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lunes, 7 de julio de 2008

XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: HOMILÍA CATÓLICA

SALIÓ UN SEMBRADOR A SEMBRAR
Publicado por Homilia Católica


LECTURAS: IS 55, 10-11; SAL 64; ROM 8, 18-23; MT 13, 1-23
Comentando la Palabra de Dios

Is. 55, 10-11. Es Voluntad del Padre que todas las cosas creadas tengan a Cristo por Cabeza. Y ¿qué debemos hacer para actuar como Dios quiere?: creer en Aquel que Él envió. Todo el que crea en Él no será condenado. Y Dios no ha reservado su salvación para unos cuantos, sino que quiere que todos nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad. Para cumplir con esta voluntad soberana del Padre, el Hijo tomó nuestra naturaleza humana, proclamó la Buena Nueva de la salvación no sólo con sus palabras, sino también con sus obras y con su vida misma, convirtiéndose así, para nosotros, en el Evangelio viviente del Padre.
Él ha buscado todo lo que se había perdido; como el Buen Pastor busca la oveja descarriada hasta encontrarla, y vuelve a la Casa Paterna, no con las manos vacías, sino llevando consigo a todas las personas de buena voluntad, que le aceptan como Camino, Verdad y Vida.
La Iglesia de Cristo continúa con esa misma misión en el mundo: conducir a todos los pueblos a la plena unión con Cristo, para participar en Él y sólo por Él, de la salvación, de la vida y de la gloria que a Cristo le corresponde como herencia y como a Hijo unigénito del Padre.
¿Habrá sido fecunda en nosotros la Palabra de Dios, transformando nuestra vida de pecadora en justa? Ojalá y la misma Palabra de Dios no sólo sea escuchada por nosotros, sino que produzca abundantes frutos de salvación.

Sal. 65 (64). Nosotros somos arada de Dios. El Señor ha sembrado en nosotros su Palabra. Él ha purificado y preparado nuestros corazones mediante la entrega de su propia Vida. Él ha derramado en nosotros el Espíritu Santo, para que fecunde nuestros desiertos y nos haga producir abundantes frutos de buenas obras.
Por eso todo aquel que entre en contacto con la Iglesia ha de encontrar en ella la paz, la alegría y el auténtico amor fraterno. Más aún: desde la Iglesia, como instrumento de salvación, ha de llegar a todos en abundancia el amor de Dios, su perdón, su misericordia y su paz.
Mientras seamos una Iglesia que sólo se conforme con anunciar el Nombre del Señor con los labios, pero con las obras esté manifestando signos de pecado y de muerte, estaremos traicionando la Misión salvadora que el Señor nos ha confiado.
Vivamos en el amor a Dios y caminemos constantemente en el amor fraterno, haciendo así realidad en nosotros el Evangelio que proclamamos a todo el mundo.

Rom. 8, 18-23. Por pura gracia hemos sido llamados por Dios a ser sus hijos adoptivos, unidos a Cristo Jesús mediante la fe y el bautismo. Sin embargo no perdemos nuestra condición de viadores por este mundo. Si somos sinceros en nuestra fe en Cristo caminaremos por este mundo con la esperanza puesta en los bienes definitivos. Y nuestro caminar por este mundo manifestará nuestra cercanía a Dios a través de nuestras obras, las cuales, nacidas de un corazón en el que habite Dios, indicarán quién realmente Él se encuentra en el centro de nuestra vida.
Somos conscientes de que constantemente estamos sometidos a una diversidad de pruebas y tentaciones, y que muchas veces tal vez nuestras obras han manifestado que nos hemos alejado del Señor, y que nuestros caminos se han desviado. Sin embargo el Señor siempre está dispuesto a perdonarnos. Pero nosotros hemos de estar siempre dispuestos a retomar el camino del bien, fortalecidos con el Espíritu Santo para escuchar con amor la Palabra de Dios y ponerla en práctica.
Por eso pidámosle al Señor que nos conceda su gracia y derrame en mayor abundancia su Espíritu Santo en nosotros.

