Publicado por Sintesis
Este es el título de la conferencia que, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, pronunció en la inauguración del primer Congreso mundial de los Movimientos Eclesiales, el 28 de mayo del año 1998. El primero promovido directamente por la Santa Sede bajo el lema: "Los movimientos eclesiales: Comunión y misión en los umbrales del Tercer milenio"
La Iglesia quiso tener una importante reflexión sobre la naturaleza teológica de los "movimientos" y sobre su compromiso en la obra de la nueva evangelización. También fue una ocasión importante de encuentro de los "movimientos" entre sí y de testimonio común.
En realidad no era la primera vez que los movimientos eclesiales se reunían. Una primera ocasión fue el Congreso internacional que se tuvo en Roma del 24 al 27 de septiembre de 1981. Un segundo Coloquio internacional se desarrolló en Rocca di Papa del 28 de febrero al 4 de marzo de 1987. Un tercer Congreso internacional, finalmente, se desarrolló en Bratislava del 1° al 4 de abril de 1991.
El Congreso mundial tuvo una excepcional conclusión en el gran "Encuentro del Santo Padre con los Movimientos Eclesiales y las Nuevas Comunidades" que se celebró en la plaza de San Pedro en la víspera de Pentecostés (el sábado 30 de mayo) en el año del Espíritu Santo, 1998.
Fue un momento histórico para la Iglesia donde se pudo constatar el amor a la Iglesia y el gozo de los participantes, como también la extraordinaria acogida del Santo Padre quien expresó públicamente su apoyo a los movimientos y calificó al Congreso como "Un acontecimiento verdaderamente inédito".
Los objetivos fundamentales de este Encuentro, según la explicación promulgada por el Pontificio Consejo para los Laico, fueron : testimoniar la comunión con la Iglesia y el Papa, dar gracias al Espíritu Santo por los dones derramados a través de los movimientos y a la Iglesia que los ha acogido y renovar el compromiso misionero.
Dentro de este marco se sitúa la citada conferencia, que supone una clarificación teológica rigurosa y profunda.
LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES Y SU SIGNIFICACION TEOLÓGICA.
El Cardenal Ratzinger inicia su conferencia citando textualmente el nº 72 de la encíclica “Redemptoris Missio” de Juan Pablo II. En ella se hace referencia explícita a los “movimientos eclesiales” y a la riqueza y dinamismo que representan para la Iglesia cuando se insertan adecuadamente en las instituciones diocesanas y parroquiales.
El primer contacto con algunos movimientos suscitó en el Cardenal su simpatía, al experimentar “el empuje y el entusiasmo con que vivían su fe, y que, por la alegría de esta fe, sentían la necesidad de comunicar a otros el don que habían recibido”.
En esta época, años setenta, la Iglesia estaba viviendo, según expresión de Karl Rahner, un “invierno”. Después del trabajo del Concilio Vaticano II y de las esperanzas que había suscitado, la Iglesia parecía encontrarse en un estado de fatiga y de frío, en lugar del dinamismo y la primavera esperados.
En este ambiente, de repente, sin haberlo previsto, “el Espíritu Santo había pedido de nuevo la palabra”. Y la frescura y entusiasmo de la fe se hace visible en hombres y mujeres jóvenes que la viven como don que da sentido a la vida.
Naturalmente surgieron voces contrarias que vieron amenazado su modelo de Iglesia. “El Espíritu Santo siempre desordena los proyectos de los hombres”. Realmente, dice Ratzinger, hubo y sigue habiendo dificultades. Cita algunas, propias de los inicios: el exclusivismo, la visión unilateral, su dificultad de integración en las iglesias locales y su pretensión de adaptar éstas a su modelo. Estas fricciones llevaron a plantear la necesidad de una reflexión práctica sobre la justa forma de relación entre Iglesia y movimiento. Pero existe un fenómeno que se presenta periódicamente de diversas formas en la historia de la Iglesia: la coexistencia de una permanente forma de vida eclesial, expresada en los diversos ordenamientos, con la constante irrupción del Espíritu Santo que provoca el surgimiento de nuevas realidades eclesiales.
Este hecho hace necesaria una profundización para saber el lugar teológico que ocupan los “movimientos” en la continuidad de los ordenamientos eclesiales.
I. Intentos de clarificación a través de una dialéctica de principios.
1. Institución y carisma.
El primer problema que surge al intentar clarificar las dos nociones, para ver la relación recíproca, es que el concepto de “institución” escapa a quien intente definirlo con rigor teológico.
Los elementos institucionales que orientan a la Iglesia como estructura estable son los diversos grados del ministerio sacramental: episcopado, presbiterado y diaconado. El “sacramento del orden” es la única estructura estable y vinculante de la Iglesia.
Esto rompe la común concepción sociológica de Institución. Porque este elemento no lo puede fabricar la Iglesia, depende de Dios, que es el que llama en modo carismático- pneumatológico.
La Iglesia no puede nombrar unos “funcionarios”, debe esperar, orando, la llamada de Dios. Esta es la razón de que haya escasez de sacerdotes.
La Iglesia latina ha subrayado explícitamente este carácter carismático del ministerio presbiteral vinculándolo con el celibato, que sólo puede ser entendido como carisma personal, no como cualidad ministerial.
Que la Iglesia no sea una Institución nuestra conlleva que no podamos dárnosla por nosotros mismos. Por eso no podemos aplicar un criterio puramente institucional. En palabras del Cardenal “la Iglesia es enteramente ella misma a partir del momento en que se trascienden los criterios y las modalidades de las instituciones humanas”.
