1. Durante los cincuenta días pascuales resuena la alegría intensa en las antañonas y en la oración de la Iglesia, al recordar y hacer presente la redención y la victoria de nuestro Dios: "Con gritos de júbilo anunciadlo y proclamadlo; publicadlo hasta el confín de la tierra" Isaías 48,20. Lo hemos proclamado en la antifonal de Entrada.
2. Si sólo el hecho de reunirnos los que estamos en lugares distintos ya es un motivo de gozo y una fiesta, pues: "Toda asamblea es una fiesta" (San Juan Crisóstomo), cuando nos reunimos para aclamar la resurrección de Cristo, "que ha reconstruido lo que estaba derrumbado; que no cesa de ofrecerse por nosotros y de interceder por todos ante el Padre"; "que inmolado, ya no vuelve a morir, y sacrificado, vive para siempre" (Prefacios pascuales 3-4), el motivo de gozo jubiloso está mucho más justificado, "porque en la muerte de Cristo y en su resurrección hemos resucitado todos" (Ib 2). "El se nos ha revelado como fiesta y solemnidad porque «ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo». El es nuestro júbilo: nos libra de los males que nos rodean y en esto consiste el verdadero júbilo pascual, en vernos libres reformando nuestra conducta y meditando asíduamente" (San Atanasio). Por eso no nos hemos de cansar de saborear el "regusto estelar de eternidad" (Ortega y Gaset), que nos regala cada año la Pascua.
3. Después del martirio de su compañero Esteban, Felipe, uno de los siete primeros diáconos, había huído de Jerusalén y predicaba a Cristo en Samaría, con aprobación general del gentío, que estaba maravillado por sus muchos milagros y curaciones. Romper la frontera nacional judía, ha sido el primer paso decisivo de la comunidad cristiana para introducir el evangelio en los pueblos gentiles, realizando así su vocación de universalidad. Si no hubiera salido de Jerusalén, habría quedado estrangulado. Admiremos la Providencia de Dios, que convierte las circunstancias adversas, en peldaños favorables.
4. Cuando la Iglesia Madre, en Jerusalén, se enteró de que Samaría había recibido la Palabra de Dios, envió allá a Pedro y a Juan. Había que vigilar el crecimiento de la fe de esa Iglesia, puesto que los samaritanos eran considerados herejes, y el misionero de Samaría era Felipe, un hombre del grupo helenista y progresista. Era pues muy importante y muy delicado asegurar la unidad de la Iglesia. A medida que vayan naciendo otras Iglesias serán tuteladas igualmente por la Iglesia Madre.
5. En Samaría, oraron Pedro y Juan sobre los fieles y les impusieron las manos pues, aunque habían sido bautizados, no habían recibido en forma pentecostal y clamorosa, el Espíritu Santo. Desde entonces los samaritanos, que estaban excluidos de la comunidad judía, entran a formar parte de la comunidad cristiana Hechos 8,5.
6. "Si me amáis guardaréis mis mandamientos" Juan 14,15. No basta con decir: “Señor, Señor”, hay que guardar los mandamientos, para que el amor sea auténtico y verdadero: “Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos” (1 Jn 5,3). “Cumplir los mandamientos como Jesús ha cumplido los mandamientos de su Padre, es la garantía de permanecer en su amor” (Jn 15,10). Los primeros mandamientos de Dios en la Biblia se encuentran en el relato de la creación. Con su cumplimiento, donde reinaba el caos, la desolación y las tinieblas, la ley divina introdujo luz, esplendor, armonía y vida. Y así es como el hombre encontró en la tierra, un sitio para vivir.
7. En una segunda etapa más perfeccionada, el pueblo, liberado de la esclavitud de Egipto, recibió los mandamientos en el Sinaí, donde Dios les dice: Si queréis seguir siendo libres de la esclavitud, guardad mis mandamientos.
