LECTURAS: HECH 12, 1-11; SAL 33; 2TIM 4, 6-8. 17-18; MT 16, 13-19
Hech. 12, 1-11. Dios siempre saldrá en defensa de los suyos. El anuncio del Evangelio se debe hacer con toda valentía, bajo la guía del Espíritu Santo. Ya el Señor nos advirtió: En el mundo tendrán tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo.
Mientras no llegue nuestra hora nadie podrá hacernos algún daño. Por eso vivamos siempre alegres en el Señor, dando testimonio de Él, de su misericordia para con todos. Proclamemos el Nombre del Señor; hagámoslo con los labios, pero sobre todo con el testimonio de nuestra vida, que se hace entrega en favor del bien de los demás, pues sólo así el Señor, por medio de su Iglesia, continuará siendo el Evangelio viviente del Padre para toda la humanidad.
Cuando veamos que el mal se levanta para destruir la fe, las buenas costumbres, o a los que proclaman el Nombre del Señor, sepamos ser una Iglesia que ora por los demás miembros que le pertenecen.
Sepamos ser como el ángel de Dios, que se acerca a los que sufren para liberarlos de las manos de los pecadores y de quienes los odian. Vayamos con la fuerza que nos viene del Espíritu de Dios, que habita en nosotros.
La Iglesia, bajo el signo de Pedro, que es el Papa, debe esforzarse continuamente por liberar al hombre de su esclavitud al mal para que, libre de esas ataduras, tanto se integre a la Comunidad de fe como testigo de la misericordia divina, como se alegre en el Señor, teniendo como propia la salvación que Dios ofrece a todos y de la que debemos dar testimonio en el mundo entero.
Sal. 34 (33). Proclamamos el Nombre del Señor y le damos gracias desde la experiencia personal que de Él hemos tenido. Él siempre nos escucha y es misericordioso con aquellos que le temen y en su bondad confían.
El clamor de los pobres, de los angustiados, de los perseguidos llega hasta el mismo corazón de Dios, y Él sale como su poderoso defensor y protector.
Cuando acudimos al Señor, contemplamos su Rostro y quedamos radiantes de gozo, pues no podemos continuar como esclavos de la maldad, sino que volvemos como testigos del amor de Dios, llenos de gozo, para comunicarlo a los demás.
Sólo quien no ha experimentado el amor de Dios puede pensar que todo esto son meras ilusiones. Pero, haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
2Tim. 4, 6-8. 17-18. Conociendo el plan de Dios sobre cada uno de nosotros conforme al llamado que nos ha hecho, hemos de serle siempre fieles, de tal forma que podamos decir que hemos corrido hasta la meta. No podemos cumplir nuestra misión a medias.
Porque Dios así lo ha querido, el anuncio del Evangelio está en nuestras manos. El Señor nos ha dado su Espíritu no como un adorno, sino para que anunciemos su Evangelio hasta el último rincón de la tierra.
Sabiendo que, junto con Cristo, al final de nuestra vida podremos decir: Todo está cumplido, tenemos la esperanza cierta de que el Señor, librándonos del pecado y de la muerte, al final nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial.
A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y siempre.
Mt. 16, 13-19. Y tú ¿quién dices que soy yo? No podemos dar una respuesta sino desde la propia vida. ¿Hasta dónde se ha metido el Señor en nosotros? ¿Hasta dónde somos capaces de llegar por el amor que le tenemos?
¿Sabes lo que tú significas para Él? Efectivamente: Él tomó sobre sí nuestros propios pecados, y clavó en la cruz, para borrarlo, el documento que nos condenaba.
Mediante su muerte y resurrección nuestros pecados son perdonados, y recibimos nueva Vida: su Vida en nosotros. Él, haciéndonos hijos de Dios por nuestra comunión con Él, nos hace coherederos suyos en la gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre, para que estemos con Él eternamente. Esto es lo que nosotros somos para Él.
