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jueves, 3 de julio de 2008

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Corazones abiertos a la Palabra



Lo primero que se me ha venido a la mente, al leer las lecturas de este domingo, ha sido un libro de hace unos cuantos años, firmado por Ernesto Cardenal y titulado El Evangelio en Solentiname. Cuenta en él Ernesto Cardenal, que en 1966 fue a aquel remoto paraje de Nicaragua con otros dos compañeros para fundar una comunidad contemplativa. Allí comenzaron a llevar una vida muy sencilla, compartiendo trabajo y oración con los campesinos pobres de la zona.
Con ellos celebraban misa los domingos y escuchaban como aquella gente sencilla comentaba el Evangelio y lo aplicaba a su vida, a sus problemas y dificultades. Sentían aquellos hombres y mujeres que la Palabra de Dios se dirigía a ellos y les hablaba al corazón. Las palabras de Jesús les hablaban de libertad y les daban esperanza. Se sentían oprimidos por una situación de pobreza injusta. Vivían en la Nicaragua sometida a la dictadura de Somoza. Y el Evangelio sonaba a liberación. El Reino era una promesa llena de vida y futuro.

Jesús, portador de paz y esperanza

El Evangelio de hoy nos debería llegar así al corazón. Jesús toma la Palabra y se dirige a su Padre, su Abbá, y a los que le escuchan. Da gracias porque la buena nueva del reino llega a los que más lo necesitan, a los que les ha tocado la parte peor de la historia, a los sencillos y humildes que no tienen nada y que, por eso, ponen su esperanza, toda su esperanza, sólo en Dios.
Jesús siente que su misión encuentra así su sentido pleno, que Dios es el Padre que acoge a todos, sobre todo a los que están cansados y agobiados por el peso de la pobreza, del sufrimiento, de la injusticia, del dolor. Para ellos el yugo de Jesús es llevadero y su carga ligera.
El Reino de Jesús es diferente de todos los demás los que hemos conocido y conocemos en nuestra historia. Como dice la profecía de Zacarías, el rey viene justo y victorioso pero modesto y cabalgando en un borrico. Su victoria pone fin a las armas y a la violencia, a la destrucción y la guerra. Trae la paz porque su palabra llega al corazón de las personas. Allí donde crece el odio y la violencia, él pondrá la reconciliación, el perdón y la justicia que reconstruye las relaciones entre las personas.

De la utopía a la esperanza comprometida

¿No es ésta una utopía más? ¿Un sueño inútil? ¿Una esperanza que nos lleva una vez más a un callejón sin salida? De ninguna manera, porque, como nos dice Pablo en la carta a los Romanos, el Espíritu de Dios habita en nosotros. Creemos en Jesús, creemos que resucitó de entre los muertos. Por eso, con el Espíritu damos muerte a las obras del cuerpo, de la carne. Y la carne en Pablo no se refiere sólo a los pecados sexuales. La carne es otra forma de referirse al hombre viejo, egoísta, violento. Es una forma de vida que lleva a la muerte.
La fe nos abre al Espíritu de Dios, al hombre nuevo en Cristo, a vivir de tal modo que vamos construyendo el reino de Dios en todo lo que hacemos. Y la utopía se va haciendo realidad en nuestras actitudes y relaciones. La esperanza cristiana no es una utopía sino el compromiso activo por vivir según el Espíritu.
Es tiempo de abrir el corazón para dejar que la Palabra nos llegue, nos llene de esperanza y nos mueva a vivir según el Espíritu de Jesús. Como hizo Ernesto Cardenal con aquellos campesinos de Solentiname.

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