8. Por último Jesús nos da los suyos, que se resumen en el mandamiento del amor: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, también vosotros amaos unos a otros. En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os tenéis amor entre vosotros» (Jn 13,34). Jesús, que ha aceptado su muerte como culminación de su entrega por los hombres sus hermanos amándoles hasta el extremo, se pone como ejemplo y medida del amor a sus discípulos. Y hace de ese amor el signo por el que se les podrá reconocer, si practica en cada caso y en cada circunstancia el mandamiento del amor fraterno, creativo, operativo, salvífico. En eso consisten los mandamientos de Jesús. Así continuarán su misión, que es el mandamiento que le ha encomendado su Padre: «Por eso el Padre me demuestra su amor, porque yo entrego mi vida y así la recobro. Nadie me la quita, yo la entrego por decisión propia. Está en mi mano entregarla y está en mi mano recobrarla. Este es el mandamiento que recibí de mi Padre» (Jn 10,17-18). «Porque yo no he propuesto lo que se me ha ocurrido, sino que el Padre que me envió me dejó mandado él mismo lo que tenía que decir y que proponer, y sé que su mandamiento significa vida definitiva» (Jn 12, 49). El mandamiento del Padre consiste en que comunique un mensaje que es oferta de vida, que nos hace hijos y nos compromete a trabajar para convertir este mundo en un mundo de hermanos.
9. A la luz de estos mandamientos que Jesús cumple debemos entender el mandamiento que él nos deja.. «No os voy a dejar desamparados, volveré con vosotros» al mundo que lo ha rechazado y no lo reconoce, pero en el que deja una comunidad identificada con él por el amor, que se ha comprometido a hacer posible que en el mundo reine el amor. Para esto, y como fruto del amor obediente de Jesús y de sus ruegos, el Padre, envía a sus discípulos, el don de “otro Paráclito”: "Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad". Y si es “otro Paráclito” es porque hay otro, que es Jesús. Juan ha forjado este título, que sólo figura en sus textos, para designar al Espíritu Santo, y que en su primera carta (1 Jn 2,1) atribuye también a Jesús. Para él Jesús es el primer Paráclito, defensor o consolador, y el Espíritu Santo, el otro. La respuesta del Padre a la oración de Cristo.
10. Como cada vez se le pone más alto el listón, el hombre con sus solas fuerzas no puede cumplir los mandamientos del Padre, con la intensidad y finura de amor con que Jesús los ha guardado. Siempre necesita el hombre la fuerza del Espíritu para cumplir los mandamientos, por eso el mundo no puede entender sin Espíritu la castidad, ni la virginidad ni menos el celibato, porque no conocen su fuerza poderosa. Jesús, para que podamos seguir su Camino, nos envía al abogado defensor, consolador, al Parácletos, es decir, al “llamado para estar al lado de”: El está a nuestro lado, nos ayuda, nos fortalece para cumplir los mandamientos, y hasta pone gozo, paz y magnanimidad cuando su observancia se hace ardua, para que no sólo podamos, sino que podamos cumplirlos con alegría, la alegría que rebosan las almas santas y fieles, que han comprendido "que es mejor padecer haciendo el bien, si esa es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal. Porque también Cristo murió una vez por los pecados, para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu" 1 Pedro 3,15.
11. Jesucristo pues, se va de esta tierra, pero no nos abandona. Nos deja al Espíritu Santo que hará crecer a la Iglesia: “El Paráclito, estará siempre con vosotros” y continuará y cumplirá la misión de Jesús, y al no tener naturaleza humana con un cuerpo corruptible, no morirá, ni se marchará. No será visible, como lo ha sido Jesús, pero inhabitará espiritualmente en los discípulos. Será el “Dulce Huésped del alma”. Gracia grande es poder vivir esa presencia amorosa, sentirse acompañados por ese amigo invisible, pero más íntimo nuestro que nosotros mismos. Poder dialogar con él, levantar los ojos buscando su mirada, su luz su fortaleza, su auxilio. Y abandonándonos a su acción, poder decir con San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme / mi rostro recliné sobre el Amado / Cesó todo y dejéme / Dejando mi cuidado / Entre las azucenas olvidado”.