Y aun cuando Pedro le dice: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, sin embargo Cristo le hace ver a Pedro quién es él para Cristo: Es la piedra sobre la que el Señor edifica su Iglesia. Teniendo a Pedro, la Iglesia tiene la presencia de Cristo Cabeza en ella, de tal forma que la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte se prolongarán, desde Pedro y sus sucesores, a través del tiempo en favor de la humanidad entera.
Pedro y sus sucesores tendrán la asistencia plena del Espíritu Santo, para que bajo su magisterio la Iglesia pueda discernir entre la verdad y el error, entre el bien y el mal para que el Rebaño de Cristo sea defendido de los lobos rapaces que, incluso llegan a ella vestidos de ovejas.
Aprendamos a tomar nuestra cruz de cada día y, teniendo a Cristo por Cabeza y a Pedro como signo Visible de Jesucristo, encaminémonos a la Gloria que nos espera a quienes permanezcamos fieles al Señor.
Es el Señor. Es el Mesías. Es el Hijo de Dios. Él nos reúne en torno suyo en esta Eucaristía. Él nos manifiesta cuánto nos ama entregando su vida para el perdón de nuestros pecados, y confiándonos el anuncio de su Evangelio.
Él se hace uno con nosotros para continuar perdonando a los pecadores, para continuar sanando a los enfermos, consolando a los tristes, trabajando por la paz y construyendo su Reino entre nosotros por medio de su Iglesia. Por eso, nosotros, que somos su Iglesia, no sólo lo confesamos como el Mesías Redentor y como el Hijo de Dios hecho hombre, sino que lo hacemos presente desde una vida totalmente comprometida con su Él y con su Evangelio, aceptando vivir en una auténtica comunión con Él y con aquel que Él ha querido poner al frente de la Comunidad de Creyentes, como piedra sobre la que se edifica su Iglesia.
Algo que destaca en las lecturas de este día es la Comunidad orante, que intercede por sus miembros que se encuentran en peligro. Esto conmueve al mismo Dios para salvar a los suyos.
Una Iglesia que pierda el sentido de la oración se anquilosa, se autodestruye; probablemente brille hasta deslumbrar a los demás, pero no les iluminará el camino para que se encaminen a su perfección.
No son sólo palabras eruditas, ni proyectos humanos lo que salvará al hombre, sino Dios, que nos concede su gracia de un modo gratuito. Por eso debemos orar sin cesar, sabiendo que la oración es como el aire que le da vida a toda la Iglesia.
Orar bajo la guía del Espíritu Santo. Orar por el Papa, para que el Señor lo guíe amorosamente en el servicio de todas las Iglesias; orar por los Obispos, para que en comunión con el Papa, sean signo de Jesucristo Buen Pastor en medio de su Pueblo; orar por los Presbíteros, para que sean próvidos colaboradores de los Obispos, convirtiéndose así en el signo más cercano de Cristo para la comunidad que Dios les ha confiado; orar por los Diáconos para que estén al servicio de la Mesa de la Palabra y de la Eucaristía no como eruditos, sino con la santidad de Cristo que vino a servir y a dar su vida por todos; orar por los consagrados y consagradas, para que sean el regalo que Dios hace a su Iglesia para que entendamos, bajo ese signo, que nuestro trabajo está aquí en la tierra, pero que no perdemos de vista los bienes eternos, amando a nuestro prójimo y a Cristo con un corazón indiviso; orar por los Laicos, para que no sólo sean receptores, sino transmisores del Evangelio, a la medida de la gracia recibida, en los diversos ambientes en que se desarrolle su vida.
Así la Iglesia apostólica realmente será un signo creíble del amor salvador de Cristo, que continuará su Obra entre nosotros.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber dar testimonio de nuestra fe no sólo con nuestras palabras y con una vida íntegra, sino también con nuestro servicio amoroso en favor del Evangelio, en una auténtica comunión de fe con el Papa y los Obispos. Amén.
www.homiliacatolica.com
Desde enero de 2003
Está autorizada a toda persona y organización humana, la reproducción total o parcial de los contenidos presentados en esta página web, siempre que se respete el mensaje original y se haga sin fines de lucro, en caso contrario, será necesario solicitar autorización por escrito a fin de que sea considerada por el Pbro. Rodrigo Guadarrama.