Dentro de esta estructura fundamental son necesarias instituciones de derecho humano para el normal funcionamiento. Pero si estas son demasiado numerosas y preponderantes, ponen “en peligro la estructura y vitalidad de su naturaleza espiritual”.
Junto a las “estructuras de emergencia”, necesarias, surgidas por la carencia de vocaciones, como la celebración en ausencia de presbítero, la oración constante por las vocaciones al sacramento hará sentir a la Iglesia su dependencia del don de Dios.
Aunque la contraposición entre Institución – carisma no describe suficientemente la realidad de la Iglesia, da un primer principio orientativo que incluye los siguientes aspectos:
a) Es importante que el ministerio sacro sea entendido y vivido también él carismáticamente.
En la preocupación por la supervivencia de sus estructuras, la Iglesia no debe poner en primer plano el número, reduciendo las exigencias espirituales.
b) Si el ministerio sacro se vive así, no existe rigidez institucional. Subsiste en cambio una apertura interior al Carisma, una capacidad para percibir la presencia del Espíritu. Y entonces también el Carisma puede reconocer nuevamente su propio origen en el hombre del ministerio, encontrando vías de fecunda colaboración en el discernimiento de los espíritus.
c) En “situaciones de emergencia” la Iglesia debe crear “estructuras de emergencia” pero abiertas siempre al sacramento. La Iglesia debe contar con mínimas estructuras administrativas que no le impidan estar disponible a las improgramables llamadas del Señor.
2.- Cristología y pneumatología.
Si el binomio Institución- Carisma sólo da una respuesta parcial a esta cuestión, quizá la contraposición entre aspecto cristológico y pneumatológico de la Iglesia, pueda responder teológicamente.
Según esto el sacramento estaría correlacionado con la línea cristológico-encarnacional, mientras que, por otro lado, se situaría la línea pneumatologico-carismática.
La distinción Cristo-Espíritu no puede plantearse en términos absolutos sino considerando la Trinidad como una unidad relacional. En palabras de Ratzinger: “La distinción entre Cristo y el Espíritu es correcta sólo si, gracias a su diversidad, logramos entender mejor su unidad”. Ni el Espíritu sin Cristo, ni Cristo sin el Espíritu.
La encarnación sólo tiene cumplimiento en la cruz y en la resurrección. Es decir, Cristo viene hoy a nosotros gracias al Espíritu, a través de Él y en Él. Sin este presupuesto no podemos concebir su presencia y acción en el sacramento.
La sucesión apostólica, en este sentido, no es algo que suceda independientemente del Espíritu sino que, el contrario, es dada siempre y continuamente por Él. El ministerio sacramental no está a nuestra disposición. No basta con tener competencia funcional para ejercerlo, es necesario el don del Señor.
En el sacramento, por medio del Espíritu, se hace presente el “irrepetible” evento originario que está en su inicio. Sin este vínculo con el origen, con el operar histórico de Dios, todo se quedará en una pneumatología desencarnada.
La carne del Jesús histórico es transformada por la resurrección, de modo que ahora puede, con la fuerza del Espíritu Santo hacerse presente en todo lugar y tiempo.
Esta perspectiva teológica profunda nos ayudará a entender la noción de “sucesión apostólica” que desarrollará posteriormente.
3- Jerarquía y profecía.
Una tercera vía para explicar la relación entre estructuras eclesiales estables y movimientos, parte de la dialéctica luterana entre ley y Evangelio, entre la línea cúltico-sacerdotal y la profética. Los movimientos se inscribirían en esta última.
En opinión del cardenal Ratzinger, aunque esto contenga cierta veracidad, no es una explicación suficiente.
En la historia de la Salvación la ley misma es promesa; los profetas y Cristo no relegan la Torá, sino que la valoran en su verdadero sentido.
La misión profética es conferida a personas singulares, no se deja fijar en una casta o estatus.
Partiendo de la Escritura no cabe dividir dialécticamente la Iglesia en profetismo, englobando dentro de él a órdenes religiosas o movimientos, y jerarquía.
Según Ratzinger “no es posible entender, a partir de esta esquematización, la naturaleza y deberes de los movimientos. Y ellos mismos están muy lejos de entenderse de tal manera”. A su juicio, más útil que estas concepciones dialécticas, es partir de un planteamiento histórico “coherente con la naturaleza histórica de la fe y de la Iglesia”.
II. Perspectiva histórica: sucesión apostólica y movimientos apostólicos.
1- Ministerios universales y locales.
A la pregunta sobre el inicio histórico de la Iglesia y sobre las dificultades que dicha empresa plantea, el cardenal Ratzinger afirma que se arriesga a seguir este camino porque, si por un lado esta metodología ofrece “un marco sólido, por otro, deja espacios abiertos de reflexión que aún no han sido agotados”.
Es indudable que Cristo confió la misión a los Apóstoles y que esta misión tenía como horizonte el mundo entero.
Desde el inicio los apóstoles no fueron obispos de ninguna iglesia local, sino que su ministerio apostólico estaba dirigido a la humanidad entera y, por tanto, a la única Iglesia universal.
De esta actividad nacen las iglesias locales que necesitan responsables que las guíen y que garanticen la “unidad de fe con la Iglesia entera”.
Este ministerio local poco a poco adquiere una configuración estable y unitaria.
