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martes, 1 de noviembre de 2011

TODOS SANTOS


Los matemáticos dicen que la distancia de cualquier número, por grande que sea, al infinito, es infinita. Con relación a Dios todos somos iguales, no hay posible distinción. ¿Qué sentido tiene entonces el marcar tanto las diferencias entre unos y otros?
La fiesta de “Todos los Santos”, entendida como diferencia de perfección entre los seres humanos no tiene mucho sentido. Por eso le he cambiado el título y he puesto: “Todos santos”; aunque también podía haber puesto “Todos pecadores” y sería exactamente igual de cierto. Para Dios no hay diferencia ninguna, porque nos ama a todos por lo que Él es.
Si por santo entendemos un ser humano perfecto, significaría que ya ha llegado a su plenitud y por lo tanto se habrían acabado sus posibilidades de crecer. Pero su verdadero ser, y por lo tanto su perfección, nada tiene que ver con su biología o con su moralidad. A esa parte de nuestro ser no le afectan las limitaciones, sean del orden que sean. Es una realidad que permanece siempre intacta.
Descubrir, vivir y manifestar ese verdadero ser, es lo que podíamos llamar santidad. Cuando creemos que para ser santo tenemos que anular los sentidos, reprimir los sentimientos, machacar la inteligencia y someter la voluntad, nos estamos exigiendo la más torpe inhumanidad.
La plenitud de lo humano sólo se alcanza en lo divino. Vivir lo divino que hay en nosotros es la meta. Lo humano siempre será imperfecto. El verdadero santo no es el perfecto. El santo nunca descubrirá que lo es. Por favor, que nadie caiga en la tentación de aspirar a la “santidad”. Aspirad sólo, a ser cada día más humanos, desplegando el amor que Dios ha derramado en vuestro ser.
Cuando hemos puesto la santidad en lo extraordinario, nos hemos salido de todo marco de referencia evangélico. Si creemos que santo es aquel que hace lo que nadie es capaz de hacer, o deja de hacer lo que todos hacemos, ya hemos caído en la trampa de atribuirnos méritos que no pueden ser del hombre.
Cuando un joven le dice a Jesús: "Maestro bueno”. Jesús le responde: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno más que Dios. ¿Qué hubiera contestado si le hubiera llamado santo?
Cuando Jesús dice a sus discípulos: “No os dejéis llamar maestro, no os dejéis llamar jefes, y no llaméis a nadie padre...” ¿Qué hubiera dicho si hubiera existido, entonces, el concepto moderno de santo?
Santo es el que descubre el amor que es Dios. Todos somos santos, aunque la inmensa mayoría no lo hemos descubierto todavía, y de ese modo, tampoco podemos manifestar lo que somos. Somos santos por lo que Dios es en nosotros, no por lo que nosotros somos para Dios.
La creencia generalizada de que la santidad consiste en desplegar las virtudes morales, no tiene nada que ver con el evangelio. Recordemos: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. Para Jesús, es santo el que descubre el amor que llega a él sin mérito ninguno por su parte.
No somos santos cuando somos perfectos, sino cuando vivimos lo más valioso que hay en nosotros como don presente. La perfección moral es consecuencia de la santidad, no su causa.
Debemos tener mucho cuidado a la hora de hablar de los santos como “intercesores”. Si lo entendemos pensando en un Dios, que sólo atiende las peticiones de sus amigos o de aquellos que son “recomendados”, estamos ridiculizando a Dios. En Jn 16,26-27, dice Jesús: “no será necesario que yo interceda ante el Padre por vosotros, porque el Padre mismo os ama”.
Lo hemos dicho hasta la saciedad, Dios no nos ama porque somos buenos, sino porque Él es amor. Ama a todos infinitamente...
Claro que se puede entender la intercesión de una manera aceptable. Si descubrimos que esas personas que han tomando conciencia de su verdadero ser, son capaces de hacer presente a Dios en todo lo que hacen, pueden facilitarnos ese mismo descubrimiento, y por lo tanto pueden acercarnos a Dios. Descubrir que ellos confiaron en Dios a pesar de sus defectos, nos tiene que animar a confiar más nosotros.

