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sábado, 9 de junio de 2012

X Dgo del T.O. (Mc 14, 12-16.22-26) Corpus Christi- Ciclo B: El pan que se convierte en semilla

Por A. Pronzato

Ganas de soñar

¿No os ha ocurrido jamás, en la iglesia, sentiros atrapados por el deseo de soñar? Aclaremos las cosas: no de dormir sino de soñar, que es muy distinto. No sabría precisar si se trata de un deseo legítimo, o de una tentación.
Me pasó el domingo. Y he consentido inmediatamente, antes incluso de las lecturas. He soñado, durante unos minutos, en las hermosas, grandiosas procesiones del día de Corpus de hace unos años, con un alborozo de flores y de colores, las sábanas bordadas colgadas en los balcones, los angelitos con sus alas rígidas, el perfume del incienso, y el cura, sudoroso, que sostenía la custodia, pesada y preciosa, bajo el palio, mientras la gente cantaba a voz en grito: «Cantemos al amor de los amores...».

Pero después comenzó la predicación, y he tenido, de mala gana, que interrumpir el sueño. Nuestro párroco ha arrancado inmediatamente con un ataque frontal, planteando algunas preguntas provocadoras. ¿Cómo es posible que, después de tantas comuniones, después de años y años de participación eucarística, permanezcamos con los mismos defectos y no cambie nada en nuestras vidas? ¿cómo es posible que, después de tantas eucaristías celebradas juntos, la vida de la comunidad parroquial no se desarrolle, no se haga más verdadera, intensa, significativa? ¿existe una diferencia, perceptible para los demás, el día en que no participamos de la eucaristía?

Y terminó su diagnosis descarnada, con esta observación: evidentemente algo no funciona en nuestra manera de concebir la eucaristía, de celebrarla, y sobre todo de vivirla.

Después ha propuesto a nuestra reflexión los «siete verbos» característicos de la eucaristía (he logrado completar la lista, recurriendo a mi ya mala memoria y también a la ayuda de los hijos): tener hambre, compartir la mesa, recordar, entregarse, anticipar, tragar a Jesús (y, en este momento, a la señorita Evelina seguramente le ha dolido la garganta), bendecir.

Se ha detenido sobre todo en el verbo «entregarse», que resulta extraño respecto a nuestra cultura y mentalidad, en las que se conjugan precisamente los opuestos: apropiarse, conservar, retener, acumular, poseer, administrarse. Acostumbrados como estamos a la lógica del cálculo, de la medida y de la cautela, no es fácil entrar en la lógica de la eucaristía, que es la lógica del don (don no sólo de cosas, sino de sí), del perder, del no pertenecerse.

Muy hermosa también la interpretación del verbo «anticipar». Lo ha explicado más o menos así: La eucaristía nos revela cómo deberá ser el futuro: una humanidad reconciliada y fraterna; una mesa para todos, sobre la que circularán el pan y la palabra; una comunidad reunida en torno al Resucitado, participando en su vida. «Acercándose a ella a partir de la experiencia dolorosa de un mundo dividido y fragmentado, nuestra esperanza se rehace al celebrar, anticipadamente la realización del sueño de Dios sobre el mundo».

Y ha añadido: Vivir la eucaristía como anticipación significa imaginarse el mundo tal como el Padre lo quiere, y volver a la vida ordinaria con más capacidad para perdonar, más determinados a trabajar para ensanchar los espacios en los que cada hombre y cada mujer reencuentren su puesto en torno a la mesa común, más dispuestos a ser pan compartido y presencia real del amor de Dios por los últimos.

En cuanto al verbo «tragar» (indigesto, con toda evidencia, para la señorita Evelina), ha dicho: es fácil para nosotros sacar la lengua y tender la mano para comulgar y tragar el pan, e inmediatamente después volver a nuestro lugar con una postura más o menos recogida y, en la mejor de las hipótesis, dar gracias.

