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sábado, 2 de febrero de 2013

IV Domingo del T.O. (Lc 4, 21-30) - Ciclo C:CUANDO UN PUEBLO SE EQUIVOCA

Publicado por José Antonio Pagola

Es bastante frecuente entre nosotros atribuir al «pueblo» las posturas y posiciones que cada uno trata de defender. Fácilmente se lanzan consignas, se adoptan decisiones y se realizan acciones en nombre de un pueblo que supuestamente las defiende.
Nadie se atreve a elevar una voz que pueda parecer contraria al pueblo. Hay que hacer ver que nuestra palabra es expresión clara de la voluntad del pueblo.
Todo sucede como si la apelación al pueblo fuera el criterio definitivo para juzgar de la validez y el carácter justo de lo que se propone.


Este deseo de defender lo que el pueblo quiere, debe ser, sin duda, la actitud de todo hombre que busca el bien común frente a intereses egoístas y exclusivamente partidistas.
Pero, sería una equivocación pensar que la única manera de amar a un pueblo es identificarnos con todo lo que ese pueblo dice y aprobar acríticamente todo lo que ese pueblo hace.
Un pueblo, por el hecho de serlo, no es automáticamente infalible. Los pueblos también se equivocan. Los pueblos también son injustos.
Y es entonces, precisamente, cuando ese pueblo necesita hombres que le digan con sinceridad y valentía sus errores y su pecado. Hombres que, movidos por su amor leal al pueblo, se atrevan a levantar una voz quizás molesta y discordante, pero que ese pueblo necesita escuchar para no deshumanizarse.
Un pueblo que no tiene en cada momento hijos que se atrevan a denunciarle sus errores e injusticias, es un pueblo que corre el riesgo de ir «perdiendo su conciencia».
Quizás el mayor pecado de un pueblo sea el ahogar la voz de sus profetas, gentes a veces muy sencillas pero que conservan como nadie lo mejor y más humano de un pueblo.
Y cuando un pueblo reduce al silencio a estos hombres y mujeres, se empobrece y queda sin luz para caminar hacia un futuro más humano.
Es triste constatar que el refrán judío continúa siendo realidad: «Ningún profeta es bien mirado en su tierra». Y los pueblos siguen desoyendo a sus profetas como aquél de Nazaret que expulsó un día a Jesús, el mejor y más necesario para el pueblo.

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