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domingo, 17 de marzo de 2013

Primero, la sinceridad con uno mismo

¡Cuántas cosas escondemos detrás de nosotros mismos!
¡Cuántas cosas escondemos detrás de nuestros defectos!
¡Cuantas cosas escondemos detrás de nuestras condenas!

La escena de hoy nos clarifica nuestras propias vidas.
¡Qué fácil es descubrir el adulterio de los demás!
¡Qué fácil es ocultar el nuestro acusando a los otros!
Sólo podemos ver claro la vida de los demás, cuando tenemos claridad en la nuestra.


Jesús, que conoce muy bien el corazón humano, no se asusta ante el adulterio de esta mujer.
Incluso, pudiéramos decir que le repugnan más los “santos acusadores” que la pobre mujer sorprendida en su debilidad de adulterio.
Y no es que Jesús acepte y bendiga el adulterio.
Pero para Jesús, las personas están por encima de sus debilidades.
Porque ahí está la “mujer adúltera”.
Pero yo no conozco adulterio alguno sin que haya también un adúltero.
¿Y donde está aquí el adúltero?
¿Celebrando la aventura en el bar tomándose una copas?

Por eso, Jesús, que conoce tan bien nuestras flaquezas y tan bien la basura y la intransigencia del corazón humano, asume una actitud muy clara: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.

Para acusar a los demás, es preciso conocernos a nosotros mismos.
Para acusar a los demás, es preciso conocer lo que cada uno somos por dentro.
Para acusar a los demás, es preciso conocer nuestro corazón.
Para tirar la primera piedra. es preciso saber cuántas debieran caer sobre nosotros,
Para condenar a los demás, primero necesitamos estar nosotros limpios.
Para condenar a los demás, tenemos que mirarnos nosotros mismos por dentro.

Quien no se conoce a sí mismo por dentro, no puede juzgar a los demás.
Quien no conoce la propia verdad, no tiene derecho a juzgar la mentira de los otros.
Es que, al fin y al cabo, las piedras las llevamos más en el corazón que en las manos.
Y quien no se conoce en sus propias debilidades, difícilmente podrá comprender las de los de demás.
Confieso que, en mi vida sacerdotal, he podido conocer muchos corazones.
¡Y cuánto me han ayudado a conocer el mío!
Por eso me han hecho más humano y comprensivo.
Me he dado cuenta de que el mío arrastra los mismos problemas que el de los demás.
Cuanto más conozco a los demás, mejor me conozco a mí mismo.
Cuanto más comprendo a los demás, mejor me comprendo a mí mismo.
Cuando más perdono a los demás, mejor me perdono a mí mismo.

Y otra cosa que he podido aprender:
Que no se puede entrar al corazón de los demás cuando uno tiene el suyo sucio.
Como tampoco se puede utilizar las debilidades de los demás para justificar las propias.
Al contrario, cuanto más limpio tienes tu corazón mucho mejor verás el del otro.
Cuanto más amor hay en tu corazón, más fácilmente sabrás amar al que ha caído.
Cuanto más amor hay en tu corazón, mejor sabremos amar a los débiles.

Las piedras que tiramos a los demás pueden matarle.
El perdón que regalamos a los demás los hace revivir.
Gracias al perdón de Jesús, muchos que hemos sido infieles a nuestros compromisos, estamos hoy vivos.
Gracias al perdón de Jesús, muchos que estaban muertos, hoy disfrutan de muy buena salud en su alma.
No a la condena. Sí al perdón.
No al juicio que condena. Sí a la comprensión que salva.
Seamos como Jesús que abraza a la mujer adúltera y se lleva todas las piedras.

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