Y no sólo valdría para los que conviven con ellos, sino para todos los que después de haber muerto, tuvieran noticia de su “vida y milagros”. Ese sería el camino más fácil para que creciera el número de los “conscientes”.
También debemos tener cuidado con la “comunión de los santos”. No se trata de unos “dones” o unas “gracias” que ellos han merecido y que nos ceden a nosotros. Es ridículo cuantificar y almacenar los bienes espirituales. Todo lo que nos viene de Dios es siempre gratuito y por lo tanto, nunca se puede merecer. Dice Jesús: “cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
Ahora bien, en el momento que se tiene conciencia de la unidad, se comprende que todo lo que hace uno repercute en el todo. La doctrina de Pablo es esclarecedora: “Todos formamos un solo cuerpo”. Por eso podemos considerar que los logros de cada uno, son los logros de todos. El sentido de pertenencia no anula, sino que potencia mi singularidad.
En esta fiesta celebramos la “bondad” se encuentre donde se encuentre. Es una fiesta de optimismo, porque, a pesar de los telediarios, hay mucho bien en el mundo si sabemos descubrirlo.
Es cierto que mete más ruido uno tocando el tambor que mil callando. Por eso nos abruma el ruido que hace el mal y no nos queda espacio para descubrir el bien, que es mucho más fuerte y está más extendido que el mal.
Hoy es el día de la alegría. La Vida y el Bien triunfan sobre la muerte y el mal. Desde esta perspectiva, la vida merece siempre la pena. Porque esta alegría de vivir tenemos que mantenerla a pesar de tanto sufrimiento y dolor como encontramos en nuestro mundo. A pesar de que muchos seres humanos consumen su existencia sin enterarse de lo que son, y se conforman con vegetar como las plantas o quedarse en lo sensorial como los animales.
Las bienaventuranzas nos descubren el verdadero rostro del “santo”. ¿Quién es dichoso? ¿Quién es bienaventurado? Felicitar a uno porque es pobre, porque llora, porque pasa hambre, porque es perseguido, sería más bien un sarcasmo. Sobre todo si le engañamos con promesas para un más allá.
Haber reservado la palabra “bienaventurado” para los que han muerto y están en el “cielo”, es una manipulación del evangelio inaceptable. Aquí abajo el dichoso es el rico, el poderoso, el que puede consumir de todo sin dar un palo al agua. Por los años cincuenta circulaba una canción que decía: “tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor; y el que tenga estas tres cosas que le dé gracias a Dios”. No se puede hacer una radiografía mejor de los valores de una sociedad. Si es esa nuestra escala de valores, nunca podremos entender las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas no se pueden entender racionalmente, ni se pueden explicar con argumentos. Cuando Pedro se puso a increpar a Jesús, porque no entendía su muerte, Jesús le contestó: “Tú piensas como los hombres, no como Dios”. Solo entrando en la dinámica de la trascendencia, podemos descubrir el sentido de las bienaventuranzas. Solo descubriendo lo que hay de Dios en mí, podremos darnos cuenta de nuestra verdadera meta.
Tenemos al alcance de la mano lo que nos puede hacer felices, pero no nos damos cuenta, porque ponemos nuestra felicidad en otra cosa. El tesoro está en nuestro campo, pero no lo hemos descubierto, y lo estamos buscando fuera.
Para que una persona sea dichosa le tenemos que dar aquello que considera el valor supremo para ella. Tenga lo que tenga, si no lo percibe como valor absoluto, no le hará feliz. Por eso el primer paso tiene que ser el descubrir ese valor supremo y, después, darnos cuenta que ya lo tenemos.
Con esta perspectiva, las bienaventuranzas no son un sí de Dios a la pobreza y al sufrimiento, sino un rotundo no de Dios a las situaciones de injusticia, asegurando a los pobres lo más grande que pudieran esperar, el amor de Dios. En Él los pobres pueden esperar, tener confianza. No para un futuro lejano, sino ya, aquí y ahora.
Lucas, a continuación de las bienaventuranzas, pone los ¡Ay de vosotros...! Puede ser bienaventurado el que llora, pero nunca el que hace llorar. Puede ser feliz el que pasa hambre, pero no el que tiene la culpa del hambre de los demás.
Buscar la salvación en las riquezas o en las seguridades terrenas, es la mejor prueba de que no se ha descubierto el verdadero ser, el amor de Dios. Sin descubrir y vivir lo verdaderamente valioso, no puede haber felicidad. Las bienaventuranzas quieren decir, que, aún en las peores circunstancias de vida que podamos imaginar, las posibilidades de ser en plenitud, nadie puede arrancárselas.
En la celebración de este día, no tenemos que pensar en los “santos” canonizados, ni en los que desarrollaron virtudes heroicas, sino en todos los hombres que descubrieron la marca de lo divino en ellos, que les empuja a mayor humanidad. No se trata de celebrar los méritos de personas extraordinarias, sino de reconocer la presencia de Dios que es el único Santo, en cada uno de nosotros. El merito será siempre de Dios.

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