Mt. 13, 1-23. La Palabra del Reino es Cristo; Él es el Evangelio viviente del Padre para nosotros. El que Evangeliza se preocupa en transformar en Cristo a sus hermanos. El cumplimiento de la Misión de la Iglesia es un trabajar constantemente para que Aquel que es la Palabra tome cuerpo en todas y cada una de las personas.
No basta con oír la Palabra; ni oírla y entenderla; ni siquiera oírla y aceptarla inmediatamente con alegría. Es necesario oír la Palabra, entenderla y dejarla dar fruto, y fruto en abundancia en nosotros de un modo personal como en Iglesia.
Tal vez al principio el fruto sea demasiado exiguo; pero puestos en manos de Dios Él nos irá purificando día a día, como el viñador poda las ramas, para que demos más fruto, incluso del ciento por uno.
No seamos discípulos descuidados, que escuchan la Palabra de Dios y después, al salir de su presencia, la olvidan y se van nuevamente tras de las maldades. Seamos discípulos fieles que sepan escuchar la Palabra de Dios, meditarla en el corazón y ponerla en práctica. Entonces realmente la Palabra de Dios nos santificará y no nos juzgará ni condenará al final de nuestra vida.
Dios ha sembrado la Buena Semilla de su Palabra en todos nosotros, que somos la arada del Señor. En el contacto con las realidades de cada día muchas veces se puede desviar nuestro corazón del camino del bien. Cuando comienzan a aparecer los frutos, que son nuestras obras, en lugar de ser un buen trigo podríamos manifestarnos como personas que no sólo producen frutos venenosos, sino que incluso llegan a convertirse en aquellos que inducen a otros al mal, convirtiéndonos así, no en sembradores de la Buena Semilla del Evangelio, sino en sembradores de maldad, de pecado y de muerte.
A pesar de que seamos grandes pecadores, de tal forma que llegásemos incluso a pensar que ya no tenemos perdón de Dios, sepamos acogernos a la Gracia de Dios. Él siempre está dispuesto a perdonarnos, pero espera de nosotros que, recibido el perdón, en adelante ya no vivamos para nosotros mismos, ni volvamos a nuestros caminos equivocados, sino que vivamos para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Por eso mientras aún es tiempo, volvamos al Señor rico en perdón y misericordia para con todos.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

El Señor vuelve a pronunciar su Palabra salvadora y santificadora sobre nosotros en esta Eucaristía. Seamos ese buen terreno en el que la Palabra de Dios no quede estéril, sino que produzca abundantes frutos de salvación.
El Señor ha vuelto a remover la tierra, la ha abonado y espera que no seamos sordos a su voz. La Iglesia de Cristo es la Iglesia de Aquel que es la Palabra; de la Palabra que no sólo se pronuncia con los labios, sino con el testimonio de la propia vida y de las buenas obras, desde las cuales Dios continúa siendo salvación para la humanidad entera.
El Señor quiere que los frutos de la Iglesia sean de lo mejor. Por eso, sabiendo que somos pecadores, Él ha entregado su vida para nuestra purificación, y nos ha dado su Espíritu Santo para que, habitando en nosotros, podamos ser como el árbol bueno que no puede producir frutos malos.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Vivamos plenamente nuestra comunión de vida con el Señor; entonces la Iglesia de Cristo seguirá siendo esa Palabra de amor que Dios continuará sembrando en el corazón de todas las personas.
Efectivamente nosotros no hemos sido llamados sólo para conocer a Cristo, profundizar en su Evangelio y convertirnos en expositores eruditos del mismo, tal vez buscando más nuestra gloria que la Gloria de Dios. El Señor nos quiere como sembradores de su Palabra salvadora, como constructores de paz, de justicia, de amor fraterno, de solidaridad con los más desprotegidos.
Él, efectivamente, nos quiere como la Palabra encarnada que continúa salvando a los pecadores, socorriendo a los pobres, trabajando por la justicia y dando su vida para que todos tengan Vida, y Vida en abundancia.
En la medida en que la Iglesia no se presente ante su Señor con las manos vacías, sino llevando como fruto abundante a todos aquellos que se dejen amar y salvar por Dios, y empiecen a vivir cada día con mayor perfección su compromiso de trabajar intensamente para que el Reino de Dios se haga realidad entre nosotros, en esa misma medida podrá medir tanto su fidelidad a Dios, como su capacidad de no ser estéril, pues Dios espera de nosotros una cosecha abundante de buenas obras, de tal forma que, unidos a Cristo, lleguemos a heredar, junto con Él, la vida eterna.

Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser fieles a su amor, y así poder convertirnos en instrumentos dignos de su amor salvador para la humanidad entera. Amén.

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