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jueves, 22 de marzo de 2012

Comentario al Evangelio del Domingo 25 de Marzo del 2012


Por José María Vegas, cmf

Quisiéramos ver a Jesús

La fama de Jesús, al parecer, ha trascendido fronteras. No sólo las gentes de Galilea y Judea, y también las de la mestiza Samaria y las de los territorios circundantes a Palestina, sino incluso gentes extranjeras que han venido de lejos, “unos griegos”, han oído hablar de Jesús y expresan su deseo de verle.

Llama la atención, en primer lugar, la “burocracia” que provoca la petición: en vez de dirigirse directamente a Jesús, tienen que utilizar una red de intermediarios. Tal vez su condición de extranjeros les llevó a dirigirse a Felipe. El Evangelio especifica que “era de Betsaida”, una ciudad de frontera. El nombre de Felipe es también el de uno de los diáconos elegidos para el grupo de origen helenista y que evangeliza al funcionario etíope en el camino desértico de Gaza, y también en Samaria. Es, pues, un nombre que habla de apertura a lo distinto; de ahí, tal vez, que fuera por medio de este Felipe Apóstol como aquellos griegos trataron de cumplir su deseo. Del intermediario Felipe la petición se pasa a uno del círculo más cercano y, por fin, los dos se la hacen llegar a Jesús.

Un segundo detalle de la petición es el modo de expresarla: “quisiéramos…” Suena a “nos gustaría…” Jesús era un hombre que llamaba la atención: su modo de hablar, el contenido novedoso de su doctrina, los signos maravillosos que acompañaban al mensaje. Es normal que los visitantes y los peregrinos oyeran hablar de Él y eso suscitara el deseo de verle, escucharle, encontrarse con él, sea por mera curiosidad, o por la posibilidad de ver hechos extraordinarios, tal vez por el deseo de escuchar una nueva doctrina (eran, al fin y al cabo, griegos) o por un motivo más profundo. El Evangelio no nos informa de ello.

Llama inmediatamente la atención la extraña respuesta de Jesús, que parece que se sale por la tangente. Pero, en realidad, lo que dice tiene pleno sentido. Ver a Jesús no es ver a un predicador, a un profeta, a un milagrero, al fundador de una filosofía nueva. El que quiera ver todo eso deberá dirigirse a otros lugares, a otros maestros. Si se quiere ver a Jesús hay que mirar a la Cruz. No hay otro modo de concertar una entrevista: el dónde (el Gólgota) viene marcado por el cuándo: ha llegado la hora. Es la hora de la glorificación, que es el modo en que Juan expresa, al mismo tiempo, la muerte (la derrota, el sufrimiento, la ignominia) y la resurrección (el triunfo de la vida, del perdón y la reconciliación).

Jesús se refiere con fuerza a lo inevitable de esa cita: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. Es así: la predicación, las parábolas, los encuentros, los signos extraordinarios, todo lo que Jesús ha hecho y realizado, y que parece que debería llevar a la victoria del reconocimiento, la aceptación y la fundación del Nuevo Pueblo de Dios, en el que la ley estará escrita en los corazones y no en tablas de piedra… exige por el contrario un final en apariencia trágico de derrota y muerte. Pero sólo así es posible que todo lo anterior, palabras, encuentros y milagros den fruto. La voz del cielo, que suena por nosotros, dice que pese a la aparente derrota de Jesús en la cruz, Dios está con Él.

Para “ver” a Jesús de manera fecunda, salvadora, hay que ir más allá de la curiosidad, del deseo ver milagros, o de escuchar doctrinas nuevas, o de descubrir nuevos valores morales y religiosos… Todo eso es insuficiente. Porque palabras y hechos, doctrina y milagros van, en este caso, indisolublemente ligados a la persona misma de Jesús: es Él mismo el centro del mensaje, pues es Él la encarnación de la Palabra, la expresión hecha carne y sangre del amor de Dios para con los hombres. Por eso, sería contradictorio que se quedara todo en mera doctrina (por muy sublime que sea) y en gestos maravillosos (por muy milagrosos que se nos antojen): lo que Jesús anuncia y encarna es un amor más fuerte que la muerte, que sólo dará fruto si pasa por el crisol de la muerte, esa realidad al parecer definitiva que encarna el triunfo del mal y del pecado.

En Cristo la muerte en Cruz, por amor y libremente asumida, se convierte en una glorificación, en la prueba y la manifestación del triunfo del amor sobre la muerte.

Si queréis ver a Jesús mirad, pues, al Crucificado. Ya no hay tiempo para otras citas. Ha llegado su hora.

¿Qué sentido tiene todo esto para nuestra vida personal y para nuestra vida cristiana? En la vida de todo hombre, de un modo u otro, se hace presente la cruz. No es que haya que buscarla. Siempre se hace presente. Y son esos momentos los que ponen a prueba la autenticidad de unas convicciones y de unos valores, es decir, la fecundidad de una vida. Si uno, por ejemplo, se dedica a las cosas de la Iglesia (a la catequesis, al apostolado y la predicación o a las obras de solidaridad y ayuda a los necesitados), todo eso, que, en sí mismo está muy bien, puede quedar sin fruto, si a la hora de la verdad, uno no acepta la Cruz (que puede tener mil rostros: falta de éxito o reconocimiento, a veces conflictos con los más cercanos, con la misma Iglesia). Porque sólo ahí, en la Cruz aceptada, se identifica uno de verdad y hasta el final con Cristo. De otro modo, todo lo realizado, con estar muy bien, puede quedarse en una prédica moral o una actividad altruista, pero sin llegar a ese momento cumbre en el que el amor se hace carne y sangre y pide, de un modo u otro, dar la vida; o, por decirlo de otro modo, uno puede trabajar por el Reino, dar su tiempo y sus capacidades, y, al mismo tiempo, estar salvaguardando para sí la propia vida (exigiendo, por ejemplo, reconocimiento, éxito o estatus), en vez de darla.

Algo similar sucede en las otras vocaciones cristianas. El matrimonio, por ejemplo. El proyecto de vida en común basado en un amor humano elevado a sacramento y, por tanto, signo y realidad de la presencia de Cristo, no es un camino de rosas. Las crisis, el cansancio, las limitaciones de uno y otra, con frecuencia las ofensas, los disgustos que dan los hijos… son formas variadas en que la Cruz se hace presente y nos pone a prueba. La fidelidad, la perseverancia, los elementos, tal vez, grises, de un amor verdadero tienen también un componente de Cruz, que, si no se aceptan, pueden dar al traste con una relación humanamente muy bien cimentada. La fidelidad “hasta la muerte” no es sólo una referencia cronológica (“hasta que la muerte nos separe”), sino la voluntad y la confianza de establecer un vínculo más fuerte que la muerte: en Cristo, realmente, ni la muerte nos separa, porque en la muerte en Cruz (en el amor hasta dar la vida), la vida entregada se hace fecunda y da fruto. Es ahí, precisamente, donde la ley se nos graba en el corazón.

Además de las cruces personales, están las otras, las presencias vivas de los que viven en el sufrimiento y del lado de los cuales se ha puesto Jesús, haciéndose uno de ellos. También en esa dirección hay que mirar para verlo, aceptarlo y servirle.

No es pues sólo cosa de doctrina o de trabajo, sino también de seguimiento, de “estar allí donde está Él”. Ya sabemos dónde.

Aquellos griegos que querían ver a Jesús probablemente fueron testigos de los acontecimientos que se desencadenaron inmediatamente después: estamos en la quinta semana de Cuaresma, al borde ya de la Semana Santa. Este domingo habla siempre de muerte y de vida: de cómo la muerte se transforma en vida, de cómo la vida vence a la muerte. Jesús, elevado sobre la tierra se hizo bien visible y accesible para todos. Griegos y judíos, buenos y malos, lejanos y cercanos… todos pueden verle, a todos atrae hacia sí.

Si en alguna ocasión alguien (pongamos, “unos griegos”) nos dicen que quisieran ver a Jesús (conocerlo, saber de Él, descubrirlo entre nosotros, en la Iglesia), podemos hablarles de sus palabras y obras (de la doctrina cristiana, de los sacramentos y las obras de caridad), pero no deberemos omitir ese momento clave, el de la hora decisiva, el de la Cruz, como el lugar de la plenitud de un amor hasta la muerte, que derriba fronteras, atrae a todos y da frutos de vida nueva.

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