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domingo, 10 de febrero de 2013

Contemplaciones con el Evangelio: Pensar y rezar con Jesús en nuestra nave

Antes del “Duc in altum” –conduce la nave mar adentro-, hubo un “… duc pusillum” –alejá un poquito la nave de la tierra-.
“Duc” es “llevar” y nosotros lo usamos para indicar muchas acciones –conducir, reducir, inducir, producir…-.
La palabra se acompaña con los gestos del brazo y de la mano: la palma de Jesús hacia arriba y los dedos juntos plegándose hacia adentro acompañan el pedido de tirar la barca un poco para atrás; el antebrazo haciendo un cuarto de giro y la muñeca un cuarto más hacia adentro y hacia delante acompañan el “vamos mar adentro”: lleven la nave y echen las redes.
Me impresionó que la palabra fuera la misma para tirarse un poquito para atrás y luego para meterse en lo profundo. Como dice Rossi que hacen los chicos para saltar un charquito: primero un pasito atrás para tomar envión y luego, el salto.

Es el mismo ritmo de Jesús que después de pedir permiso para subir a nuestra barca, primero nos hace apartarnos un poco de la tierra, y recién después de que está en nuestra alma un rato largo –cuando terminó de enseñar- nos manda que llevemos la nave mar adentro.
Me quisiera detener en ese rato en que Jesús está en nuestra nave y la nave la hemos apartado unos metros de la tierra. Ese poquito les ha bastado a los futuros discípulos para soltar amarras y estar mecidos por las olas, quizás con una soga larga para que la marea no se fuera llevando la nave…
El caso es que Jesús los ha hecho separarse de la tierra y estar con él dentro de la barca, en el mar. Desde allí, con la distancia óptima, el Señor enseña a la gente y los tiene a ellos en vilo. Digo en vilo porque estaban en una situación especial: escuchando como todos, pero no frente a Jesús sino un poco detrás o al costado. Atentos a los movimientos de la barca y atentos a la Palabra de Jesús… La gente los miraría de vez en cuando a ellos…
Y vamos directo al punto: una cosa es rezar escuchando a Jesús desde la costa y otra con él adentro de nuestra barca. Demás está decir que la barca es el alma y la vida cotidiana.
Sintamos un momento a Jesús meciéndose al ritmo de los movimientos interiores de nuestra alma. Es una linda imagen para entrar en la presencia del Señor, como decimos al comienzo de toda contemplación. No se trata de ponerlo arriba en el Cielo puro y adorarlo sino de sentirlo subido a nuestra barca, meciéndose al ritmo de nuestro vaivén interior, y mirarlo cómo le habla a la gente y a nosotros.
Mi alma tiene mucho de lago. Tanto de mar como de cielo. Con su profundidad desconocida y su superficie cambiante. Saer dice que el alma más que aérea (espiritual) es “pantanosa”. Es verdad que como seres vivientes salimos del agua y estamos hechos de limo y de barro. Pero hemos sacado la cabeza del agua y miramos el cielo límpido con los ojos y la mente espiritual. Ahora, nuestras pasiones y afectos tienen más de océano y de río caudaloso que de cielo abierto.
Allí se sienta Jesús, tranquilamente, a enseñar sus bienaventuranzas y parábolas.
Más que el heroico “mar adentro para pescas milagrosas” me gusta hoy quedarme en ese apenas un poquito apartados de la costa, en el que el Señor se siente cómodo para charlar y enseñar la Palabra de Dios al pueblo.
Es como que el reino de los cielos se predica mejor desde el movimiento de las olas que desde tierra firme. Quizás no todo lo del reino, pero sí lo que se refiere a la pesca. Las bienaventuranzas vendrán un poco después y el Señor las predicará sentado en el monte, más cerquita del cielo azul y alejado –también y mucho más- del suelo de la tierra en que se vive. ¿Qué es lo que les enseñaba desde la barca?
Lucas no lo dice expresamente. Nos muestra a Jesús ocupado en sanar a los enfermos y endemoniados (a la suegra de Simón, al leproso, al paralítico y al que tenía la mano paralizada. La primera “prédica” del Señor fue hacer suyas las palabras de Isaías: “el Espíritu del Señor está sobre mí, me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva”. Las preguntas de los discípulos en estos comienzos giran alrededor del ayuno y la primera parábola que cuenta el Maestro es la del “vino nuevo en odres nuevos”.
