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sábado, 8 de diciembre de 2012

INMACULADA CONCEPCION DE MARIA: Ruega por nosotros... que no somos pecadores


... La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí... (Gén 3,9-15.20).
...Nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales... (Ef 1,3-6.1112).
... Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo... (Lc 1,26-38).


Del privilegio al derecho adquirido

Lo confieso. Esta es una de las ocasiones en que normalmente me encuentro a disgusto cuando predico.
Parece un esfuerzo vano explicar a la gente en qué consiste este privilegio concedido a la Virgen.
¿Dispensada de sufrir?
¿Exenta de los fastidios y preocupaciones de la existencia cotidiana?
¿Dinero, éxito, honores asegurados?
No, nada de todo esto. Dios ha concedido a su madre no ser rozada por el pecado.
texto

Qué regalo más extraño. Qué manera tan insólita de preparar una «digna morada» para el Hijo (oración de la misa).

La mentalidad de nuestro tiempo no es ciertamente la más apta para apreciar este don.

La mayor parte ya se ha preocupado por su cuenta de concederse ese privilegio.

No hay en curso ninguna «mancha de pecado».

Las únicas manchas que molestan y crean alguna preocupación son las que caen en los vestidos y los manteles. Pero los spots publicitarios aseguran que basta elegir el detergente adecuado.

¿Tiene hoy todavía sentido hablar de pecado?

Para muchos, el pecado es un concepto superado. Abolido. Su «despenalización» entra en esos que alguno considera «derechos civiles» adquiridos. Sí, el derecho a sentirse limpio, persona de bien, no-culpable, aunque se realicen acciones infames.

Si además alguno tuviese todavía dudas, se preocupan los paladines del «justificacionismo sociológico» de conceder amplias absoluciones: la culpa no es tuya, no sufras, es de la sociedad, del ambiente, de la estructura, del sistema. O de los cromosomas, o sea, de tus antepasados.

Y si todavía alguno conservase el hábito de reconocerse pecador y sintiese la necesidad de ser perdonado, puede ser que no encuentre fácilmente un confesonario «abierto», y un ministro de la misericordia con tiempo disponible para oír ciertas miserias, o ciertas «bagatelas» (como él dice).

«¿Qué hay de malo»... en hacer el mal?

El mal existe, está a la vista de todos.

Se le condena genéricamente, nos escandalizan sus manifestaciones más vistosas, lo detectamos cuando aparece el embustero que suscita mayor repugnancia, lo deploramos cuando estalla en el terreno del vecino o del «enemigo».

Pero cuando nos lo encontramos dentro, invitándonos a hacer una elección egoísta, a realizar una acción no precisamente limpia, a enrolamos para una operación no ciertamente correcta, a participar en una empresa discutible, nos tranquilizamos:

¿Qué hay de malo?

O más categóricamente:

No hay nada de malo.

Y no caemos en la cuenta de que, a fuerza de «¿qué hay de malo?» o, a fuerza de pensamientos, gestos, palabras, comportamientos bajo el signo «no hay nada de malo» (pequeñas vellaquerías, minúsculas cesiones de la conciencia, generosas concesiones al egoísmo, mentiras variadas, hipocresías astutas), contribuimos a hacer crecer el peso y la fuerza de gran mal que también reconocemos presente en el mundo.

No sospechamos que el mal que nos amenaza a todos está constituido y alimentado por tantos pequeños «males», por tantos minúsculos desperfectos, fabricados por nosotros, y que nos empeñamos en considerar inocuos.

«¿Qué hay de malo?».

Continuamos siendo productores de mal a fuerza de «no hago nada de malo».

¿Qué es el pecado?

La palabra pecado, como ya hemos dicho, hoy aparece muy en desuso.

Incluso entre quien tiene el coraje de emplearla para hacerse reconocer, existe mucha confusión.

Muchos cristianos hablan de pecado casi exclusivamente en términos de cantidad, género, gravedad, frecuencia.

