Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 17, 22-27
Al llegar a Cafarnaúm, los cobradores del impuesto del Templo se acercaron a Pedro y le preguntaron: «¿El Maestro de ustedes no paga el impuesto?» «Sí, lo paga», respondió.
Cuando Pedro llegó a la casa, Jesús se adelantó a preguntarle: «¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes perciben los impuestos y las tasas los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?» Y como Pedro respondió: «De los extraños», Jesús le dijo: «Eso quiere decir que los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizar a esta gente, ve al lago, echa el anzuelo, toma el primer pez que salga y ábrele la boca. Encontrarás en ella una moneda de plata: tómala, y paga por mí y por ti».
Una Cuestión Tributaria
Por Arquidiócesis de Madrid
Puede parecer un milagro “superfluo”: pagar un impuesto por la vía “extraordinaria”, haciendo que en el interior de un pez aparezca la moneda salvadora… Parece desdecir de una línea actuación, según la cual Jesús nunca hizo milagros en favor propio. Si se popularizara, pronto veríamos al ministro de economía convertido en ministro de Pesca, cobrándonos peaje en ríos y puertos pesqueros durante los meses en que se paga el IRPF… El milagro es, ciertamente, simpático, pero no superfluo. Nada hay superfluo en la vida de Cristo.
No deja de ser curioso el modo en que, en las dos ocasiones en que intentan mezclar al Señor en cuestiones tributarias, se escurre con una parábola y acaba llevando el discurso a su propio campo: el del Reino de su Padre. Esta vez, utiliza un milagro cuyo contenido sólo puede desvelarse desde el lenguaje simbólico, tan apreciado en la Escritura. Desde el libro de Tobías, el pez había simbolizado al Redentor, y sus entrañas, la Redención misma. Fue en las entrañas de un pez donde Tobías encontró el antídoto contra la enfermedad de su padre, y ni el mismo Tobías supo que con ello se anunciaba el modo en que seríamos sanados por la sangre de Cristo, el Pez que sería abierto en la Cruz por la lanza de un soldado, con cuya sangre iban a ser curadas nuestras enfermedades. Al multiplicar, junto con los panes, dos peces, el Señor asociaría ese animal a la simbología eucarística. El mismo Jesús, ya resucitado, esperaría a los suyos junto al lago de Galilea cocinando un pez, y, al alimentarles con él, les recordaría el valor redentor del sacramento de su Cuerpo. Más tarde, a causa de un providencial acróstico, los primeros cristianos representarían a Cristo como un pez. Durante veinte siglos, el pez ha estado pintado o esculpido en multitud de sagrarios y altares, simbolizando a nuestro Redentor hecho alimento.
Cuando Pedro encuentra la moneda del impuesto en el interior de un pez, no se está produciendo un milagro “económico” (lo siento, Sr. ministro): nuestro Señor está explicando, de un modo sumamente simpático, la forma en que la deuda contraída por nuestras culpas sería pagada por un Pez, Él mismo, cuyas entrañas, llenas de Espíritu Santo, se derramarían llenas de Amor en el Monte Calvario. Esa moneda la recogió, al pie de la Cruz, la Santísima Virgen, y de sus manos recibimos diariamente la gracia que nos santifica y nos hacer pasar, de la esclavitud de los siervos, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
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