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miércoles, 4 de abril de 2012

Jueves Santo (Jn 13, 1-15) - ciclo B: Nos ha dejado en herencia el servicio



Es difícil definir la atmósfera que caracteriza a la cena de despedida. Incluso porque se confunden en ella diversos elementos en contraste entre sí.

Intimidad, dulzura, manifestación de un amor que llega al último extremo («hasta el fin») y que encuentra expresiones siempre nuevas y asombrosas. Pero también dudas, vacilaciones, miedos, traiciones, declaraciones de fidelidad demasiado grandilocuentes para no resultar sospechosas. Discursos en los que se entremezcla el cariño y la amargura. Confianza y quejas. Cercanía e incomprensión. Humildad y presunción. Calor y hielo. Silencio cargado de ternura y silencio embarazoso. Luz y oscuridad. Unión con el Maestro, que domina la escena, y «dispersión», unidad que se rompe muy pronto (y no sólo con la salida de Judas en la «noche»).

Siempre pasa lo mismo cuando nosotros andamos de por medio y nos refugiamos inevitablemente en nuestras contradicciones, ambigüedades y complicaciones. Impulsos y retrocesos. Destellos de luz y sombras preocupantes. Entrega y reservas. Coraje y cobardía.

Incluso en el momento decisivo conseguimos ser «múltiples», divididos, dobles. Hacemos opciones... evasivas. Tomamos compromisos solemnes sin comprometemos de veras. Pretendemos acercarnos... huyendo. «Nos encontramos» en el cenáculo, junto a él, pero apenas salimos, nadie nos reconoce.

El jueves santo quizás sea esto. El, que una vez más se pone totalmente en nuestras manos. Y nosotros que no nos atrevemos nunca a darnos «del todo».

«...Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos...».

Hubiéramos esperado un gesto clamoroso de poder, un último milagro grandioso, en donde anclar definitivamente, gloriosamente, nuestro recuerdo de él. Pero en aquellas manos encontramos un jarro de agua, una palangana y una toalla.

Sus manos no se, ocupan de hacer un prodigio espectacular, sino de ponerse una toalla a la cintura y lavar los pies de sus discípulos. Aquellos pies que habrían de caminar por los caminos del mundo a llevar la «buena nueva». Por tanto, unos pies lavados de antemano en previsión del cansancio, del polvo y del barro que habrían de recoger. Unos pies, «consagrados» con vistas al anuncio.

Se ofrece al discípulo la misma posibilidad inaudita. Darse cuenta de que el Padre lo ha puesto todo en sus manos, de manera que puede tranquilamente renunciar al poder, al dominio, y queda libre de usar las manos solamente para servir.

Solamente en estas condiciones podremos dar a besar nuestras manos sin enrojecer. Unas manos que no han acaparado nada. Unas manos que no han ahogado a nadie. Unas manos que no arañan, que no amenazan, que no esconden. Unas manos que no mendigan aplausos.

Antes de dar a besar nuestras manos, procuremos que estén limpias gracias al «lavado de pies» asiduo y concreto de los demás. Comprobemos si se han borrado cuidadosamente todas las señales de prestigio.

El jueves santo, Cristo, sacerdote de la nueva alianza, nos demostró sin lugar a equívocos que las manos están consagradas para el servicio.


«...¿Comprendéis lo que he hecho?»

Si lo tradujésemos al pie de la letra, tendríamos que decir: «lo que os he dejado hecho». En efecto, el tiempo del verbo expresa una acción que permanece, que continúa.

Jesús intenta conferir a su gesto un significado y un valor permanente para los suyos.

No se trata solamente de recordar aquella acción. Sino de prolongarla, de mantenerla en vigor.

Si se interrumpe ese gesto, se viene abajo la comunidad fundada por Cristo.

Jesús no nos ha dejado sólo la Eucaristía. Nos ha dejado también el lavatorio de los pies.

Podemos decir: la Eucaristía y su consecuencia inevitable.

Jesús nos ha dejado en herencia un jarro, una palangana y una toalla (y no ciertamente para que sirvan de adorno o para exponerlas en un museo de recuerdos).

Por consiguiente, también el lavatorio de los pies es en cierto sentido un «memorial». Una realidad que recordar y actualizar. Una realidad eficaz, Una realidad que asegura la presencia del Señor en medio de nosotros.

El jarro, la palangana y la toalla son nuestros instrumentos de trabajo, las herramientas de nuestro oficio.

Hace algún tiempo, un obispo valiente propuso que los sacerdotes, en vez de reclamarlos «derechos de estola», reclamasen los «deberes del delantal». Me parece que esta sugerencia no obtuvo una acogida entusiasta.

Sin embargo, «ese jarro está expuesto a nuestro sacrilegio no menos que la misma Eucaristía» (monseñor Tonino Bello).

El sacrilegio, como es lógico, consiste en dejarlo allí, como objeto de veneración, sin utilizarlo.

¿Cuándo «entenderemos» que es el servicio lo que nos purifica?

¿Cuándo nos daremos cuenta de que lo que «dejó hecho» es algo que «hay que hacer»?

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