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martes, 23 de junio de 2009

Fuego de Dios, noche de San Juan: ¡llama que consume y no da pena!

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Para muchos de nosotros, herederos de un cristianismo vinculado a las tradiciones populares y a la herencia religiosas de la humanidad, al menos en el hemisferio norte, la fiesta de San Juan está vinculada al fuego y al agua: al fuego del sol ardiente (del día más largo de verano), al agua del nuevo nacimiento (del bautismo). La noche de San Juan ha sido y sigue siendo el tiempo del fuego en las plazas y colinas, en los cruces de caminos y en los puentes. A la llama del Dios/Fuego [Juan] se “cogía el trébole la noche de San Juan”, se quemaban las culebras, se purificaban los campos y, en el fondo, se evocaba el paso de la vida. Todo se quema, todo arde, para que todo pueda nacer: principados, señoríos;obispados, ministerios; palacios y chozas... todo ardía,porque todo es fuego en el Dios donde todo nace y todo se consume/consuma para ser… He tratado de la llama de Dios varios días en este blog, desde la perspectiva del fuego/cielo y fuego/infierno. Hoy es ocasión para volver al tema, en la magia de la noche de San Juan, retomando motivos anteriores y evocando una verso famoso del fuego en San Juan de la Cruz. Para Mañana trataré del agua de San Juan.

(1) Fuego de Dios: teofanía y castigo.

El fuego está ligado a lo divino como fuerza crea¬dora y destructora. La misma revelación de Dios, que trans¬ciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14). El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, ló¬gicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24). Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios pro¬viene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3).
Éste es el fuego que obedece a Elías, pro¬feta (1 Re 18, 38-39; 2 Re 1, 10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1, 4-7; 2, 5; Os 8, 14; Jer 11, 16; 21, 24; Ez 15, 7, etc.). Pero el fuego de Mt 25, 41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo. En esta línea han empezado a situarse ya las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comien¬za a realizar el juicio (Jl 2, 3; 3, 3). También es importante Ez 38, 22; 39, 6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3, 1–3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios. Éste es el fuego de Juan Bautista, que habla del Dios que viene a quemar la paja al lado de la era.

(2) Moisés. La zarza ardiente.

Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de oriente y occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente: «Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí» (Ex 3, 2-4). Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gen 12, 6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera).
Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta. Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa pobre zarza se desvela Dios, como vida en aquello que es más débil, más frágil. Moisés ha ido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el espectáculo, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero Dios, que le hablará desde el fuego de la zarza, tiene otra intención, se manifiesta de otra forma, revelándose como Yahvé (El que Es) y enviándole a liberar a los hebreos.

(3) Fuego destructor, fuego de castigo

A partir de los pasajes anteriores, la tradición exegética ha distinguido dos tipos de fuego de castigo: uno que destruye a los culpables para siempre (fuego de aniquilación) y otro que les castiga y atormenta, también para siempre (fuego de punición).
(a) Fuego de aniquilación. Es signo de la fuerza destructora de Dios que aniquila a los malvados. El mismo fuego de Dios ejerce una función positiva (da calor, ofrece vida, es signo teofánico) y también otra que es negativa (es terrorífico, destruye todo lo que encuentra). En esa línea, desde un punto de vista filosófico, dentro de la tradición occidental, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica, como principio positivo y cons¬titutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos; los otros son agua, tierra, aire) o domo poder destructor, que todo lo aniquila para recrearlo (Heráclito). El fuego, en fin, tiene una clara connotación psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos condu¬ce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o nos lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles), convirtiéndose así en sinónimo de muerte, destrucción, puro vacío.
(b) Fuego de castigo. No destruye, sino que va quemando sin fin los cuerpos y las almas de los condenados. Esta visión de fuego de castigo que no acaba sólo es posible allí donde se destaca el carácter perverso de algunos hombres y la visión de un Dios juez, que impone una condena sin fin a esos perversos. Éste es un tema clave la teodicea entendida ya de una manera judicial. El viejo sheol de las represen¬taciones antiguas, donde todos por igual perviven tras la muerte, en estado de sombra (pero sin sufrimiento), no responde a la nueva experiencia de Dios y su justicia, que tiene que sancionar a los malvados. Por eso, el sheol se convierte progresivamente en lugar de espera hasta que llegue el juicio que se expresa como salvación o condena (cf. Dan 12, 1-3).

(4) De Juan Bautista a Juan de la cruz. Con llama que consume y no da pena

Conforme a lo anterior, la función del fuego es doble: puede concebirse como fuerza des¬tructora que aniquila (llama permanente que castiga). Pero también, en otra línea, el fuego puede venir a presentarse como la más honda “esencia de Dios”, que es fuego purificador, destructor y creador. Paradójicamente, nadie (que sepamos) ha profundizado en el tema del fuego de Dios como Juan de la Cruz, en su obra madura «LLAMA DE AMOR VIVA”. Aquí me limito a citar uno de los últimos verso del Cántico Espiritual, en la estrofa 29, que es la culminación del camino profético y místico:

el aspirar el aire,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena (Cántico b, 39)

Ellos mismos (Dios y el hombre/mujer que le aman) son luz, ellos son llama: se van consumiendo uno en otro y de esa forma se consuman. La más honda realidad de Dios se vuelve fuego: los restantes símbolos quedan trascendidos y asumidos de algún modo en este fuego-luz, en la noche serena, que es hogar de respiración dialogal, llama de vida que existe al darse y se consuma al consumirse sin fin.

Porque, habiendo llegado al fuego,
está el alma en tan conforme y suave amor con Dios, que,
con ser Dios, como Dice Moisés, fuego consumidor,
ya no lo sea, sino consumador y refeccionador.
Que no es ya como la transformación
que tenía en esta vida el alma,
que, aunque era muy perfecta y consumadora en amor,
todavía le era algo consumidora y detractiva,
a manera del fuego en el ascua...
(Cf. Dt 4, 24. Coment 39, 14).

El fuego de este mundo consume y da pena, duele. El fuego del cielo consuma sin consumir ni consumirse: es fuego de luz, vida amorosa que se expande, sin perder fuerza ni perderse. En ese contexto la vida eterna es llama de luz en la noche internamente iluminada, canto de existencia superior, himno de Pascua, vida que triunfa y existe por la muerte.
En este contexto, recogiendo de un modo unitario las ideas de esta estrofa, podemos citar unos pasajes de Llama de Amor Viva, donde de SJC ha evocado la culminación de su experiencia amorosa. El texto de Llama evoca y despliega de un modo consecuente la misma experiencia, al entender la realidad como regalo de bondad, que Dios ofrece al hombre y que el hombre regala nuevamente a Dios, en comunión de amantes: un Dios que es Fuego de Amor. En esa línea de fuego queremos recordar esta noche al profeta Juan, en su noche santa, la noche de San Juan.

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