Podríamos decir que lo que el Señor hace es “despertar el interés por el evangelio”, por la buena noticia. Y lo hace sobre todo con los gestos de sanación, liberación y consuelo que dan consistencia a sus palabras.
Y entre los gestos de sanación a los enfermos y de consuelo a la gente sencilla, se destaca el gesto de “elegir la barca de Simón como cátedra”. Lo habían echado de su sinagoga de Nazareth, lo habían querido despeñar del monte en el que se edificaba su ciudad, y él, entonces, elige la humilde barca de Simón el Pescador y la aleja apenas un poquito de la tierra, para desde allí, mecido por las olas mansas del lago de Genezareth, comenzar sus enseñanzas acerca de la buena nueva y del Reino de los Cielos.
Jesús predicará en todos lados, sentado y de camino, también en el Templo de Jerusalén y en las sinagogas de los pueblos, pero este lugarcito de la barca de Pedro tendrá un lugar especial en su vida.
Más allá del símbolo de la Nave de Pedro y de la Iglesia pescadora, mar adentro en el océano de la historia, me gusta la sensación de hablar mecido por el vaivén emocional del lago de Genezareth. Lago amigable y tranquilo en el que, sin embargo, se desatan a veces, inesperadamente, fuertes tormentas.
En lenguaje ignaciano diríamos que la Palabra del evangelio es palabra “cargada de mociones”. No es palabra científica, que neutraliza el lenguaje para fijar un significado abstracto y poder operativizarlo rápidamente. La palabra de Jesús es palabra mecida por nuestros afectos y pasiones, palabra viva, en movimiento, que va y viene, en la seguridad que brinda la nave (y Jesús dentro de ella).
Le sacamos provecho a la imagen reflexionando sobre un aspecto –que muchos quizás no conocen- de nuestra fe.
Dice Agustín que la fe es “cum assensione cogitare”. “Creer es pensar asintiendo”, suele traducirse. Pero Pieper dice que traducirlo así es demasiado vago e incoloro. Como el gallego al que la esposa le dice “¿me amas, Manolo?” y el responde “Si”, y ella “¿me quieres más que a nadie?” “Si”… y ella: “qué cosas lindas dices, Manolo”.
Asentir, sabemos lo que significa. Pero hay un asentir que puede ser mecánico o porque no queda otra.
Nada de eso sucede con la fe. Pero para ello hay que aclarar que “pensar o razonar” (cogitare) es más que tener una idea fija y dogmática. En latín este pensar significa inquisición investigadora, un considerar buscando, un aconsejarse consigo mismo antes de la decisión, un seguir la pista y aspirar a encontrar mediante el pensamiento algo todavía no definitivamente encontrado. Pieper lo expresa como “inquietud del pensamiento”. No porque uno no confíe, sino inquietud porque uno confía y asiente totalmente a la Persona de Cristo y busca sin cesar “las razones” de lo que el Señor dice y en lo que uno cree.
Este pensar con serena inquietud, propio de la fe, no proviene sólo de nuestro límite, como si tuviéramos que creer porque no podemos “constatar”. Nada de eso: proviene del mensaje mismo que se nos comunica. Cuando alguien nos pide que le creamos nos lo pide porque sabe que lo que nos quiere comunicar es algo que no se puede “probar” con una frase o señalando algo con el dedo. Cuando alguien nos declara amor incondicional nos pide fe porque sabe que para mostrar ese amor tendremos que ponernos juntos en camino.
Jesús elige predicar desde la serena inquietud de la nave como invitándonos a escuchar su Palabra mientras sentimos los movimientos de nuestra alma. En esta unión de carne y espíritu, de afecto y verdad, de emociones e ideas, el Espíritu evangeliza nuestro corazón.
Basta apartarse un poquito de tierra para sentir a Jesús distinto, moviéndose al unísono con nosotros, en la nave de Simón Pedro el pescador de hombres.


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