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miércoles, 2 de julio de 2008

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: EL MENSAJE DEL DOMINGO

En aquel tiempo exclamó Jesús: «Te alabo, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te pareció mejor. » Y luego dijo a sus discípulos: Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Vengan a mi todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón; y encontrarán su descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.» (Mateo 11, 25-30).

En este texto del Evangelio según san Mateo encontramos tres elementos para nuestra reflexión: 1º- Jesús alaba al Padre por revelar sus misterios a la gente sencilla. 2º- Jesús dice que sólo a través de Él podemos conocer a Dios Padre. 3º- Jesús se presenta como el Maestro cuya enseñanza contrasta con la de los doctores de la ley. Tratemos de aplicar a nuestra vida estos tres temas, teniendo en cuenta también las otras lecturas bíblicas de hoy [Zacarías 9, 9-10; Salmo 145 (144); Romanos 8, 9.11.13].

1.- Jesús alaba a Dios su Padre por revelarse a las personas sencillas y humildes

«Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla.». En el Evangelio según san Lucas (Lc 10, 21-22), esta misma exclamación de Jesús sucede después del regreso de los 72 discípulos que Él había enviado a predicar, cuando ellos le contaron cómo habían podido vencer los poderes del mal (Lc 10, 17-20). En el texto de san Mateo, que es el propio de este domingo, el contexto corresponde a la respuesta que Jesús les dio a los seguidores de Juan Bautista cuando le preguntaron si era el Mesías esperado, y Él les contestó “Vayan y díganle a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida, y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Mt 11, 4-5).

Pero el mensaje central de ambos pasajes paralelos es que Dios se les muestra como un Padre misericordioso a quienes tienen una actitud de “pobres”, -es decir, reconocen humildemente su necesidad de salvación-, y lo que Él les revela son los hechos liberadores en los cuales se manifiesta su Reino, que es el poder del Amor. Para reconocer estos hechos como tales se necesita una disposición diametralmente opuesta a la arrogancia de los sabios y entendidos, que creen poder explicarlo todo por sí mismos y por eso no son capaces de una verdadera experiencia de Dios. Jesús se refiere así a los doctores de la Ley que oprimían al pueblo con prescripciones basadas en el temor, muy distantes del reconocimiento del Dios clemente y compasivo, lento a la cólera y rico en piedad, bueno y cariñoso con todas sus criaturas, al cual se refiere el salmo responsorial de este domingo [Salmo 145 (144)].

2.- “Todo me lo ha entregado mi Padre, nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”

Cinco veces aparece el término Padre en este pasaje del Evangelio. La novedad y la esencia de la buena noticia proclamada por Jesús de palabra y con sus propios hechos liberadores, es precisamente que nuestro Creador es un Padre compasivo y misericordioso.

A este Dios verdadero no podemos conocerlo tal como es -como el Dios que es Amor- sólo por nuestra propia inteligencia, es decir, no podemos tener una experiencia vital de Él únicamente en virtud de nuestro propio esfuerzo, sino que es Él mismo quien se nos da a conocer en la persona de Jesucristo y por la acción de su Espíritu Santo. Este mismo Espíritu habita y actúa en nosotros, como dice san Pablo en la 2ª lectura, cuando lo que rige nuestra existencia no es lo material y exterior (“la carne”), sino que abrimos humildemente nuestras mentes y corazones a una vivencia interior de Dios: “Ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes”.

3.- “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré; carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”

La actitud de mansedumbre y humildad que caracteriza a Jesús y contrasta con el talante de violencia y arrogancia propio de los poderosos de la tierra, había sido anunciada unos 550 años antes por el profeta Zacarías, quien se refirió al Mesías prometido con la imagen que nos presenta la primera lectura (Zc 9, 9-10), la misma que evocaría el evangelista san Mateo al relatar la entrada de Jesús a Jerusalén pocos días antes de su pasión (Mt 21, 4-5): “Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno”.

Los “doctores de la Ley”, contemporáneos de Jesús y de los inicios del cristianismo, imponían cargas pesadas sobre la gente, que se sentía agobiada por el peso de tantas normas, de tanto legalismo y ritualismo. Habían convertido la religión en un conjunto de prácticas externas desligadas de lo esencial, vacías de espíritu, vacías de amor, vacías de Dios. Jesús se presenta a sí mismo como el Maestro paciente y cercano que, sin imposiciones autoritarias, sin humillar a los demás como lo hacían aquellos “doctores” -y como lo hacen siempre los que se creen “sabios y entendidos” despreciando a quienes no tienen sus conocimientos-, nos invita a reconocer a Dios como un Padre compasivo y a vivir la ley interior del amor, para lo cual Él mismo nos ofrece la comunicación de su Espíritu. Abrámosle espacio entonces en nuestras mentes y corazones al Espíritu Santo, para que nos disponga a dejarnos enseñar por el único Maestro que puede guiarnos hacia una experiencia vital de Dios: nuestro Señor Jesucristo-.

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