Publicado por Fundación Epsilón
Fuera del campamento, fuera de la sociedad estaban obligados a vivir los leprosos en Palestina. Jesús no acató tal ley y recuperó para la sociedad a un leproso. Fuera de la sociedad, fuera de la comunidad, viven hoy muchos hombres y mujeres: ¿qué leyes habrá que saltarse para que puedan reintegrarse a la vida común .
IMPUROS
El concepto de impureza en la religión judía era mucho más amplio que el nuestro: era impuro todo lo relacionado con la muerte, la actividad sexual (incluso en los casos en los que no se consideraba pecado), las enfermedades de la piel y algunos animales (el cerdo, las serpientes...). Las personas que contraían impureza no podían participar en las celebraciones religiosas, a excepción de los ritos que servían para recobrar la pureza, pues eran consideradas repugnantes para Dios. (El libro del Levítico dedica cinco largos capítulos, del 11 al 15, a describir las distintas impurezas y los correspondientes ritos de purificación.) Algunas de las cosas impuras se consideraban así, originariamente, por razones de higiene (por ejemplo, el cerdo se empezó a considerar un animal impuro porque transmitía con frecuencia una enfermedad, la triquinosis, que provocaba la muerte; como no sabían explicar estas muertes, se concluyó que el cerdo era un animal repugnante a Dios, impuro; la muerte se interpretaba como el castigo de Dios por haber comido un animal que él consideraba repugnante. En el caso de la lepra, nombre que se daba a todas las enfermedades de la piel, debió de influir, además de su aspecto repulsivo, en el miedo al contagio); en otros casos, el origen estaba en lo misterioso o inexplicable para el hombre primitivo de ciertos fenómenos (la transmisión de la vida, por ejemplo); al final se acabó dando a todo un sentido religioso. En tiempos de Jesús, este punto de vista religioso y ritual se había impuesto a todos los demás, llegando a la más ridícula exageración: no sólo era impuro el que padecía una enfermedad en la piel, sino todo aquel que entraba en contacto con él de cualquier manera (incluso el que tocaba a un leproso para curarle las heridas, y según algunos, se contraía impureza sólo con pasar bajo la misma sombra, por ejemplo, la sombra de un árbol, que en ese momento estuviera cobijando a un leproso). Por supuesto, eran considerados impuros todos los pecadores y todos los paganos.
MARGINADOS POR LA LEY
En el caso de los leprosos, estaba prescrito por la Ley de Moisés que éstos tenían que vivir fuera de los pueblos y ciudades, y si se acercaban a un lugar habitado o se cruzaban con alguien en el camino, estaban obligados a gritar manifestando su condición de impuros para evitar que alguien se les acercase: «El que haya sido declarado enfermo de lepra, andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: «¡Impuro, impuro!" Mientras le dure la lepra, seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento» (Lv 13,45-46). Además, según la mentalidad de la época, cualquier sufrimiento, cualquier enfermedad que pudiera padecer una persona, se consideraba un castigo de Dios por el pecado. De la precaución higiénica o médica se había pasado a la marginación social justificada con argumentos religiosos. Con ello, los que estaban sanos no sólo se podían desentender tranquilamente de los enfermos, sino que también podían presumir de buenos.
LA VIDA VENCE A LA LEY
Se le acercó un leproso, se puso de rodillas y le suplicó con estas palabras:
-Si quieres, puedes limpiarme.
Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
-Quiero, queda limpio.
Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
El leproso del evangelio, al acercarse a Jesús, está ya violando la ley (no tenía derecho a relacionarse con los demás, ni siquiera para buscar su salud). Pero es que Jesús, permitiéndole acercarse a él y tocándolo, también viola la ley, según la cual, en ese mismo instante, Jesús queda contaminado de impureza. Pero lo que sucede es exactamente lo contrario de lo que decía la ley: el leproso queda limpio, queda puro, queda curado de su enfermedad. El amor de Jesús, su interés por la felicidad de sus semejantes, libró de la enfermedad y de la marginación al leproso. La vida venció a la ley y Jesús le quitó a la enfermedad su sentido de castigo divino. Y, además, el gesto de Jesús se convierte en denuncia de una religión que ni sirve para poner a los hombres bien con Dios ni ayuda a los hombres a relacionarse armónicamente entre ellos, sino que es causa de la marginación y el abandono de los que más necesitados están de solidaridad y de ternura, y que, para colmo, echa la culpa a Dios de tal marginación.
En nuestra sociedad y en nuestra Iglesia aún se dan muchos casos de marginación. Y muchos de estos casos se siguen justificando en nombre de Dios. ¿No se ha llegado a decir -¡por gente seria!- que el SIDA es un castigo de Dios por nuestros muchos pecados? ¿No se repite en el caso de los enfermos del SIDA la marginación que sufrieron los leprosos en otras épocas? ¿No preferimos considerar malos, pecadores, a ciertos grupos de personas drogadictos, prostitutas, chorizos- antes que luchar contra la verdadera causa de esas situaciones, que es una organización social injusta? ¿No se desprecia a los curas que se han enamorado y se han casado y se les impide no ya que celebren la eucaristía, sino incluso que den clases de religión? ¿Qué respuesta damos en la comunidad cristiana a los divorciados, a los homosexuales, a las madres solteras? ¿La rígida aplicación de la ley por encima de la única ley válida, el mandamiento del amor? ¿La marginación? ¿Quiénes son los verdaderos pecadores, los marginados o los marginadores? ¿A quiénes tendería su mano Jesús: a los impuros o a los puritanos? Una vez curado aquel leproso, Jesús lo mandó al sacerdote, y no para que cumpliera las prescripciones establecidas por la Ley (Lv 14,1-32), sino para dejar constancia de cuáles eran las consecuencias de la marginación y cuáles las del amor: «... ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste.»