Mientras no llegue nuestra hora nadie podrá hacernos algún daño. Por eso vivamos siempre alegres en el Señor, dando testimonio de Él, de su misericordia para con todos. Proclamemos el Nombre del Señor; hagámoslo con los labios, pero sobre todo con el testimonio de nuestra vida, que se hace entrega en favor del bien de los demás, pues sólo así el Señor, por medio de su Iglesia, continuará siendo el Evangelio viviente del Padre para toda la humanidad.
Cuando veamos que el mal se levanta para destruir la fe, las buenas costumbres, o a los que proclaman el Nombre del Señor, sepamos ser una Iglesia que ora por los demás miembros que le pertenecen.
Sepamos ser como el ángel de Dios, que se acerca a los que sufren para liberarlos de las manos de los pecadores y de quienes los odian. Vayamos con la fuerza que nos viene del Espíritu de Dios, que habita en nosotros.
La Iglesia, bajo el signo de Pedro, que es el Papa, debe esforzarse continuamente por liberar al hombre de su esclavitud al mal para que, libre de esas ataduras, tanto se integre a la Comunidad de fe como testigo de la misericordia divina, como se alegre en el Señor, teniendo como propia la salvación que Dios ofrece a todos y de la que debemos dar testimonio en el mundo entero.
Sal. 34 (33). Proclamamos el Nombre del Señor y le damos gracias desde la experiencia personal que de Él hemos tenido. Él siempre nos escucha y es misericordioso con aquellos que le temen y en su bondad confían.
El clamor de los pobres, de los angustiados, de los perseguidos llega hasta el mismo corazón de Dios, y Él sale como su poderoso defensor y protector.
Cuando acudimos al Señor, contemplamos su Rostro y quedamos radiantes de gozo, pues no podemos continuar como esclavos de la maldad, sino que volvemos como testigos del amor de Dios, llenos de gozo, para comunicarlo a los demás.
Sólo quien no ha experimentado el amor de Dios puede pensar que todo esto son meras ilusiones. Pero, haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
2Tim. 4, 6-8. 17-18. Conociendo el plan de Dios sobre cada uno de nosotros conforme al llamado que nos ha hecho, hemos de serle siempre fieles, de tal forma que podamos decir que hemos corrido hasta la meta. No podemos cumplir nuestra misión a medias.
Porque Dios así lo ha querido, el anuncio del Evangelio está en nuestras manos. El Señor nos ha dado su Espíritu no como un adorno, sino para que anunciemos su Evangelio hasta el último rincón de la tierra.
Sabiendo que, junto con Cristo, al final de nuestra vida podremos decir: Todo está cumplido, tenemos la esperanza cierta de que el Señor, librándonos del pecado y de la muerte, al final nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial.
A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y siempre.
Mt. 16, 13-19. Y tú ¿quién dices que soy yo? No podemos dar una respuesta sino desde la propia vida. ¿Hasta dónde se ha metido el Señor en nosotros? ¿Hasta dónde somos capaces de llegar por el amor que le tenemos?
¿Sabes lo que tú significas para Él? Efectivamente: Él tomó sobre sí nuestros propios pecados, y clavó en la cruz, para borrarlo, el documento que nos condenaba.
Mediante su muerte y resurrección nuestros pecados son perdonados, y recibimos nueva Vida: su Vida en nosotros. Él, haciéndonos hijos de Dios por nuestra comunión con Él, nos hace coherederos suyos en la gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre, para que estemos con Él eternamente. Esto es lo que nosotros somos para Él.
Y aun cuando Pedro le dice: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, sin embargo Cristo le hace ver a Pedro quién es él para Cristo: Es la piedra sobre la que el Señor edifica su Iglesia. Teniendo a Pedro, la Iglesia tiene la presencia de Cristo Cabeza en ella, de tal forma que la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte se prolongarán, desde Pedro y sus sucesores, a través del tiempo en favor de la humanidad entera.