Es evidente por lo tanto, que en la Iglesia naciente existen dos estructuras que teniendo relación entre sí se distinguen claramente: por una parte los servidores de las iglesias locales y, por otra, el ministerio apostólico, que pronto rompe los límites de los Doce.
Pero con el pasar del tiempo, estos dos tipos de ministerios que habían convivido con dificultades y conflictos, empiezan a cuestionarse a quien corresponde ser el “portador de la unidad apostólica”.
Los obispos que junto con los presbíteros y diáconos, eran los responsables de las comunidades locales, debieron darse cuenta de que quizá “ellos se habían convertido en los sucesores de los apóstoles y que el mandato apostólico recaía sobre sus espaldas”.
La figura clave de esta época, mediados del siglo II, es Ireneo de Lyon que sintetiza lo esencial del ministerio episcopal:
a) Garantizar la continuidad y la unidad de la fe y
b) Preocuparse de que se siga cumpliendo el mandato de Jesús de hacer de todos los pueblos discípulos suyos y de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra.
“A ellos les toca – e Ireneo lo subraya vigorosamente- impedir que la Iglesia se transforme en una confederación de iglesias locales yuxtapuestas y que conserve su unidad y universalidad”.
Si al inicio el Cardenal apuntó al peligro de que el presbítero olvide la dimensión carismática y se convierta en funcionario, ahora alerta de otro peligro que acecha al ministerio de la sucesión apostólica: que el obispo se dedique a la iglesia local olvidando la universalidad del mandato de Cristo. “El elemento universal, que va más allá de los servicios a las iglesias locales, permanece como una necesidad imprescindible”.
2- Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia.
La tesis que ha expuesto es la que irá apareciendo a lo largo de la historia en la situación eclesial de los movimientos.
La evolución de la Iglesia en el siglo II fue “no sólo históricamente inevitable, sino también teológicamente indispensable; gracias a ella se manifestó la unidad del sacramento y la unidad intrínseca del servicio apostólico”.
La tentación de hacer de la Iglesia una estructura organizada según los criterios humanos, aparece casi enseguida en las iglesias locales. Esto provocó la reacción de algunos cristianos que no reconocían en ella la radicalidad y exigencias del Evangelio.
San Antonio y San Basilio son las figuras claves de este “movimiento” que es el monaquismo. Si en un primer momento pareció ser una huída, demostró estar fuertemente vinculado a las iglesias locales introduciendo en este modo de vida a obispos y presbíteros.
Esta característica es propia de los movimientos actuales. No se busca una comunidad particular sino “el cristianismo integral, La Iglesia que, obedeciendo al Evangelio, viva de él”.
El movimiento monástico supuso para las iglesia locales, no sólo una fuerza renovadora sino también una cantera de eclesiásticos en los que se funden, de modo nuevo, Institución y Carisma.
Mirando en su conjunto a la historia de la Iglesia, dice el Cardenal, se aprecia que, si por un lado el ministerio episcopal configura el modelo de iglesia local, por otro, en ella aparecen constantemente nuevos movimientos que revalorizan el aspecto universal de la misión apostólica y la radicalidad del Evangelio.
Analizando la historia, Ratzinger, ve como cinco momentos, que él llama “oleadas” posteriores al monaquismo primitivo, en los que emerge la esencia espiritual de lo que llamamos “movimiento”, clarificándose así, progresivamente su ubicación eclesiológica.
• La primera de estas “oleadas” es el monaquismo misionero, impulsado y sostenido por los Papas: Gregorio Mago, Gregorio I y Gregorio II. De este período saca Ratzinger dos elementos constitutivos que definen a los “movimientos”:
a) El Papado no los crea, pero es su esencial sostén dentro de la estructura de la Iglesia. Esto demuestra cómo el ministerio petrino va más allá de los límites de la diócesis de Roma, es universal y mantiene vivo el dinamismo misionero de la Iglesia.
b) La vida evangélica tiene una proyección misionera que se concretiza en el servicio de la evangelización.
• El segundo gran movimiento que resultó coyuntural para la Iglesia, fue la Reforma de Cluny. De ella deriva la reforma gregoriana que reivindicó la independencia de la Iglesia de los poderes temporales de entonces, y su naturaleza espiritual propia.
• San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán son las dos figuras señeras del movimiento que hizo explosión en el siglo XII y que tiene como fin renovar a la Iglesia a partir del Evangelio y anunciar su mensaje a todos los pueblos.
Las polémicas y conflictos que surgieron entre el clero secular y los representantes de los nuevos movimientos tuvieron como árbitro al Papa, que se constituyó garante del impulso misionero de los movimientos y de la institución de la Iglesia.
• En el siglo XVI aparecen los movimientos de evangelización a escala mundial, de los jesuitas, franciscanos y dominicos en la recién descubierta América, en África y en Asia.
• Y, finalmente, el Cardenal, hace referencia a la nueva oleada de movimientos del siglo XIX. De ellos surgen congregaciones misioneras, otras dedicadas al servicio de la caridad, de la enseñanza, de la sanidad… Cabe destacar en este siglo la presencia femenina que, aunque nunca estuvo ausente de los movimientos anteriores, nunca tuvo tanta importancia como en este momento.
3- La amplitud del concepto de sucesión apostólica.
En este apartado el cardenal Ratzinger profundiza el concepto de sucesión apostólica para clarificar lo que significa y exige en relación con los movimientos.
La estructura sacramental de la Iglesia se sostiene sobre el pilar de la sucesión apostólica y en virtud de este sacramento, en el que Cristo opera por la fuerza del Espíritu Santo y la renueva constantemente.
Vuelve el Cardenal a señalar los distintos componentes del sacramento: el encarnacional-cristológico y el cristológico- pneumatológico, intrínsecamente unidos entre sí.
Este núcleo esencial de la Iglesia no puede ser encerrado en la estructura de la iglesia local. El ministerio petrino conjuga y armoniza la estructura local con la universal de la Iglesia. “El Papa necesita los servicios y misiones de carácter universal y, éstos, necesitan de él y, en la reciprocidad de los dos tipos de misión se cumple la sinfonía de la vida eclesial”. Llega a decir que el “primado de Pedro existe para garantizar estos componentes esenciales de la vida eclesial y conectarlos adecuadamente con la estructura de la iglesia local”.
Los movimientos que se presentan siempre con formas diversas a lo largo de la historia, no pueden ser organizados por la autoridad. Son dados por el Espíritu como respuesta a las nuevas situaciones en las que vive la Iglesia. A la autoridad corresponde estar atenta a ellos, discernir para aprender a coger lo bueno y aprender a superar lo menos adecuado.
A través de la historia de la Iglesia se constata, con gratitud, la presencia de nuevos movimientos que la han vivificado, y, con dolor, otros que fracasaron o condujeron a divisiones duraderas.
III. Distinciones y criterios.
En esta última parte de la conferencia, el Cardenal, antes de puntualizar los criterios necesarios para valorar un movimiento, hace una breve distinción entre movimientos, corrientes e iniciativas, remitiendo a ejemplos concretos de la historia.
Las corrientes se materializan y generan los movimientos, aunque no se reducen a ellos. Las iniciativas son acciones puntuales que surgen en la Iglesia. Los movimientos generalmente nacen de una persona carismática, se configuran en comunidades concretas, viven el Evangelio con radicalidad y reconocen en la Iglesia su razón de ser.
Con esta definición, considerada insuficiente, señala las características comunes de los movimientos.
Para que un movimiento sea considerado como tal tiene que estar radicado en la fe de la Iglesia. Vinculado a esta fe, el deseo de unidad y de comunión con ella. En concreto, comunión con los obispos y con el Papa, a quien corresponde la tarea de integrar iglesia local e Iglesia universal como único Pueblo de Dios.
Si la característica de los movimientos es su “vida apostólica”, la obediencia en el seguimiento de Cristo debe ser una referencia constante en la vida personal, aunque con modalidades diversas.
La vida apostólica implica acción apostólica. Evangelización y acción social son dos aspectos que nacen, ante todo, del amor que, antes de ser anunciado “debe ser vivido y hacerse él mismo anuncio”.
Esta forma de vida presupone un “profundo encuentro personal con Cristo” que toca la intimidad de la persona y la reconcilia “en el Espíritu Santo” para construir la comunión.
En esta articulación fundamental cristológica, pneumatológica y existencial se dan aspectos muy diferentes, que constituyen la novedad del cristianismo.
Junto a los caminos de superación, existen en los movimientos peligros que los amenazan. Ratzinger señala los siguientes: la unilateralidad que lleva a exagerar el mandato específico. La absolutización del propio movimiento identificándolo con la misma Iglesia. El conflicto que genera a la iglesia local la frescura y radicalidad de la vivencia evangélica, a veces, en contraposición a un cierto conformismo percibido en ella. “Un conflicto en el que la culpa puede ser de ambas partes y ambas sufren un desafío espiritual a su coherencia cristiana”.
El Cardenal apunta, con sentido práctico, el camino que deben seguir las dos partes para solucionar los conflictos: Dejarse educar por el Espíritu Santo y también por la autoridad eclesiástica; aprender el olvido de si mismo para llegar al consenso interior; aprender a dejarse purificar, soportarse mutuamente y adquirir las conductas que San Pablo señala en el himno a la caridad.
Esto no quita que cada parte tenga que empeñarse en aspectos concretos.
Los movimientos deben sentirse como un don del Espíritu a la Iglesia y someterse a las exigencias que derivan de esto.
Por otra parte, las iglesias locales y, en concreto los obispos, deben respetar la diversidad y aceptar las irrupciones del Espíritu que puede trastocar los planes y las organizaciones establecidas. “No es lícito, dice Ratzinger, pretender que todo deba insertarse en una determinada organización de la unidad”. Como tampoco, en nombre de la comunión, evitar los conflictos; o tachar de fundamentalismo a los que intentan vivir la radicalidad evangélica. La regla fundamental para medirse unos y otros es “la unidad de la única Iglesia que permanece única en todas las iglesias locales, y, como tal, se evidencia continuamente en todos los movimientos apostólicos”. Y, finalmente reconocer y aceptar constantemente la necesidad de unos y otros para que el misterio de la Iglesia resplandezca en el mundo.
Termina la conferencia con un agradecimiento especial a los movimientos, a los obispos y, sobre todo a Juan Pablo II por su ministerio abierto y receptivo a las manifestaciones del Espíritu.
La lectura y reflexión de esta conferencia muestra la amplitud, profundidad y, a la vez, practicidad, de los conceptos que el cardenal Ratzinger propone para una adecuada comprensión de los movimientos apostólicos , su relación con la Iglesia universal y el lugar adecuado que tienen en las iglesias locales. Es también muy interesante la reflexión que surge desde dentro de la Iglesia para la acogida del don del Espíritu, que se hace presente en los movimientos y que la rejuvenece constantemente. Esto exige apertura, flexibilidad y entrega para evitar que las estructuras humanas sofoquen el Espíritu.
La Iglesia quiso tener una importante reflexión sobre la naturaleza teológica de los "movimientos" y sobre su compromiso en la obra de la nueva evangelización. También fue una ocasión importante de encuentro de los "movimientos" entre sí y de testimonio común.
En realidad no era la primera vez que los movimientos eclesiales se reunían. Una primera ocasión fue el Congreso internacional que se tuvo en Roma del 24 al 27 de septiembre de 1981. Un segundo Coloquio internacional se desarrolló en Rocca di Papa del 28 de febrero al 4 de marzo de 1987. Un tercer Congreso internacional, finalmente, se desarrolló en Bratislava del 1° al 4 de abril de 1991.
El Congreso mundial tuvo una excepcional conclusión en el gran "Encuentro del Santo Padre con los Movimientos Eclesiales y las Nuevas Comunidades" que se celebró en la plaza de San Pedro en la víspera de Pentecostés (el sábado 30 de mayo) en el año del Espíritu Santo, 1998.
Fue un momento histórico para la Iglesia donde se pudo constatar el amor a la Iglesia y el gozo de los participantes, como también la extraordinaria acogida del Santo Padre quien expresó públicamente su apoyo a los movimientos y calificó al Congreso como "Un acontecimiento verdaderamente inédito".
Los objetivos fundamentales de este Encuentro, según la explicación promulgada por el Pontificio Consejo para los Laico, fueron : testimoniar la comunión con la Iglesia y el Papa, dar gracias al Espíritu Santo por los dones derramados a través de los movimientos y a la Iglesia que los ha acogido y renovar el compromiso misionero.
Dentro de este marco se sitúa la citada conferencia, que supone una clarificación teológica rigurosa y profunda.
LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES Y SU SIGNIFICACION TEOLÓGICA.
El Cardenal Ratzinger inicia su conferencia citando textualmente el nº 72 de la encíclica “Redemptoris Missio” de Juan Pablo II. En ella se hace referencia explícita a los “movimientos eclesiales” y a la riqueza y dinamismo que representan para la Iglesia cuando se insertan adecuadamente en las instituciones diocesanas y parroquiales.
El primer contacto con algunos movimientos suscitó en el Cardenal su simpatía, al experimentar “el empuje y el entusiasmo con que vivían su fe, y que, por la alegría de esta fe, sentían la necesidad de comunicar a otros el don que habían recibido”.
En esta época, años setenta, la Iglesia estaba viviendo, según expresión de Karl Rahner, un “invierno”. Después del trabajo del Concilio Vaticano II y de las esperanzas que había suscitado, la Iglesia parecía encontrarse en un estado de fatiga y de frío, en lugar del dinamismo y la primavera esperados.
En este ambiente, de repente, sin haberlo previsto, “el Espíritu Santo había pedido de nuevo la palabra”. Y la frescura y entusiasmo de la fe se hace visible en hombres y mujeres jóvenes que la viven como don que da sentido a la vida.
Naturalmente surgieron voces contrarias que vieron amenazado su modelo de Iglesia. “El Espíritu Santo siempre desordena los proyectos de los hombres”. Realmente, dice Ratzinger, hubo y sigue habiendo dificultades. Cita algunas, propias de los inicios: el exclusivismo, la visión unilateral, su dificultad de integración en las iglesias locales y su pretensión de adaptar éstas a su modelo. Estas fricciones llevaron a plantear la necesidad de una reflexión práctica sobre la justa forma de relación entre Iglesia y movimiento. Pero existe un fenómeno que se presenta periódicamente de diversas formas en la historia de la Iglesia: la coexistencia de una permanente forma de vida eclesial, expresada en los diversos ordenamientos, con la constante irrupción del Espíritu Santo que provoca el surgimiento de nuevas realidades eclesiales.
Este hecho hace necesaria una profundización para saber el lugar teológico que ocupan los “movimientos” en la continuidad de los ordenamientos eclesiales.
I. Intentos de clarificación a través de una dialéctica de principios.
1. Institución y carisma.
El primer problema que surge al intentar clarificar las dos nociones, para ver la relación recíproca, es que el concepto de “institución” escapa a quien intente definirlo con rigor teológico.
Los elementos institucionales que orientan a la Iglesia como estructura estable son los diversos grados del ministerio sacramental: episcopado, presbiterado y diaconado. El “sacramento del orden” es la única estructura estable y vinculante de la Iglesia.
Esto rompe la común concepción sociológica de Institución. Porque este elemento no lo puede fabricar la Iglesia, depende de Dios, que es el que llama en modo carismático- pneumatológico.
La Iglesia no puede nombrar unos “funcionarios”, debe esperar, orando, la llamada de Dios. Esta es la razón de que haya escasez de sacerdotes.
La Iglesia latina ha subrayado explícitamente este carácter carismático del ministerio presbiteral vinculándolo con el celibato, que sólo puede ser entendido como carisma personal, no como cualidad ministerial.
Que la Iglesia no sea una Institución nuestra conlleva que no podamos dárnosla por nosotros mismos. Por eso no podemos aplicar un criterio puramente institucional. En palabras del Cardenal “la Iglesia es enteramente ella misma a partir del momento en que se trascienden los criterios y las modalidades de las instituciones humanas”.
Dentro de esta estructura fundamental son necesarias instituciones de derecho humano para el normal funcionamiento. Pero si estas son demasiado numerosas y preponderantes, ponen “en peligro la estructura y vitalidad de su naturaleza espiritual”.
Junto a las “estructuras de emergencia”, necesarias, surgidas por la carencia de vocaciones, como la celebración en ausencia de presbítero, la oración constante por las vocaciones al sacramento hará sentir a la Iglesia su dependencia del don de Dios.
Aunque la contraposición entre Institución – carisma no describe suficientemente la realidad de la Iglesia, da un primer principio orientativo que incluye los siguientes aspectos:
a) Es importante que el ministerio sacro sea entendido y vivido también él carismáticamente.
En la preocupación por la supervivencia de sus estructuras, la Iglesia no debe poner en primer plano el número, reduciendo las exigencias espirituales.
b) Si el ministerio sacro se vive así, no existe rigidez institucional. Subsiste en cambio una apertura interior al Carisma, una capacidad para percibir la presencia del Espíritu. Y entonces también el Carisma puede reconocer nuevamente su propio origen en el hombre del ministerio, encontrando vías de fecunda colaboración en el discernimiento de los espíritus.
c) En “situaciones de emergencia” la Iglesia debe crear “estructuras de emergencia” pero abiertas siempre al sacramento. La Iglesia debe contar con mínimas estructuras administrativas que no le impidan estar disponible a las improgramables llamadas del Señor.
2.- Cristología y pneumatología.
Si el binomio Institución- Carisma sólo da una respuesta parcial a esta cuestión, quizá la contraposición entre aspecto cristológico y pneumatológico de la Iglesia, pueda responder teológicamente.
Según esto el sacramento estaría correlacionado con la línea cristológico-encarnacional, mientras que, por otro lado, se situaría la línea pneumatologico-carismática.
La distinción Cristo-Espíritu no puede plantearse en términos absolutos sino considerando la Trinidad como una unidad relacional. En palabras de Ratzinger: “La distinción entre Cristo y el Espíritu es correcta sólo si, gracias a su diversidad, logramos entender mejor su unidad”. Ni el Espíritu sin Cristo, ni Cristo sin el Espíritu.
La encarnación sólo tiene cumplimiento en la cruz y en la resurrección. Es decir, Cristo viene hoy a nosotros gracias al Espíritu, a través de Él y en Él. Sin este presupuesto no podemos concebir su presencia y acción en el sacramento.
La sucesión apostólica, en este sentido, no es algo que suceda independientemente del Espíritu sino que, el contrario, es dada siempre y continuamente por Él. El ministerio sacramental no está a nuestra disposición. No basta con tener competencia funcional para ejercerlo, es necesario el don del Señor.
En el sacramento, por medio del Espíritu, se hace presente el “irrepetible” evento originario que está en su inicio. Sin este vínculo con el origen, con el operar histórico de Dios, todo se quedará en una pneumatología desencarnada.
La carne del Jesús histórico es transformada por la resurrección, de modo que ahora puede, con la fuerza del Espíritu Santo hacerse presente en todo lugar y tiempo.
Esta perspectiva teológica profunda nos ayudará a entender la noción de “sucesión apostólica” que desarrollará posteriormente.
3- Jerarquía y profecía.
Una tercera vía para explicar la relación entre estructuras eclesiales estables y movimientos, parte de la dialéctica luterana entre ley y Evangelio, entre la línea cúltico-sacerdotal y la profética. Los movimientos se inscribirían en esta última.
En opinión del cardenal Ratzinger, aunque esto contenga cierta veracidad, no es una explicación suficiente.
En la historia de la Salvación la ley misma es promesa; los profetas y Cristo no relegan la Torá, sino que la valoran en su verdadero sentido.
La misión profética es conferida a personas singulares, no se deja fijar en una casta o estatus.
Partiendo de la Escritura no cabe dividir dialécticamente la Iglesia en profetismo, englobando dentro de él a órdenes religiosas o movimientos, y jerarquía.
Según Ratzinger “no es posible entender, a partir de esta esquematización, la naturaleza y deberes de los movimientos. Y ellos mismos están muy lejos de entenderse de tal manera”. A su juicio, más útil que estas concepciones dialécticas, es partir de un planteamiento histórico “coherente con la naturaleza histórica de la fe y de la Iglesia”.
II. Perspectiva histórica: sucesión apostólica y movimientos apostólicos.
1- Ministerios universales y locales.
A la pregunta sobre el inicio histórico de la Iglesia y sobre las dificultades que dicha empresa plantea, el cardenal Ratzinger afirma que se arriesga a seguir este camino porque, si por un lado esta metodología ofrece “un marco sólido, por otro, deja espacios abiertos de reflexión que aún no han sido agotados”.
Es indudable que Cristo confió la misión a los Apóstoles y que esta misión tenía como horizonte el mundo entero.
Desde el inicio los apóstoles no fueron obispos de ninguna iglesia local, sino que su ministerio apostólico estaba dirigido a la humanidad entera y, por tanto, a la única Iglesia universal.
De esta actividad nacen las iglesias locales que necesitan responsables que las guíen y que garanticen la “unidad de fe con la Iglesia entera”.
Este ministerio local poco a poco adquiere una configuración estable y unitaria.
Es evidente por lo tanto, que en la Iglesia naciente existen dos estructuras que teniendo relación entre sí se distinguen claramente: por una parte los servidores de las iglesias locales y, por otra, el ministerio apostólico, que pronto rompe los límites de los Doce.
Pero con el pasar del tiempo, estos dos tipos de ministerios que habían convivido con dificultades y conflictos, empiezan a cuestionarse a quien corresponde ser el “portador de la unidad apostólica”.
Los obispos que junto con los presbíteros y diáconos, eran los responsables de las comunidades locales, debieron darse cuenta de que quizá “ellos se habían convertido en los sucesores de los apóstoles y que el mandato apostólico recaía sobre sus espaldas”.
La figura clave de esta época, mediados del siglo II, es Ireneo de Lyon que sintetiza lo esencial del ministerio episcopal:
a) Garantizar la continuidad y la unidad de la fe y
b) Preocuparse de que se siga cumpliendo el mandato de Jesús de hacer de todos los pueblos discípulos suyos y de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra.
“A ellos les toca – e Ireneo lo subraya vigorosamente- impedir que la Iglesia se transforme en una confederación de iglesias locales yuxtapuestas y que conserve su unidad y universalidad”.
Si al inicio el Cardenal apuntó al peligro de que el presbítero olvide la dimensión carismática y se convierta en funcionario, ahora alerta de otro peligro que acecha al ministerio de la sucesión apostólica: que el obispo se dedique a la iglesia local olvidando la universalidad del mandato de Cristo. “El elemento universal, que va más allá de los servicios a las iglesias locales, permanece como una necesidad imprescindible”.
2- Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia.
La tesis que ha expuesto es la que irá apareciendo a lo largo de la historia en la situación eclesial de los movimientos.
La evolución de la Iglesia en el siglo II fue “no sólo históricamente inevitable, sino también teológicamente indispensable; gracias a ella se manifestó la unidad del sacramento y la unidad intrínseca del servicio apostólico”.
La tentación de hacer de la Iglesia una estructura organizada según los criterios humanos, aparece casi enseguida en las iglesias locales. Esto provocó la reacción de algunos cristianos que no reconocían en ella la radicalidad y exigencias del Evangelio.
San Antonio y San Basilio son las figuras claves de este “movimiento” que es el monaquismo. Si en un primer momento pareció ser una huída, demostró estar fuertemente vinculado a las iglesias locales introduciendo en este modo de vida a obispos y presbíteros.
Esta característica es propia de los movimientos actuales. No se busca una comunidad particular sino “el cristianismo integral, La Iglesia que, obedeciendo al Evangelio, viva de él”.
El movimiento monástico supuso para las iglesia locales, no sólo una fuerza renovadora sino también una cantera de eclesiásticos en los que se funden, de modo nuevo, Institución y Carisma.
Mirando en su conjunto a la historia de la Iglesia, dice el Cardenal, se aprecia que, si por un lado el ministerio episcopal configura el modelo de iglesia local, por otro, en ella aparecen constantemente nuevos movimientos que revalorizan el aspecto universal de la misión apostólica y la radicalidad del Evangelio.
Analizando la historia, Ratzinger, ve como cinco momentos, que él llama “oleadas” posteriores al monaquismo primitivo, en los que emerge la esencia espiritual de lo que llamamos “movimiento”, clarificándose así, progresivamente su ubicación eclesiológica.
• La primera de estas “oleadas” es el monaquismo misionero, impulsado y sostenido por los Papas: Gregorio Mago, Gregorio I y Gregorio II. De este período saca Ratzinger dos elementos constitutivos que definen a los “movimientos”:
a) El Papado no los crea, pero es su esencial sostén dentro de la estructura de la Iglesia. Esto demuestra cómo el ministerio petrino va más allá de los límites de la diócesis de Roma, es universal y mantiene vivo el dinamismo misionero de la Iglesia.
b) La vida evangélica tiene una proyección misionera que se concretiza en el servicio de la evangelización.
• El segundo gran movimiento que resultó coyuntural para la Iglesia, fue la Reforma de Cluny. De ella deriva la reforma gregoriana que reivindicó la independencia de la Iglesia de los poderes temporales de entonces, y su naturaleza espiritual propia.
• San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán son las dos figuras señeras del movimiento que hizo explosión en el siglo XII y que tiene como fin renovar a la Iglesia a partir del Evangelio y anunciar su mensaje a todos los pueblos.
Las polémicas y conflictos que surgieron entre el clero secular y los representantes de los nuevos movimientos tuvieron como árbitro al Papa, que se constituyó garante del impulso misionero de los movimientos y de la institución de la Iglesia.
• En el siglo XVI aparecen los movimientos de evangelización a escala mundial, de los jesuitas, franciscanos y dominicos en la recién descubierta América, en África y en Asia.
• Y, finalmente, el Cardenal, hace referencia a la nueva oleada de movimientos del siglo XIX. De ellos surgen congregaciones misioneras, otras dedicadas al servicio de la caridad, de la enseñanza, de la sanidad… Cabe destacar en este siglo la presencia femenina que, aunque nunca estuvo ausente de los movimientos anteriores, nunca tuvo tanta importancia como en este momento.
3- La amplitud del concepto de sucesión apostólica.
En este apartado el cardenal Ratzinger profundiza el concepto de sucesión apostólica para clarificar lo que significa y exige en relación con los movimientos.
La estructura sacramental de la Iglesia se sostiene sobre el pilar de la sucesión apostólica y en virtud de este sacramento, en el que Cristo opera por la fuerza del Espíritu Santo y la renueva constantemente.
