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miércoles, 21 de mayo de 2008

Corpus Christi - Ciclo A: EL MENSAJE DEL DOMINGO


La fiesta solemne del Cuerpo y la Sangre de Cristo comenzó a celebrarse desde el año 1246 en la ciudad belga de Lieja y fue extendida luego a toda la Iglesia occidental por el papa Urbano IV en 1264, para proclamar la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.

Era preciso reafirmar así la adhesión a esta verdad de la fe, con el fin de contrarrestar los planteamientos de quienes en aquella época negaban dicha presencia real y enseñaban que el pan y el vino consagrados en la Eucaristía -o en la Misa- eran simplemente un símbolo conmemorativo de la última cena del Señor.

1. La Eucaristía, sacrificio y sacramento

La Eucaristía es un sacrificio y un sacramento. Como sacrificio, es el memorial que no sólo recuerda sino que además actualiza el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, nuestro Redentor. Como sacramento, es un signo sensible de la acción salvadora de Dios por medio de su hijo Jesucristo resucitado, su Palabra hecha carne que nos alimenta espiritualmente al comunicarnos su propia vida y que por la acción del Espíritu Santo nos une en comunidad.

Esto es lo que nos muestran precisamente las lecturas bíblicas en la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo (Deuteronomio 8, 2.3.14b-16a; I Corintios 10, 16-17; Juan 6, 51-58). El Salmo 148 (147), por su parte, dice que el Señor nos alimenta con el pan de su Palabra.


2. La Eucaristía es presencia Cristo resucitado, Palabra de Dios que nos alimenta

La presencia de Cristo en la Eucaristía no es aparente, es real. Pero esta realidad no es la de un fenómeno material verificable por los sentidos o por una experimentación físico-química, sino la de un misterio de orden espiritual, sólo captable por la fe. Esto es precisamente lo que nos enseña el Evangelio según san Juan con el Discurso del Pan de Vida pronunciado por Jesús después de la multiplicación de los panes, y del cual se nos presenta hoy un fragmento. Los versículos con los que continúa el capítulo 6 de este Evangelio (59-63) son claros al respecto, sobre todo cuando Jesús explica que las palabras que ha dicho “son espíritu y vida” (6, 63), refiriéndose al sentido de lo que Él quiere significar cuando dice: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (6, 55), y evocando como una prefiguración de esta realidad el “maná”, aquél “pan bajado del cielo” con el que, tal como nos lo cuenta el libro del Deuteronomio en la primera lectura, Dios mismo había alimentado a los israelitas en el desierto mientras caminaban hacia la tierra prometida.

Ahora bien, esa presencia espiritual suya después de su muerte y resurrección, quiso invitarnos nuestro Señor Jesucristo a reconocerla en las especies del pan y el vino consagrados en la Eucaristía con el rito y las palabras que Él mismo, en la última cena antes de su pasión, les dijo a sus primeros discípulos que repitieran después en conmemoración suya. En este sentido, el pan y el vino, en virtud de la consagración así realizada, gracias la acción del mismo Espíritu Santo por cuya obra y gracia la Palabra se hizo carne, se convierten para nosotros en el cuerpo y la sangre, es decir, en la presencia viva de Jesús que nos entrega su vida. Él es, de esta manera, la Palabra de Dios que nos alimenta no sólo con sus enseñanzas, sino con su propia vida resucitada que Él mismo nos comunica, estando siempre disponible para nosotros en lo que llamamos el Santísimo Sacramento. Tal es el sentido de la adoración a las hostias consagradas que quedan en el Sagrario después de la celebración de la Santa Misa.


3. La Eucaristía, sacramento de Jesucristo resucitado que nos une en comunidad

Al partir y comer el mismo pan, y al beber conjuntamente del mismo cáliz, compartiendo así la presencia de Jesucristo que se nos comunica alimentándonos con su vida resucitada, su Espíritu Santo nos une en un solo cuerpo, nos hace una comunidad de amor que celebra y vive la “Acción de Gracias”, que es lo que significa en griego la palabra “Eucaristía” (2ª Lectura: 1 Cor 10, 16). Así sucedió con los primeros discípulos de Jesús unidos en oración con María, su madre -en quien por obra del mismo Espíritu la Palabra de Dios se hizo carne- y así también sucede con nosotros cuando en la Santa Misa se hace presente Cristo resucitado y nos alimenta con su Cuerpo y Sangre gloriosos.

Terminemos evocando la última Carta Apostólica que dejó el Papa Juan Pablo II como una especie de testamento para el Año de la Eucaristía (2005), en el cual pasó a la vida eterna:

“La Iglesia es el cuerpo de Cristo: se camina «con Cristo» en la medida en que se está en relación «con su cuerpo». Para crear y fomentar esta unidad Cristo envía el Espíritu Santo. Y Él mismo la promueve mediante su presencia eucarística. En efecto, es precisamente el único Pan eucarístico el que nos hace un solo cuerpo. El apóstol Pablo lo afirma: «Un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10,17)” (n. 20).- “El Pan eucarístico que recibimos es la carne inmaculada del Hijo: «Ave verum corpus natum de Maria Virgine» (Te saludo, cuerpo verdadero nacido de María Virgen”). Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida” (n. 31).-

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