Pedro y sus sucesores tendrán la asistencia plena del Espíritu Santo, para que bajo su magisterio la Iglesia pueda discernir entre la verdad y el error, entre el bien y el mal para que el Rebaño de Cristo sea defendido de los lobos rapaces que, incluso llegan a ella vestidos de ovejas.
Aprendamos a tomar nuestra cruz de cada día y, teniendo a Cristo por Cabeza y a Pedro como signo Visible de Jesucristo, encaminémonos a la Gloria que nos espera a quienes permanezcamos fieles al Señor.
Es el Señor. Es el Mesías. Es el Hijo de Dios. Él nos reúne en torno suyo en esta Eucaristía. Él nos manifiesta cuánto nos ama entregando su vida para el perdón de nuestros pecados, y confiándonos el anuncio de su Evangelio.
Él se hace uno con nosotros para continuar perdonando a los pecadores, para continuar sanando a los enfermos, consolando a los tristes, trabajando por la paz y construyendo su Reino entre nosotros por medio de su Iglesia. Por eso, nosotros, que somos su Iglesia, no sólo lo confesamos como el Mesías Redentor y como el Hijo de Dios hecho hombre, sino que lo hacemos presente desde una vida totalmente comprometida con su Él y con su Evangelio, aceptando vivir en una auténtica comunión con Él y con aquel que Él ha querido poner al frente de la Comunidad de Creyentes, como piedra sobre la que se edifica su Iglesia.
Algo que destaca en las lecturas de este día es la Comunidad orante, que intercede por sus miembros que se encuentran en peligro. Esto conmueve al mismo Dios para salvar a los suyos.
Una Iglesia que pierda el sentido de la oración se anquilosa, se autodestruye; probablemente brille hasta deslumbrar a los demás, pero no les iluminará el camino para que se encaminen a su perfección.
No son sólo palabras eruditas, ni proyectos humanos lo que salvará al hombre, sino Dios, que nos concede su gracia de un modo gratuito. Por eso debemos orar sin cesar, sabiendo que la oración es como el aire que le da vida a toda la Iglesia.
Orar bajo la guía del Espíritu Santo. Orar por el Papa, para que el Señor lo guíe amorosamente en el servicio de todas las Iglesias; orar por los Obispos, para que en comunión con el Papa, sean signo de Jesucristo Buen Pastor en medio de su Pueblo; orar por los Presbíteros, para que sean próvidos colaboradores de los Obispos, convirtiéndose así en el signo más cercano de Cristo para la comunidad que Dios les ha confiado; orar por los Diáconos para que estén al servicio de la Mesa de la Palabra y de la Eucaristía no como eruditos, sino con la santidad de Cristo que vino a servir y a dar su vida por todos; orar por los consagrados y consagradas, para que sean el regalo que Dios hace a su Iglesia para que entendamos, bajo ese signo, que nuestro trabajo está aquí en la tierra, pero que no perdemos de vista los bienes eternos, amando a nuestro prójimo y a Cristo con un corazón indiviso; orar por los Laicos, para que no sólo sean receptores, sino transmisores del Evangelio, a la medida de la gracia recibida, en los diversos ambientes en que se desarrolle su vida.
Así la Iglesia apostólica realmente será un signo creíble del amor salvador de Cristo, que continuará su Obra entre nosotros.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber dar testimonio de nuestra fe no sólo con nuestras palabras y con una vida íntegra, sino también con nuestro servicio amoroso en favor del Evangelio, en una auténtica comunión de fe con el Papa y los Obispos. Amén.
www.homiliacatolica.com
Desde enero de 2003
Está autorizada a toda persona y organización humana, la reproducción total o parcial de los contenidos presentados en esta página web, siempre que se respete el mensaje original y se haga sin fines de lucro, en caso contrario, será necesario solicitar autorización por escrito a fin de que sea considerada por el Pbro. Rodrigo Guadarrama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario