Publicado por Entra y Verás
Se han abierto por fin los horizontes de la esperanza y la alegría sin medida inunda la Iglesia y, por tanto, la vida de los seguidores de Jesús. Estamos ante el acontecimiento central que tiene que vertebrar nuestra forma de afrontar la vida. Tenemos que esbozar siempre una sonrisa, no hay excusa para lo contrario, pues Jesús "nos ha devuelto de nuevo a la vida":
«Quiero un mundo nuevo / mi corazón no lo compra el dinero / quiero palmas que acompañen a mi alma / Haces que se vaya mi melancolía / me devuelves de nuevo a la vida / tu haces que se vaya mi melancolía / me devuelves de nuevo a la vida / me devuelves de nuevo a la vida / Resurrección».
Con este pedazo de una canción de Amaral me ha parecido bien comenzar esta reflexión, que quiero compartir con vosotros en este primer domingo de Pascua, en el que nos encontramos “encendidos” del cirio pascual, prendidos de una luz que ha ahogado las tinieblas, que ha apartado para siempre los nubarrones. La resurrección es el acontecimiento central y primero, el que da verdadero sentido a lo que hemos venido celebrando desde la tarde noche del Jueves santo. Nuestra fe no está asentada sobre un castillo de naipes, ni sobre un código de normas y prohibiciones o una letanía de lamentos; está asentada sobre un crucificado inocente a quien Dios resucita. Esa es razón de más para que no podamos borrar la sonrisa de los labios. Sea cual fuere la experiencia vital que en estos momentos nos acompañe, tenemos que estar alegres. No se puede celebrar la resurrección con cara de fiambre y traje de luto permanente.
Hace unos cuantos años, en un libro que quizá muchos habréis leído, Razones para la alegría, José Luis Martín Descalzo lanzaba una pregunta fundamental que servia de subtítulo: ¿Cristianos qué habéis hecho del gozo que os dieron hace dos mil años? Puede que lo hayamos escondido, porque lo vivo nos da miedo, es peligroso, inesperado. A Dios le ha caído un buen castigo, pobrecito, me recuerda al padre de un adolescente que se deshace por complacer a su hijo y nunca acierta. Nos regala un mundo lleno de posibilidades; sólo exige de nosotros confianza; es más, hace que no temamos a la muerte demostrándonos que Él está al otro lado sosteniéndonos, y nosotros, en vez de vivir alegres y sentirnos agradecidos, nos arrastramos por la vida sin hacer demasiado ruido para no molestarlo, con cara de pocos amigos o de almas en pena, preocupándonos sólo de nuestros asuntos y pidiéndole que haga cosas que son imposibles. Nos ha dicho que nos quiere ver felices, que disfrutemos de la vida, eso sí sin perjudicarnos ni perjudicar a nadie. Ni más ni menos. La vida sin buscar la felicidad no es cristiana, ni evangélica, ni pía, ni nada. La vida sin resurrección es un infierno, una tomadura de pelo; la cruz sin resurrección un escándalo que podrá llenar muchos lampadarios, reunir muchos devotos pero que sin este después que hoy celebramos no deja de ser un patíbulo ignominioso e inexplicable.
Jesús resucitado, haces que se vaya mi melancolía, me devuelves de nuevo a la vida. Eso mismo podían haber cantado las mujeres que acudieron al sepulcro de madrugada. Madrugan porque están inquietas, porque no pueden parar de pena, pero al llegar al sepulcro se ven sorprendidas porque no encuentran lo que buscan pero se abren a lo nuevo y corren a comunicarlo. Seamos jóvenes o viejos me parece que nosotros hace tiempo que dejamos de salir corriendo de una iglesia para anunciar lo que hemos celebrado. Nos gusta más excavar buscando sepulcros que abrirnos a la novedad de esta alegría desbordante que anuló la melancolía de aquellas mujeres. La palabra de las mujeres no era creíble, pero era cierta. Éste es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo, a quienes viven en la novedad y el dinamismo del resucitado; a quienes lo reclaman desde el sufrimiento y el dolor; a quienes viven esperanzados, mientras nosotros nos pasamos el día dando pataletas, a quienes intentan abrir caminos de felicidad, tejer senderos de alegría… Parece que es mejor, y políticamente correcto, seguir durmiendo, y oliendo a alcanfor, ahogándonos en la sospecha de quien dice que se puede amar a Dios y ser feliz y disfrutar de la vida sin complejos ni ñoñerías. Los cristianos tenemos que despertarnos de una vez, para recuperar la alegría que hemos perdido; tenemos que madrugar, para dejar de buscar a Jesús entre las esquelas y anunciar a los cuatro vientos que está vivo. Necesitamos el aire fresco que brotó del sepulcro.
Jesús resucitado, como canta Amaral, nos devuelve de nuevo a la vida, a la felicidad, al gozo, a la esperanza de que está luz no pude apagarse. Ojalá seamos capaces de avivar cada día el fuego de la alegría entre aquellos con los que convivimos. Será la mejor manera de anunciar que hemos salido del sepulcro, que ya no olemos a muerto, que vivimos de una buena noticia: Resurrección.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
«Quiero un mundo nuevo / mi corazón no lo compra el dinero / quiero palmas que acompañen a mi alma / Haces que se vaya mi melancolía / me devuelves de nuevo a la vida / tu haces que se vaya mi melancolía / me devuelves de nuevo a la vida / me devuelves de nuevo a la vida / Resurrección».
Con este pedazo de una canción de Amaral me ha parecido bien comenzar esta reflexión, que quiero compartir con vosotros en este primer domingo de Pascua, en el que nos encontramos “encendidos” del cirio pascual, prendidos de una luz que ha ahogado las tinieblas, que ha apartado para siempre los nubarrones. La resurrección es el acontecimiento central y primero, el que da verdadero sentido a lo que hemos venido celebrando desde la tarde noche del Jueves santo. Nuestra fe no está asentada sobre un castillo de naipes, ni sobre un código de normas y prohibiciones o una letanía de lamentos; está asentada sobre un crucificado inocente a quien Dios resucita. Esa es razón de más para que no podamos borrar la sonrisa de los labios. Sea cual fuere la experiencia vital que en estos momentos nos acompañe, tenemos que estar alegres. No se puede celebrar la resurrección con cara de fiambre y traje de luto permanente.
Hace unos cuantos años, en un libro que quizá muchos habréis leído, Razones para la alegría, José Luis Martín Descalzo lanzaba una pregunta fundamental que servia de subtítulo: ¿Cristianos qué habéis hecho del gozo que os dieron hace dos mil años? Puede que lo hayamos escondido, porque lo vivo nos da miedo, es peligroso, inesperado. A Dios le ha caído un buen castigo, pobrecito, me recuerda al padre de un adolescente que se deshace por complacer a su hijo y nunca acierta. Nos regala un mundo lleno de posibilidades; sólo exige de nosotros confianza; es más, hace que no temamos a la muerte demostrándonos que Él está al otro lado sosteniéndonos, y nosotros, en vez de vivir alegres y sentirnos agradecidos, nos arrastramos por la vida sin hacer demasiado ruido para no molestarlo, con cara de pocos amigos o de almas en pena, preocupándonos sólo de nuestros asuntos y pidiéndole que haga cosas que son imposibles. Nos ha dicho que nos quiere ver felices, que disfrutemos de la vida, eso sí sin perjudicarnos ni perjudicar a nadie. Ni más ni menos. La vida sin buscar la felicidad no es cristiana, ni evangélica, ni pía, ni nada. La vida sin resurrección es un infierno, una tomadura de pelo; la cruz sin resurrección un escándalo que podrá llenar muchos lampadarios, reunir muchos devotos pero que sin este después que hoy celebramos no deja de ser un patíbulo ignominioso e inexplicable.
Jesús resucitado, haces que se vaya mi melancolía, me devuelves de nuevo a la vida. Eso mismo podían haber cantado las mujeres que acudieron al sepulcro de madrugada. Madrugan porque están inquietas, porque no pueden parar de pena, pero al llegar al sepulcro se ven sorprendidas porque no encuentran lo que buscan pero se abren a lo nuevo y corren a comunicarlo. Seamos jóvenes o viejos me parece que nosotros hace tiempo que dejamos de salir corriendo de una iglesia para anunciar lo que hemos celebrado. Nos gusta más excavar buscando sepulcros que abrirnos a la novedad de esta alegría desbordante que anuló la melancolía de aquellas mujeres. La palabra de las mujeres no era creíble, pero era cierta. Éste es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo, a quienes viven en la novedad y el dinamismo del resucitado; a quienes lo reclaman desde el sufrimiento y el dolor; a quienes viven esperanzados, mientras nosotros nos pasamos el día dando pataletas, a quienes intentan abrir caminos de felicidad, tejer senderos de alegría… Parece que es mejor, y políticamente correcto, seguir durmiendo, y oliendo a alcanfor, ahogándonos en la sospecha de quien dice que se puede amar a Dios y ser feliz y disfrutar de la vida sin complejos ni ñoñerías. Los cristianos tenemos que despertarnos de una vez, para recuperar la alegría que hemos perdido; tenemos que madrugar, para dejar de buscar a Jesús entre las esquelas y anunciar a los cuatro vientos que está vivo. Necesitamos el aire fresco que brotó del sepulcro.
Jesús resucitado, como canta Amaral, nos devuelve de nuevo a la vida, a la felicidad, al gozo, a la esperanza de que está luz no pude apagarse. Ojalá seamos capaces de avivar cada día el fuego de la alegría entre aquellos con los que convivimos. Será la mejor manera de anunciar que hemos salido del sepulcro, que ya no olemos a muerto, que vivimos de una buena noticia: Resurrección.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
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