Vuelve el Cardenal a señalar los distintos componentes del sacramento: el encarnacional-cristológico y el cristológico- pneumatológico, intrínsecamente unidos entre sí.
Este núcleo esencial de la Iglesia no puede ser encerrado en la estructura de la iglesia local. El ministerio petrino conjuga y armoniza la estructura local con la universal de la Iglesia. “El Papa necesita los servicios y misiones de carácter universal y, éstos, necesitan de él y, en la reciprocidad de los dos tipos de misión se cumple la sinfonía de la vida eclesial”. Llega a decir que el “primado de Pedro existe para garantizar estos componentes esenciales de la vida eclesial y conectarlos adecuadamente con la estructura de la iglesia local”.
Los movimientos que se presentan siempre con formas diversas a lo largo de la historia, no pueden ser organizados por la autoridad. Son dados por el Espíritu como respuesta a las nuevas situaciones en las que vive la Iglesia. A la autoridad corresponde estar atenta a ellos, discernir para aprender a coger lo bueno y aprender a superar lo menos adecuado.
A través de la historia de la Iglesia se constata, con gratitud, la presencia de nuevos movimientos que la han vivificado, y, con dolor, otros que fracasaron o condujeron a divisiones duraderas.
III. Distinciones y criterios.
En esta última parte de la conferencia, el Cardenal, antes de puntualizar los criterios necesarios para valorar un movimiento, hace una breve distinción entre movimientos, corrientes e iniciativas, remitiendo a ejemplos concretos de la historia.
Las corrientes se materializan y generan los movimientos, aunque no se reducen a ellos. Las iniciativas son acciones puntuales que surgen en la Iglesia. Los movimientos generalmente nacen de una persona carismática, se configuran en comunidades concretas, viven el Evangelio con radicalidad y reconocen en la Iglesia su razón de ser.
Con esta definición, considerada insuficiente, señala las características comunes de los movimientos.
Para que un movimiento sea considerado como tal tiene que estar radicado en la fe de la Iglesia. Vinculado a esta fe, el deseo de unidad y de comunión con ella. En concreto, comunión con los obispos y con el Papa, a quien corresponde la tarea de integrar iglesia local e Iglesia universal como único Pueblo de Dios.
Si la característica de los movimientos es su “vida apostólica”, la obediencia en el seguimiento de Cristo debe ser una referencia constante en la vida personal, aunque con modalidades diversas.
La vida apostólica implica acción apostólica. Evangelización y acción social son dos aspectos que nacen, ante todo, del amor que, antes de ser anunciado “debe ser vivido y hacerse él mismo anuncio”.
Esta forma de vida presupone un “profundo encuentro personal con Cristo” que toca la intimidad de la persona y la reconcilia “en el Espíritu Santo” para construir la comunión.
En esta articulación fundamental cristológica, pneumatológica y existencial se dan aspectos muy diferentes, que constituyen la novedad del cristianismo.
Junto a los caminos de superación, existen en los movimientos peligros que los amenazan. Ratzinger señala los siguientes: la unilateralidad que lleva a exagerar el mandato específico. La absolutización del propio movimiento identificándolo con la misma Iglesia. El conflicto que genera a la iglesia local la frescura y radicalidad de la vivencia evangélica, a veces, en contraposición a un cierto conformismo percibido en ella. “Un conflicto en el que la culpa puede ser de ambas partes y ambas sufren un desafío espiritual a su coherencia cristiana”.
El Cardenal apunta, con sentido práctico, el camino que deben seguir las dos partes para solucionar los conflictos: Dejarse educar por el Espíritu Santo y también por la autoridad eclesiástica; aprender el olvido de si mismo para llegar al consenso interior; aprender a dejarse purificar, soportarse mutuamente y adquirir las conductas que San Pablo señala en el himno a la caridad.
Esto no quita que cada parte tenga que empeñarse en aspectos concretos.
Los movimientos deben sentirse como un don del Espíritu a la Iglesia y someterse a las exigencias que derivan de esto.
Por otra parte, las iglesias locales y, en concreto los obispos, deben respetar la diversidad y aceptar las irrupciones del Espíritu que puede trastocar los planes y las organizaciones establecidas. “No es lícito, dice Ratzinger, pretender que todo deba insertarse en una determinada organización de la unidad”. Como tampoco, en nombre de la comunión, evitar los conflictos; o tachar de fundamentalismo a los que intentan vivir la radicalidad evangélica. La regla fundamental para medirse unos y otros es “la unidad de la única Iglesia que permanece única en todas las iglesias locales, y, como tal, se evidencia continuamente en todos los movimientos apostólicos”. Y, finalmente reconocer y aceptar constantemente la necesidad de unos y otros para que el misterio de la Iglesia resplandezca en el mundo.
Termina la conferencia con un agradecimiento especial a los movimientos, a los obispos y, sobre todo a Juan Pablo II por su ministerio abierto y receptivo a las manifestaciones del Espíritu.
La lectura y reflexión de esta conferencia muestra la amplitud, profundidad y, a la vez, practicidad, de los conceptos que el cardenal Ratzinger propone para una adecuada comprensión de los movimientos apostólicos , su relación con la Iglesia universal y el lugar adecuado que tienen en las iglesias locales. Es también muy interesante la reflexión que surge desde dentro de la Iglesia para la acogida del don del Espíritu, que se hace presente en los movimientos y que la rejuvenece constantemente. Esto exige apertura, flexibilidad y entrega para evitar que las estructuras humanas sofoquen el Espíritu.
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