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jueves, 6 de octubre de 2011

MI (IN)VOCACIÓN ES EL AMOR


Publicdo por Eclesalia

MARÍA TERESA SÁNCHEZ CARMONA

Con motivo de la fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús, celebrada el 1 de octubre, me venía a la mente de un modo acuciante la famosa máxima de la monja carmelita: “mi vocación es el amor”. Toda la profundidad del Evangelio condensada e interiorizada en una sencilla frase: “en el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el AMOR… así lo seré todo”. Pero ¿a qué clase de amor se refiere la mística de Lisieux?, ¿a uno insondable y abstracto que suscite intensos debates filosóficos, como el que Platón recoge en El banquete? ¿O tal vez se corresponda con alguno de sus subtipos que distingue Erich Fromm en su famoso tratado El arte de amar? ¿Amor místico que contempla la verdad humana desde sus altas cumbres espirituales? ¿O amor cotidiano que besa y abraza, tiembla y se desvela, que se desvive y en ocasiones se equivoca y distrae, para recomenzar cada vez su tarea?

La propuesta de Teresita nos turba e inquieta porque plantea un amor sin condicionantes ni adjetivos que lo acoten: un amar que se conjuga en infinitivo y que no distingue persona, número ni tiempo; que apela a un absoluto gestado en el presente; infinitivo que, sin imponer nada, resulta incisivo como flecha que hiere “del alma el más profundo centro”. La vocación al Amor (y un amor mayúsculo) centra a la par que descentra, enclavado en la intimidad de cada hombre y mujer pero a la vez desbordado hacia los otros en un flujo sin límites: ¿cuándo? siempre ¿a quién? a todos ¿dónde? en toda situación y contexto ¿de qué manera?

Sobrevienen las dudas y los miedos, porque sólo podemos amar a través de lo que somos, y eso implica asumir el riesgo de exponernos ante los demás y ante nosotros mismos. No resulta fácil despojarse de máscaras y roles aprendidos, volver a esa inocencia primigenia donde no existe el pudor de mostrar nuestra manera genuina de ser. La desnudez revela nuestras carencias, nos hace vulnerables. Porque cuando aflora el afecto… afecta. Se requiere mucha valentía para creer que todo cuanto somos y sentimos puede ser cauce y ofrenda de un Amor encarnado: cada parte de nuestro cuerpo, cada centímetro de piel, cada emoción o suceso que conforma nuestra historia.

Nos agobia tanta libertad; nos da vértigo un amor cuyo dinamismo escapa de toda fijeza. Y nos aferramos a “lo correcto, oportuno y seguro” asumiendo una moral que estandariza nuestro amor, y merma y esclaviza nuestra creatividad con todo tipo de escrúpulos. Necesitamos asideros que palien nuestro miedo a ser diferentes; buscamos modelos para encorsetar un sentir que, si bien se amolda, también es capaz de rompernos moldes y esquemas. ¿Qué son nuestros diques y presas ante ese amor infinito y omnipotente (y sencillo y quedo) que Dios siembra en nuestros corazones?

Jesús acude a nuestro encuentro para proporcionarnos ese modelo que calme tanta inseguridad: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn. 13,31-35; el matiz “fraternal” lo añade Pablo en Rm.12,10,si bien la cita evangélica desprende una mayor radicalidad). Y con su propuesta (prefiero hablar de “sugerencias” que de “mandamientos”, dada la libertad que nos concede) Jesús nos abre de nuevo las puertas de un horizonte infinito. ¿Amar como Él? Es ser consecuente con uno mismo; no arredrarse ante nada ni nadie; escuchar el llamado de amor impreso en las propias entrañas; contemplar, acoger y respetar al otro tal y como es, priorizando a quienes la sociedad margina y demoniza; afanarse por entender que todo y todos pueden ser expresión de este Dios poliédrico y polifónico, que se expresa a través de una inabarcable diversidad.

¿Cómo concretar, entonces, esa vocación referida por Teresita de Lisieux en Historia de un alma? Cada individuo tendrá que buscar su particular manera de encarnarla en su realidad, convirtiéndose en respuesta amorosa y creativa. Porque la diversidad requiere modos de expresión espontáneos y siempre nuevos. No es la forma lo que importa, sino la esencia que subyace en cada gesto: cuando nuestro ser vive en/desde/para el amor más grande, el propio amar le justifica. Tal vez no siempre comprendamos el origen ni la finalidad de dicho amor, pero ¿acaso es posible entender racionalmente el misterio de un sacramento que perpetúa la presencia de Dios en/entre nosotros? Y sin embargo ese aflorar del sentir sincero trae consigo el eco de un Amor más grande que nos irriga, nos nutre y configura nuestra identidad más profunda. El verdadero amor nos devuelve la expresión liberada de nosotros mismos; por ella cobra sentido la máxima de San Agustín “ama y haz lo que quieras”: Si callas, callarás con amor, si gritas, gritarás con amor, si corriges, corregirás con amor, si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos.

