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domingo, 16 de octubre de 2011

XXIX Domingo del T.O. (Mt 22, 15-21) - Ciclo A: ¿De qué parte está Dios?



Las cosas «acertadas» son hechas por personas «equivocadas»

Es inútil que busquemos el nombre de Ciro en la lista de los santos. Ni tampoco en el libro de los creyentes. Ni hemos de buscar símbolos religiosos en sus banderas.
El emperador de los persas es un «sin-Dios». Pero fue conducido por la mano del Señor.
Es un extranjero. Pero fue escogido, «ungido»; recibió un título y una investidura de tipo mesiánico y, rompiendo la murallas inexorables de la elección, irrumpe como protagonista decisivo en la historia de la salvación.

Israel no se esperaba ciertamente la liberación por aquel lado. Pero Dios se revela Señor absoluto de la historia, precisamente porque escoge sus instrumentos en donde a nadie se le habría ocurrido elegirlos, y acredita a personajes que «no lo conocen» y que no son demasiado recomendables (o, al menos, que nosotros no habríamos recomendado...).

Seremos capaces de descubrir las intervenciones «providenciales» de Dios en el laberinto de las vicisitudes humanas sólo cuando dejemos de dividir abusivamente a los hombres según nuestros esquemas. Y empezaremos a sospechar que Dios puede venir incluso de la mano de un sin-Dios, que un mensaje de liberación (y hasta una acción liberadora) puede llegar también del lado enemigo, que un testimonio (y no sólo un sermón) de honradez, de justicia, de sinceridad, de fraternidad, puede ser ofrecido también por los que -según hemos establecido nosotros- se encuentran en las tinieblas del error.

Los israelitas -y nosotros con ellos- tienen que aprender que Dios llega muchas veces «de otra parte». Y que, al menos algunas veces, se fía de personas «equivocadas», promueve para la realización de su obra a individuos que nosotros habríamos tachado desde el primer momento.

Ciertamente, los caminos de Dios no son nuestros caminos, sus planes no coinciden necesariamente con los nuestros (Is 55, 8). Cuando se trata de Dios -hemos de darnos cuenta de ello-, el camino justo es siempre... otro.


Prohibido dividir

Si es verdad que la primera carta dirigida por Pablo a los cristianos de Tesalónica constituye el documento escrito más antiguo del cristianismo, resulta interesante señalar cómo registra, con evidente complacencia, el hecho de que en aquella comunidad crecían tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad.

En apariencia, nada excepcional.

Debería ser normal que una experiencia cristiana estuviera caracterizada por la fe, por la esperanza y por la caridad. Debería...

Lo que no está tan claro, al menos en nuestra mentalidad actual, es que las tres virtudes teologales vayan estrechamente unidas.

En efecto, hoy puede ocurrir que alguno consiga hacer (o crea que hace) una radiografía de la fe sin aludir en lo más mínimo a la caridad. Como si fuesen dos realidades independientes.

Y sucede que algunos profesan y defienden una fe inquebrantable sin preocuparse de dar el más pequeño testimonio de su esperanza, sino todo lo contrario, manifestando, y casi exhibiendo con ostentación, una visión de la realidad con tintas negras, sin el más pequeño resquicio por donde se filtre un rayo de luz.

Y ocurre igualmente que no pocos se engañan practicando una caridad totalmente desenganchada de la fe.

En realidad, las tres virtudes deberían considerarse siempre juntas. Alguno, justamente, ha propuesto escribirlas unidas con un guión. Ninguna de las tres, por sí sola, es suficiente para definir al cristiano que -como oportunamente señala Filippo Gentiloni- «vive de fe-esperanza-caridad».

Se trata de una manera de pensar caracterizada por la fe-esperanza-caridad.

Se trata, sobre todo, de una praxis -o sea de algo visible, verificable- que recorre simultáneamente tres trayectorias: fe-esperanza-caridad.

Y quizás, como hace Juan en su evangelio a propósito de la fe, es preferible evitar el sustantivo, conceder la preferencia al verbo correspondiente, que indica claramente una acción y no una realidad estática. Y obtendremos entonces tres verbos que dibujan la identidad cristiana: creer-esperar-amar.

Pablo se alegra precisamente de que en la comunidad de Tesalónica parece que los cristianos han aprendido a conjugar, juntos, esos tres verbos fundamentales.
Finalmente, ¡alguien que no se queja de su comunidad!

Pablo se dirige a la Iglesia de los tesalonicenses que está «en Dios Padre y en el Señor Jesucristo».

Se trata de una comunidad más bien joven, bastante frágil, que vive como una minoría sin importancia en la grande y caótica ciudad (uno de los grandes puertos del Egeo), capital de Macedonia.

Esos cristianos, en gran parte de condición social humilde, llevan una vida difícil, en un ambiente hostil, en donde la gente observa una conducta muy alejada de la moral evangélica.

Pablo tuvo que abandonarlos precipitadamente sin haber podido llevar a término su formación.

Pero aquella Iglesia, expuesta a numerosas pruebas y obligada a enfrentarse con una realidad muy poco estimulante, se siente segura «en Dios Padre y en el Señor Jesucristo».

La seguridad no depende del número, del poder, de la organización, de los recursos económicos, de la estructura imponente, de la importancia social, de los apoyos humanos, de la protección jurídica. Sino que viene «de otro sitio».

Pablo reconoce que aquel grupo minúsculo, bastante desarrapado, es la señal más evidente de la fuerza del evangelio, que se manifiesta en las condiciones menos favorables.

Por eso mismo su escrito tiene un tono más afectivo que doctrinal y se inspira en la exhortación y en el estímulo más que en la reprensión o en la denuncia de los desórdenes.

«Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros...», declara Pablo.

También hoy, por fortuna, hay individuos y comunidades que «resisten duro» a pesar de todo. No hacen ruido. «Resisten» en condiciones difíciles. No dejan que se apague la llama con el viento helado de la indiferencia que los rodea.

Pero sería oportuno que ciertos pastores, que tienen la costumbre de indignarse, de lamentarse, de hacer declaraciones alarmantes (que ya no alarman a nadie), de hacer diagnósticos implacables, de insistir en los males (naturalmente ajenos), dedicasen con mayor humildad una parte al menos de su tiempo a «dar gracias a Dios» (como hace Pablo) por esos oscuros «resistentes» en la fe-esperanza-caridad (resistentes... ¡a pesar de ciertos defensores de la fe!).

Creo que si esos expertos en catastrofismo tuvieran que vivir su fidelidad al evangelio en las mismas situaciones en que se encuentran muchos creyentes, dejarían de ser profetas de desventuras en servicio permanente y aprenderían a «dar gracias», o sea, a ser «hombres eucarísticos».


La defensa más segura

El corazón de Pablo se ensancha cuando piensa en la comunidad de Tesalónica. Allí, en aquella ciudad pagana, despreocupada, desaprensiva, metida en negocios y corrompida, no resuenan sólo discursos, sino que se manifiesta la acción del Espíritu.

El apóstol, a pesar del poco tiempo de que dispuso, logró poner en pie a cristianos convencidos. Fieles a sí mismos, que es siempre una de las formas más eficientes de la fidelidad a Dios.

En Tesalónica hay gente que «resiste duro», que no da señales de cansancio, porque ha sido construida por dentro. Evangelizada, no adoctrinada. Más que de andamios exteriores, esos individuos, tocados por el mensaje de Cristo, disponen de conciencia, frente a la cual -cuando funciona- no puede nada ningún poder, ninguna sugestión de fuera.

Y Pablo, a pesar de la distancia, se siente tranquilo. No tanto por lo que él ha hecho o ha dicho, sino por la acción del Espíritu de que ha sido testigo. Aquella comunidad, por la que no esconde sus simpatías, pertenece a Dios que es Padre y al único Señor Jesucristo.

No es una comunidad protegida, tutelada, una especie de jardín espiritual cuidadosamente vallado. Al contrario, se ve expuesta a todos los peligros. A pesar de ello, Pablo parece lleno de confianza: aquellos individuos son «amados de Dios». Y si no es ésa una protección suficiente, todas las demás deberán considerarse como... preocupantes.

No «o... o...», sino y... y...»

«Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Intentemos esbozar algunas líneas, posiblemente no demasiado discordantes de aquella frase famosa que, a pesar de su claridad, no es ni mucho menos una fórmula mágica y resolutiva.

-Hay que evitar las sustituciones.

Dios no acepta ningún homenaje religioso que pueda sustituir a la justicia, a la honradez, a los más elementales deberes civiles.

La misma Iglesia es «sierva», y no puede sustituir a Dios.

Por eso no es lícito identificar simplemente lo que se debe a Dios con lo que se da a la Iglesia. Y viceversa.

Recientemente, un escritor, dirigiéndose a un ilustre personaje muy en boga, le deseaba que desarrollase una actividad no sólo «al servicio de la Iglesia», sino sobre todo «al servicio del evangelio».

Podría parecer un discurso impertinente. Pero quizás daba en el blanco.

-No hay que quedarse trivialmente en lo que está prohibido y lo que está permitido.

La palabra de Dios debería ensanchar mucho esta perspectiva estrecha, insertando en ella el principio, poco «tranquilizante», del amor y sobre todo teniendo en cuenta la primacía absoluta de la relación con Dios.

-A Cristo no le preocupa convertirse en César, para apoderarse del poder y reclutar seguidores. Más aún, rechaza con decisión esa perspectiva cuando se la ofrecen.
A él le basta... con ser Dios.

Y por tanto la Iglesia tiene que contentarse... con ser Iglesia. Debería ocuparla totalmente el «servicio», sin dejar sitio para echar de menos el poder.

Ser «sierva» de los hombres es mucho más que dominarlos. Tomar en serio las «realidades últimas» significa no dejarse bloquear ni aprisionar por las «penúltimas».

-Con frecuencia también nosotros podemos ser astutos e hipócritas como los fariseos y los herodianos, que se escandalizan de la imagen del César impresa en las monedas (pecado contra el segundo mandamiento), pero prefieren guardarse en el bolsillo esas «malditas» monedas, en vez de deshacerse de ellas, pagando quizás el impuesto.

Tan sólo hay una forma de rehusar el pretendido señorío del César: rehusar su dinero y las ventajas consiguientes.

La «resistencia» ha de ofrecerse no sólo en el campo de los valores, sino en el de los intereses inmediatos.

-«La fidelidad a la opción religiosa es la mejor garantía de una sana laicidad de las praxis política y al mismo tiempo ofrece la plataforma para fundamentar la libertad religiosa».

-Los herodianos y los fariseos (y muchos de nosotros con ellos) plantean la cuestión en términos de «o ... o...».

Jesús responde en términos de «y ... y...». No Dios o el César. Sino Dios y el César. Opción religiosa y compromiso social. Acción y contemplación.

Frente a la alternativa: «¿Tengo que ocuparme de Dios, de las obras parroquiales, o de mi familia?», Jesús te hace comprender que tienes que ocuparte de las cosas de Dios sin olvidar las de tu casa. Debes dedicarte a las iniciativas eclesiales y a tu marido, a tus hijos. Tienes que interesarte por el tercer mundo y no perder de vista al que está sentado a la mesa junto a ti...

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