12. Pero ¿qué ha ocurrido con la teología del Espíritu Santo? En la sesión 3ª del Concilio Vaticano II, el 16 de septiembre de 1964, Monseñor Ziadé, Arzobispo Maronita de Beirut hizo ante la gran asamblea esta afirmación: "La Iglesia latina, cuya cristología está muy desarrollada, todavía es adolescente en Pneumatología". En efecto, ni Bossuet, ni Massillon, ni Bordaloue, los grandes oradores franceses, predicaron un sólo sermón sobre el Espíritu Santo. Y el papa León XIII designó al Espíritu Santo como "el gran desconocido". Aquel desconocido que predicó Pablo en Atenas (Hch 17,23), y que los bautizados de Efeso, ni siquiera sabían que existía (Ib 19,1). El Concilio de Efeso habló del Padre Creador y del Hijo Redentor, pero omitió la acción del Espíritu Santo. El Vaticano II, por fin, dice que: "Consumada la Obra del Hijo, fue enviado el Espíritu en Pentecostés para que indeficientemente santificara a la Iglesia y los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu. El es el Espíritu de vida, fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en los corazones del fieles como en un templo y ora y da testimonio de la adopción de hijos. Dirige a la Iglesia con dones jerárquicos y carismáticos y la enriquece con todos sus frutos, la rejuvenece, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada. El Espíritu y la Esposa dicen: Ven" (LG 4). Juan Pablo II ha dedicado al Espíritu Santo su tercera Encíclica, "Dominum et Vivificantem" enjundiosa y teológica, profunda e íntima, que debemos conocer para aprender a vivir acompañados e inhabitados. ¿Por qué tantos cristianos se han conformado con ir a misa los domingos y han dejado la compañía amorosa y potenciadora del Espíritu? Se han regido por mandatos y han vaciado el calor vivificante del amor. ¿No será que sólo nos hemos preocupado de las encuestas? Es el tiempo de las encuestas. Se mide el voto a los partidos, se cuentan los asistentes a los espectáculos, se cuentan también los cristianos que asisten a misa. Y los números no llegan al espíritu. Para la vida interior no valen las encuestas, aunque éstas y los números delaten la esterilidad de los cristianos por la ausencia del Espíritu Santo.
13. "El Defensor", en las costumbres judías, era el Abogado, una persona de gran categoría y ascendencia capaz de influir favorablemente ante el Juez con su sola presencia. Jesús promete este Espíritu, no sólo para la escatología, sino también para el momento actual de los discípulos, en dificultades por razón de su fe: "Cuando os lleven a los tribunales no os angustiéis, el Espíritu os dirá" (Mc 13,31), y en el devenir de la peripecia de la vida. Esta es la base de la práctica espiritual de mantenernos atentos a Dios. De estar alerta a su soplo, despiertos a su inspiración... La compañía y la acción del Espíritu facilita nuestra oración constante, el orar sin interrupción, el no sentirnos nunca solos. Atentos al Espíritu, sabiéndonos inhabitados por El, nos resultará más fácil la ascesis de los sentidos, y la aceptación elegante de las contrariedades.
14. "El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce". El mundo, que rechazó a Jesús, porque no le conoció, tampoco recibe al Espíritu, porque ni le conoce ni lo ve. No puede ver al Espíritu porque le falta fe, mientras los discípulos lo ven por la fe. "El mundo no me verá", porque Jesús se va. Pero los discípulos "vosotros me veréis", porque creen en él. Y Dios por él nos da la gracia, que es una realidad creada que nos hace partícipes de su naturaleza divina. Realidad que lleva consigo la gracia Increada, que es el mismo Dios Uno y Trino, inhabitando nuestras almas, que nos participa su vida íntima y nos transforma en Dios, como un hierro metido en el fuego; y nos da la plena posesión y la fruición de las divinas Personas. El viene de una manera especial por la Palabra. Y su acción está presente en la Iglesia, en las gracias actuales, en los sacramentos, y especialmente en la eucaristía. Por eso "Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna en cada momento de nuestro día, todos los días, eternamente" Salmo 65.
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