Habilísimos para clasificarlo, para identificar sus manifestaciones y síntomas. Pero incapaces de hacer una diagnosis seria, de averiguar las causas, de reconstruir la etiología, usando un lenguaje médico.

Se olvidan de tomar el pecado en su raíz. O sea, en la dimensión de elección, orientación, opción fundamental de la propia vida.

Olvidamos que hay pecados que se pueden cometer por debilidad (incidentes de ruta casi inevitables), y hay pecados, por el contrario, que denuncian una vida al margen del evangelio, el apego a una mentalidad contraria al mensaje de Cristo.

Sobre todo valoran el pecado y su relativa gravedad casi exclusivamente en relación a un código, a una ley, a un reglamento que hay que respetar (o sufrir), en una palabra, a algo exterior.

Advierte G. Thibon: «El pecado más grave —quizás el pecado sin remisión— no consiste en violar tal o cual precepto universal, sino en rechazar una vocación personal y electiva, en no hacer aquello para lo que hemos sido llamados. Es más grave desentenderse de una llamada que violar una regla».

Se dice, un poco apresuradamente, «ofensa» a Dios. Y, debajo, asoma la imagen deformada de un Dios legislador, amo, policía, juez...

No emerge la realidad fundamental de un rechazo del Amor, de una amistad traicionada, de una Alianza rota, de una pretensión de hacer el propio camino sin dejarse iluminar por la Palabra.

No basta reconocerse pecadores. Es necesario saber lo que decimos cuando nos presentamos como tales.

María, sin pecado, está a favor de los pecadores

En la segunda parte del Avemaría suplicamos: «Ruega por nosotros, pecadores...».

La oración de nosotros pecadores se dirige a aquella que está sin mancha, que no ha sido tocada por el pecado, no ha fallado en la propia existencia porque la ha injertado armoniosamente en el proyecto de Dios.

Nosotros, criaturas del «no», rezamos a la Criatura del «sí». Nosotros, especialistas del rechazo, invocamos a la Virgen de la acogida y de la disponibilidad.

Pero la Señora que ha permanecido inmune de pecado, que se ha alejado del mal, no está lejos de los pecadores.

«Hostilidades» entre ella y la serpiente (Gén 3,15), no entre ella y aquellos que con frecuencia se dejan engatusar con las palabras disuasorias de la serpiente.

Porque ella es la Virgen de la misericordia, de la piedad, del perdón.

Porque ella, al pie de la cruz, ha impartido, juntamente con el Hijo, esa especie de absolución general a la humanidad pecadora: «Padre, perdónalos...» (Lc 23,34).

...María, ruega por nosotros. Por nosotros que, ¡ay de mí!, no somos pecadores. Quiero decir: no nos damos cuenta de que lo somos.

Haz que nos convenzamos de que no existe esa categoría de «justos» a la que nos hacemos ilusiones de pertenecer.

Todos son (somos) pecadores.

Pero hay pecadores, que creen que son justos.

Y hay pecadores que saben que lo son y se reconocen necesitados de perdón, y se comprometen a luchar contra el mal que está, ante todo, dentro de ellos.

María, haznos conscientes de que hemos sido elegidos «para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4).

Y que existe un solo muro que es necesario tirar para conseguir tal vocación: el pecado.

La Virgen, «santa e inmaculada», nos ayude a entender que el mal, el pecado, disminuye en el mundo y dentro de nosotros en el mismo momento en que, en vez de alegar la consabida justificación «no hay nada de malo», aprendamos a llamar al mal por su nombre: pecado.

El pecado, reconocido y confesado, nos constituye en comunidad de pecadores perdonados.

El pecado, ignorado, minimizado, nos agrega a la raza de los «justos», de los no-culpables, de aquellos que «no tienen nada que ver...» (y, de hecho, no tienen nada que ver con la misericordia de Dios, nada que ver con su amor incurable por el hombre).

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