Hay personas a las que les cuesta, particularmente, las despedidas. Son momentos muy intensos, en los que se expresan muchos sentimientos que duermen en el fondo del corazón y tienen miedo de salir a la luz y expresarse de una manera directa. Pero, en estos momentos, saltan inesperadamente y sorprenden a unos y a otros... Despedirse es decirse todo y dejar que el otro se diga todo en un abrazo que contiene la promesa de seguir presente a pesar de la ausencia.
Salta a mi memoria, en esta solemnidad de la Ascensión del Señor, la poesía que Gloria Inés Arias de Sánchez escribió para sus hijos, y que lleva por título: «No les dejo mi libertad, sino mis alas». Como ella, el Señor se despide de sus discípulos, ofreciéndoles un abrazo en el que se dice todo y nos regala la promesa de su presencia misteriosa, en medio de la ausencia:
“Les dejo a mis hijos no cien cosechas de trigo // sino un rincón en la montaña, con tierra negra y fértil, // un puñado de semillas y unas manos fuertes // labradas en el barro y en el viento. // No les dejo el fuego ya prendido // sino señalado el camino que lleva al bosque // y el atajo a la mina de carbón. // No les dejo el agua servida en los cántaros, // sino un pozo de ladrillo, una laguna cercana, // y unas nubes que a veces llueven. // No les dejo el refugio del domingo en la Iglesia, // sino el vuelo de mil palomas, y el derecho a buscar en el cielo, // en los montes y en los ríos abiertos. // No les dejo la luz azulosa de una lámpara de metal, // sino un sol inmenso y una noche llena de mil luciérnagas. // No les dejo un mapa del mundo, ni siquiera un mapa del pueblo, // sino el firmamento habitado por estrellas, // y unas palmas verdes que miran a occidente.
No les dejo un fusil con doce balas, // sino un corazón, que además del beso sabe gritar. // No les dejo lo que pude encontrar, // sino la ilusión de lo que siempre quise alcanzar. // No les dejo escritas las protestas, sino inscritas las heridas. // No les dejo el amor entre las manos, // sino una luna amarilla, que presencia cómo se hunde // la piel sobre la piel, sobre un campo, sobre un alma clara. // No les dejo mi libertad sino mis alas. // No les dejo mis voces ni mis canciones, // sino una voz viva y fuerte, que nadie nunca puede callar. // Y que ellos escriban, ellos sus versos, // Como los escribe la madrugada cuando se acaba la noche. // Que escriban ellos sus versos; // por algo, no les dejo mi libertad sino mis alas...”
“Los once discípulos se fueron a Galilea, al cerro que Jesús les había indicado. Y cuando vieron a Jesús, lo adoraron, aunque algunos dudaban. Jesús se acercó y les dijo: – Dios me ha dado autoridad en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.
Salta a mi memoria, en esta solemnidad de la Ascensión del Señor, la poesía que Gloria Inés Arias de Sánchez escribió para sus hijos, y que lleva por título: «No les dejo mi libertad, sino mis alas». Como ella, el Señor se despide de sus discípulos, ofreciéndoles un abrazo en el que se dice todo y nos regala la promesa de su presencia misteriosa, en medio de la ausencia:
“Les dejo a mis hijos no cien cosechas de trigo // sino un rincón en la montaña, con tierra negra y fértil, // un puñado de semillas y unas manos fuertes // labradas en el barro y en el viento. // No les dejo el fuego ya prendido // sino señalado el camino que lleva al bosque // y el atajo a la mina de carbón. // No les dejo el agua servida en los cántaros, // sino un pozo de ladrillo, una laguna cercana, // y unas nubes que a veces llueven. // No les dejo el refugio del domingo en la Iglesia, // sino el vuelo de mil palomas, y el derecho a buscar en el cielo, // en los montes y en los ríos abiertos. // No les dejo la luz azulosa de una lámpara de metal, // sino un sol inmenso y una noche llena de mil luciérnagas. // No les dejo un mapa del mundo, ni siquiera un mapa del pueblo, // sino el firmamento habitado por estrellas, // y unas palmas verdes que miran a occidente.
No les dejo un fusil con doce balas, // sino un corazón, que además del beso sabe gritar. // No les dejo lo que pude encontrar, // sino la ilusión de lo que siempre quise alcanzar. // No les dejo escritas las protestas, sino inscritas las heridas. // No les dejo el amor entre las manos, // sino una luna amarilla, que presencia cómo se hunde // la piel sobre la piel, sobre un campo, sobre un alma clara. // No les dejo mi libertad sino mis alas. // No les dejo mis voces ni mis canciones, // sino una voz viva y fuerte, que nadie nunca puede callar. // Y que ellos escriban, ellos sus versos, // Como los escribe la madrugada cuando se acaba la noche. // Que escriban ellos sus versos; // por algo, no les dejo mi libertad sino mis alas...”
“Los once discípulos se fueron a Galilea, al cerro que Jesús les había indicado. Y cuando vieron a Jesús, lo adoraron, aunque algunos dudaban. Jesús se acercó y les dijo: – Dios me ha dado autoridad en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.
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