeremías grita, ronda con la blasfemia.
Pero no dice: «Me has desilusionado».
Tampoco yo lo digo. Pueden desilusionarme los otros, la acogida que me reservan. Puedo engañarme yo mismo, mi miedo a arriesgarlo todo.
Pero tú no me engañas, ni siquiera cuando callas, cuando te niegas, cuando me expones a situaciones embarazosas, cuando pretendes lo imposible.
Me comprometes, pero no me engañas.
Me causas problemas y fastidios en serie, pero no me engañas. Y si sigo quejándome porque he perdido la cabeza, me haces comprender que debo perderla un poco más...

En el Calvario hubo otro que perdió la cabeza
Ciertamente, también yo, como Pedro, he tenido la tentación de protestar. También yo, como Pedro, he tenido la tentación de... tentar al Señor.
Si hubiera dependido de mí, no habría escogido aquel camino. «Negarse a sí mismo» no es lo mismo que afirmarse, que hacerse valer, imponerse, presumir, aparecer.
«Perder la propia vida» es todo lo contrario a administrarla para el propio provecho.
Seguirle «cargando con la cruz» significa mortificar el propio sueño de recorrer con él un camino triunfal, sumando éxitos, coleccionando honores, celebrando victorias.
«¡No lo permita Dios, Señor!».
Quizás lo que quería decir Pedro (y yo con él) era: «¡Dios me libre, Señor!».
Tú, por fortuna, no tienes en cuenta mis repugnancias, mis protestas, mis necios juegos alternativos.
Y emprendes con decisión el camino que yo habría descartado. Si intento ir detrás de ti: «el que quiera venirse...», tengo que fiarme de la cruz para no perder el contacto.
He dicho «por fortuna». Sí, porque me doy cuenta de que el camino de la cruz es el que escogiste para declararme y demostrarme tu amor.
Por eso, en el Calvario, descubro que has perdido la cabeza. ¡Por mí!

Cada uno es sacerdote de sí mismo
No me queda más que añadir algunas rápidas consideraciones al texto de la segunda lectura.
Pablo parece advertirnos: todo se desarrolla en la cotidianidad cristiana.
Dios espera que el hombre, en la totalidad de su ser, le dé culto. Debe ofrecerse toda la existencia, sin excluir ningún sector.
El creyente es, al mismo tiempo, sacerdote y víctima. Es él el que ofrece, y es él el que «se ofrece».
La materia del sacrificio, después de la cruz, no puede ser algo muerto, sino una realidad viva: «hostia viva», la fe, el amor, cada una de las acciones. La vida: esto es lo que resulta «agradable a Dios». De aquí se derivan algunas consecuencias inmediatas.
La liturgia no se desarrolla exclusivamente en el ámbito del templo. El cristiano celebra también cuando sale de la iglesia. En resumen, ya no es posible limitar el culto... al culto.
Ya no hay nada profano. Y si hay también «momentos específicos» en el ámbito de lo sagrado, es con vistas al ofrecimiento de la existencia entera (toda la existencia y la existencia de todos).
El culto no es un «asunto clerical». Es obra de todos.
Cada uno -como afirma A. Maillot- es sacerdote de sí mismo. Y también profeta de sí mismo, en efecto, algunos traducen «culto conforme a la palabra» y no «culto espiritual» o «culto razonable».
En este nuevo culto cristiano, desde el momento en que es «obra de todos», cada uno debería sentirse a gusto, sin desanimarse ni verse asustado por un lenguaje, por unos ritos, que parecen reservados a una elite, y que le hacen sentirse extraños.
Todo esto no anula la autoridad en la Iglesia, pero la renueva. No depende ya de una institución, de una estructura, sino que es don, gracia.
Como observa también A. Maillot, en la Iglesia no hay nadie que: -sepa hacerlo todo, -sepa hacerlo bien, -y deba hacerlo todo. La gracia se manifiesta en la división de tareas y en la diferenciación.

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