Por este motivo me planteo qué reflejo ofrecemos al mundo como Iglesia cuando no somos portadores de un mensaje liberador que priorice el amor sobre todas las cosas. “Por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7,16) y habría que añadir: “por sus frutos Me conoceréis”. Me causa un inmenso dolor constatar que nuestros actos no son siempre testimonio de amor incondicional; que nuestro surco divide la tierra en vez de penetrarla para que germine en ella la buena semilla. Me planteo por qué la sugerencia se convierte en mandato, la propuesta en norma que juzga y condena desde leyes impuestas, y no desde una caridad sin límites. Por qué hay quienes reducen y castran la infinitud latente en el ser humano (creado como es por este Dios insondable) sólo porque su particular vivencia del amor resulta diferente. Recuerdo la cita del profeta Isaías: “¡Qué error el vuestro! Como si el barro fuera igual a aquel que lo trabaja. Un objeto no va a decir al que lo hizo: «Tú no me hiciste», ni una pieza de barro al que la fabrica: «No sabes lo que estás haciendo»” (Is. 29, 16).

Me planteo también por qué hay quienes se permiten poner trabas (negando la comunión o la absolución) a quienes Dios inspira el deseo de acercarse a Él en el seno de esta familia. ¿En nombre de Quién, el repudio que alimenta la culpa? A mi mente acuden las palabras de Jesús: “¿acaso algún padre entre vosotros sería capaz de darle a su hijo una culebra cuando le pide pescado? ¿o de darle un alacrán cuando le pide un huevo? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre que está en el cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!” (Lc. 11, 12-13). Basta de aplicar leyes punitivas que se regodean en el ¿pecado? ajeno para solapar nuestras propias faltas y carencias: “por qué miras la paja que tiene tu hermano en el ojo y no te fijas en el tronco que tú tienes en el tuyo? […] No juzguéis a nadie y Dios no os juzgará a vosotros […] Dios os medirá con la misma medida con que vosotros midáis a los demás” (Lc. 6, 41 y 37a.38c).

Olvidamos que “sólo tres cosas permanecen: la fe, la esperanza y el amor, pero la más importante es el amor” (1Co. 13,13). Éste ha de ser el único baremo, el molde que conforme nuestros actos, el imperativo que nos mueva a expandir cada vez más nuestros propios límites: ¿cuánto has amado? ¿has amado hasta el extremo de tus posibilidades, sin reservarte ni un ápice, sin ahogar tu sentir en un mar de dudas, sin postergarlo por comodidad o miedo?

Hace falta mucha valentía y mucho amor, propio y ajeno. Porque ¿cómo dar a otros lo que no nos damos a nosotros mismos?, ¿cómo tolerar la libertad de otros si no integramos la nuestra? La vocación de amar es una vocación de autenticidad; como sostiene Adrienne Rich, tenemos que darnos permiso: permiso para darnos, permiso de ser. Si Dios nos envía una vocación de amor ilimitado, ¿tiene sentido experimentarle como Dios celoso? No si concebimos el amor como fuerza que libera y expande las potencialidades del ser humano. El celo se vuelve entonces cuidado, ternura e interés positivo por el otro; el recelo en cambio proviene del miedo, castra y se convierte en proyección de nuestro sentir sesgado y carente.

La vocación de amor requiere una vigilancia cuidadosa de las necesidades ajenas, atendiendo a sus límites y sus más íntimos anhelos. Inmutable en su esencia, el amor se reviste de gestos delicados en cada circunstancia: se transforma, se adapta y se acopla a la forma particular de la persona amada. Y en ese encuentro preciso y precioso (cuerpo a cuerpo, cara a cara, alma a alma, piel con piel, corazón a corazón) ha de gestarse el milagro de la comunión. Dice la santa de Lisieux: “He comprendido que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares […] ¡Mi vocación es el amor!”.

Con su vocación única y universal, Santa Teresa del Niño Jesús nos remite a esa llamada íntima e innata que cada ser persona lleva grabada en las entrañas. Una llamada plural que se gesta en lo cotidiano, a través de sencillos detalles convertidos en expresión de un amor más profundo, siempre nuevo. Entonces cobran sentido las palabras de San Pablo cuando dice que “el amor no acaba nunca”. Porque el amor sin peros ni “paras”, el Amor en sí mismo (que no ensimismado) es la fuerza creativa y creadora capaz de convertir nuestro ahora en tiempo de gracia. Entonces, como rezan unos versos de Octavio Paz,

todo se transfigura y es sagrado,

es el centro del mundo cada cuarto,

es la primera noche, el primer día.

[…] Las paredes invisibles,

las máscaras podridas

que dividen al hombre de los hombres,

al hombre de sí mismo,

se derrumban

por un instante inmenso y vislumbramos

nuestra unidad perdida, el desamparo

que es ser hombres, la gloria que es ser hombres

y compartir el pan, el sol, la muerte,

el olvidado asombro de estar vivos;

amar es combatir, si dos se besan

el mundo cambia, encarnan los deseos,

el pensamiento encarna, brotan las alas

en las espaldas del esclavo, el mundo

es real y tangible, el vino es vino,

el pan vuelve a saber, el agua es agua,

amar es combatir, es abrir puertas […]

amar es desnudarse de los nombres.

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la
difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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