IMPUROS
El concepto de impureza en la religión judía era mucho más amplio que el nuestro: era impuro todo lo relacionado con la muerte, la actividad sexual (incluso en los casos en los que no se consideraba pecado), las enfermedades de la piel y algunos animales (el cerdo, las serpientes...). Las personas que contraían impureza no podían participar en las celebraciones religiosas, a excepción de los ritos que servían para recobrar la pureza, pues eran consideradas repugnantes para Dios. (El libro del Levítico dedica cinco largos capítulos, del 11 al 15, a describir las distintas impurezas y los correspondientes ritos de purificación.) Algunas de las cosas impuras se consideraban así, originariamente, por razones de higiene (por ejemplo, el cerdo se empezó a considerar un animal impuro porque transmitía con frecuencia una enfermedad, la triquinosis, que provocaba la muerte; como no sabían explicar estas muertes, se concluyó que el cerdo era un animal repugnante a Dios, impuro; la muerte se interpretaba como el castigo de Dios por haber comido un animal que él consideraba repugnante. En el caso de la lepra, nombre que se daba a todas las enfermedades de la piel, debió de influir, además de su aspecto repulsivo, en el miedo al contagio); en otros casos, el origen estaba en lo misterioso o inexplicable para el hombre primitivo de ciertos fenómenos (la transmisión de la vida, por ejemplo); al final se acabó dando a todo un sentido religioso. En tiempos de Jesús, este punto de vista religioso y ritual se había impuesto a todos los demás, llegando a la más ridícula exageración: no sólo era impuro el que padecía una enfermedad en la piel, sino todo aquel que entraba en contacto con él de cualquier manera (incluso el que tocaba a un leproso para curarle las heridas, y según algunos, se contraía impureza sólo con pasar bajo la misma sombra, por ejemplo, la sombra de un árbol, que en ese momento estuviera cobijando a un leproso). Por supuesto, eran considerados impuros todos los pecadores y todos los paganos.
MARGINADOS POR LA LEY
En el caso de los leprosos, estaba prescrito por la Ley de Moisés que éstos tenían que vivir fuera de los pueblos y ciudades, y si se acercaban a un lugar habitado o se cruzaban con alguien en el camino, estaban obligados a gritar manifestando su condición de impuros para evitar que alguien se les acercase: «El que haya sido declarado enfermo de lepra, andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: «¡Impuro, impuro!" Mientras le dure la lepra, seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento» (Lv 13,45-46). Además, según la mentalidad de la época, cualquier sufrimiento, cualquier enfermedad que pudiera padecer una persona, se consideraba un castigo de Dios por el pecado. De la precaución higiénica o médica se había pasado a la marginación social justificada con argumentos religiosos. Con ello, los que estaban sanos no sólo se podían desentender tranquilamente de los enfermos, sino que también podían presumir de buenos.
LA VIDA VENCE A LA LEY
Se le acercó un leproso, se puso de rodillas y le suplicó con estas palabras:
-Si quieres, puedes limpiarme.
Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
-Quiero, queda limpio.
Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
El leproso del evangelio, al acercarse a Jesús, está ya violando la ley (no tenía derecho a relacionarse con los demás, ni siquiera para buscar su salud). Pero es que Jesús, permitiéndole acercarse a él y tocándolo, también viola la ley, según la cual, en ese mismo instante, Jesús queda contaminado de impureza. Pero lo que sucede es exactamente lo contrario de lo que decía la ley: el leproso queda limpio, queda puro, queda curado de su enfermedad. El amor de Jesús, su interés por la felicidad de sus semejantes, libró de la enfermedad y de la marginación al leproso. La vida venció a la ley y Jesús le quitó a la enfermedad su sentido de castigo divino. Y, además, el gesto de Jesús se convierte en denuncia de una religión que ni sirve para poner a los hombres bien con Dios ni ayuda a los hombres a relacionarse armónicamente entre ellos, sino que es causa de la marginación y el abandono de los que más necesitados están de solidaridad y de ternura, y que, para colmo, echa la culpa a Dios de tal marginación.
En nuestra sociedad y en nuestra Iglesia aún se dan muchos casos de marginación. Y muchos de estos casos se siguen justificando en nombre de Dios. ¿No se ha llegado a decir -¡por gente seria!- que el SIDA es un castigo de Dios por nuestros muchos pecados? ¿No se repite en el caso de los enfermos del SIDA la marginación que sufrieron los leprosos en otras épocas? ¿No preferimos considerar malos, pecadores, a ciertos grupos de personas drogadictos, prostitutas, chorizos- antes que luchar contra la verdadera causa de esas situaciones, que es una organización social injusta? ¿No se desprecia a los curas que se han enamorado y se han casado y se les impide no ya que celebren la eucaristía, sino incluso que den clases de religión? ¿Qué respuesta damos en la comunidad cristiana a los divorciados, a los homosexuales, a las madres solteras? ¿La rígida aplicación de la ley por encima de la única ley válida, el mandamiento del amor? ¿La marginación? ¿Quiénes son los verdaderos pecadores, los marginados o los marginadores? ¿A quiénes tendería su mano Jesús: a los impuros o a los puritanos? Una vez curado aquel leproso, Jesús lo mandó al sacerdote, y no para que cumpliera las prescripciones establecidas por la Ley (Lv 14,1-32), sino para dejar constancia de cuáles eran las consecuencias de la marginación y cuáles las del amor: «... ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste.»
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