Sería bueno, al menos alguna vez, sustituir «comulgar» por «tragar», «engullir», para caer en la cuenta de lo que significa engullir su mentalidad, tener los mismos sentimientos de Jesucristo, sus preferencias, sus opciones prioritarias, su estilo de vida, su modo de pensar y de actuar.

Es cuestión de tragar el mensaje y las paradojas evangélicas, las exigencias «imposibles» de Jesús.

En una palabra, una presentación nueva del discurso eucarístico, y del impacto que debe tener en el terreno existencial.


Exposiciones

Tendría que añadir a la lista un verbo suplementario: exponerse. Antes, en la iglesia se hacían muchas exposiciones del santísimo sacramento. Hoy, por lo que veo, un poco menos.

Pero creo que existe un equívoco. El Señor quizás no necesita ser expuesto demasiado (en todo caso él ha elegido esconderse). Más bien somos nosotros quienes debemos exponernos a él, dejarnos penetrar por su luz, por sus sentimientos, por sus energías, por su fuerza transformadora. Pero sobre todo debemos exponernos a los otros. Quien recibe la eucaristía está condenado a exponerse, tanto personal como comunitariamente.

Creo intuir por qué casi han desaparecido las procesiones del Corpus, tal como se hacían antes. Es miedo a exponerse. Y eso que aquel modo de exponerse (colgaduras, cosas preciosas) no era excesivamente comprometedor...
Hoy hay gente dispuesta a exhibirse. Pero exponerse es otra cosa, mucho más arriesgada. Comulgar el cuerpo de Cristo significa, precisamente, aceptar exponerse. Exponerse en cuanto constructores de paz, anhelantes de justicia, creadores de fraternidad, individuos capaces de compartir.

Pero nosotros preferimos escondernos. Logramos esconder la eucaristía en la que participamos.

Los curas están preocupados con razón por tantas personas que van desenvueltamente a comulgar sin pasar por el confesonario, ni siquiera cuando sería oportuno y hasta necesario.

Yo diría que también hay que preocuparse porque muchos de nosotros van a recibir al Señor para esconderlo después, para hacerlo desaparecer. «El cuerpo de Cristo. Amén». Y todo termina ahí. Después ya no se ve nada, no se llega a entender en qué ha terminado aquel pan, qué ha cambiado dentro y fuera de nosotros.

La abuela, que va a misa casi todos los días, cuando nosotros queremos impedirlo porque hace mal tiempo o sus condiciones de salud no son buenas, protesta: «Si no comulgo, tengo la impresión de que me falta algo...».

Jamás se me pasaría por la cabeza predicar a la abuela (me gustaría tener una brizna de su fe). Sin embargo, me parece, que cuando no celebramos la Eucaristía, o también, incluso celebrándola, no vivimos sus consecuencias, no nos exponemos, deberían ser los otros, los que se nos acercan, quienes advirtieran que falta algo, que les privamos de algo a lo que tendrían derecho a esperar de gente que se acerca a este sacramento.


Una procesión con muchas custodias

Quizás me he adormecido en la iglesia, mientras el párroco continuaba explicándonos los verbos característicos de la Eucaristía. Y he soñado que había vuelto a hacerse la procesión del Corpus. Pero era una procesión extraña, sin custodia preciosa, sin palio, sin cirios, sin cantos, sin incienso, sin flores. En compensación había muchas custodias que caminaban a pie. Y era una visión preciosa. Una cosa sorprendente.

Sí, no hacía falta la gran custodia recubierta de piedras preciosas (a lo mejor falsas, pero no importa). Estábamos nosotros. Llevábamos dentro el pan de la vida. Y por fuera aparecían solamente pequeñas señales, pero suficientes para que alguno entendiese.

Un procesión extraña. Cada uno, ya fuera de la iglesia, enfilaba el propio camino e iba a llevar lo que había recibido en el altar.

Tenía la impresión de que eran semillas las que se esparcían por el camino. Un milagro sorprendente. El pan que se hace semilla.

En verdad una procesión hermosa. Que tenía todas las intenciones de no acabar nunca.

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