La primera respuesta que acude al espíritu es ésta: la caridad representa el desenvolvimiento supremo de la fe. Creer significa tener conciencia de la realidad viviente de Dios: ahora bien, siendo ese Dios el amor por excelencia, el creyente se pone necesariamente en busca del amor. El mandamiento de amar a Dios y de amar a nuestro prójimo corno a nosotros mismos, nos incita a tener conciencia y a vivir de la fuerza más profunda que brota de la unión con Dios: esa fuerza es la caridad. San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios (cap. XIII), habla sin cesar de ella y dice: "Aunque tuviera toda la fe posible, de manera que trasladase de una a otra parte los montes, no teniendo caridad soy una nada". San Juan lo resume todo en ella, tanto esta apremiante invitación a amar constituye la suma de todas las leyes de la vida cristiana. Y otro de los apóstoles, Santiago, no hesita en decir que la fe que no se traduce en buenas obras es una fe "muerta". Es cierto que hay una especie de fe sin caridad, pero lo que dice el apóstol muestra cuán terrible es ese estado: "Tú crees que hay un solo Dios, y haces bien, pero también los demonios lo creen y tiemblan". La fe sin caridad es una fe mezclada con terror. La caridad es, pues, por excelencia el florecimiento de la fe; brota de ella como la flor sale del tallo y de las ramas. Pero no es esto lo que nos interesa determinar. De todo el conjunto que forma el Nuevo Testamento, se desprende una idea más fuerte aún, y es la de que la misma fe no subsiste sino por la caridad.
¿No es esto evidente? Si la caridad es el efecto inmediato de la fe, su eficacia viene a ser como su respiración. Luego, sin la caridad la fe se ahogaría. Sin embargo, la relación entre ambas proviene de más hondo. Desde que aparece la fe, el amor debe estar presente. En efecto, la fe de que hablan las Sagradas Escrituras debe arraigarse en el amor.
¿No podemos basarnos en nuestra experiencia cotidiana para encontrar un punto de inserción?
A veces, con conciencia plena de lo que tal declaración significa, le decimos a alguien: "Tengo fe en ti". Con esto queremos significarle que valoramos su personalidad a través de todas las contingencias, las contrariedades y los inconvenientes. En eso basamos la seguridad confiada de que el amigo tendrá éxito en sus empresas. Ahora bien, una confianza semejante supone amor, penetra hasta el fondo de otro ser.
Ver no es un fenómeno mecánico. No se observan los acontecimientos de una existencia humana como se observa un madero tirado en medio del camino. Y aun en dicho caso, ¿es que por ventura nos damos siempre cuenta con claridad de las cosas que hallamos a nuestro paso? ¿No sucede que frecuentemente muchas cosas escapan a nuestra mirada y después nos preguntamos cómo pudo ocurrir así? ¿No acontece a veces que hechos importantes nos pasan inadvertidos, mientras cosas secundarias nos causan una impresión tan profunda que a nosotros mismos nos asombra? ¿No depende el fenómeno sutil de la visión de todo un juego cambiante de causas que hacen que percibimos aquí lo que allí no podemos ver? ¿Qué o quién hace unas veces aumentar y otras disminuir la abertura del diafragma? ¿Qué o quién expone más o menos largamente las luces y las sombras y las gradúa? La visión ¿no forma parte de la vida? ¿No alterna ella también en el combate que hay que librar con el mundo, sea para defenderse, sea para conquistarlo?... "Lo que ignoro, no me da frío ni calor" dice el proverbio: Pero cuando lo sentimos, cuando lo captamos, quema. Saber que algo existe, me obliga a tenerlo en cuenta, despierta en mí respeto o deseo, me impele a obrar; en resumen, provoca siempre un choque que recae sobre aquel que sabe y ve. Por eso, a veces, nuestro interés reside en no ver con claridad ciertas cosas; otras, en dejar algunas en la penumbra y otras, por fin, en hacerlas resaltar con toda claridad para que pasen a figurar en primer plano. Cuando estamos frente a un semejante, nos es imposible mirarlo con indiferencia, pues de hecho ese hombre es un amigo o un adversario nuestro; favorecerá o entorpecerá nuestros proyectos, será para nosotros un camarada, un servidor o un amo, y nuestro instinto se pone inmediatamente en guardia. El corazón entra en juego y nuestra personalidad se siente comprometida. Nunca miramos a un semejante sin espíritu preconcebido. Somos nosotros mismos, con nuestras preocupaciones, los que nos interponemos ante nuestras propias miradas, como la gran idea preconcebida.
El momento ha llegado de recordar que el amor lejos de cegarnos, es el único que puede abrirnos los ojos, pues sólo el amor nos permite ver a otro tal cual es. Hay mu chas clases de amor: el amor codicioso y el deseo de confundirse en otro; la veneración, el amor cordial que es exigencia, ayuda mutua, colaboración. Pero, el amor verdadero respeta siempre al otro en su esencia, le reconoce el derecho de ser él mismo, desea que no abandone su personalidad. Es por medio de esta clarividencia que el amor logra ver al otro tal cual es. No podemos decirle a alguien: "Creo en ti", sin que no nos inspire cierto amor.
Ahora podremos comprender mejor lo que significan estas palabras: No se puede creer en Dios de una manera viviente si no se lo ama o si no se siente, por lo menos, una atracción de amor o no se tiene una disponibilidad de amor.
Creer en Dios significa una cierta "visión" de El; sentir de alguna manera que El está ahí; que el mundo existe por El y que El es el centro del universo, y como lo dice San Pablo en su Epístola a los Romanos: "Desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios, y aun su poder eterno y su divinidad, se han hecho visibles a la inteligencia" (I-20). Dios aparece en todo lo que me rodea, en lo que soy, en lo que constituye la trama de mi existencia. Pero ¡qué ambiguos son estos términos! Evidentemente, la existencia no nos revela a Dios a la manera en que la aguja de un barómetro indica la presión del aire. Lo sugiere, más bien como una explicación y a la vez como un -misterio. La tierra habla de Dios, pero de una manera ambigua, puesto que habla en la turbación y en el caos ocasionados por el pecado. Prestando oídos a ese lenguaje, uno percibirá allí el eco de la sabiduría divina, mientras que otro percibirá tan sólo fría indiferencia, casi diría hasta perfidia y maldad. Pues el mundo revela a Dios, pero también lo vela: Dios es su creador ejemplar, pero es también el Otro, el Desconocido, ocultado por el mal. Más aún cuando "las obras" de que se trata son los hombres, el mundo de los hombres, la historia de los hombres; cuando es de mí mismo de quien se trata —de lo que aparece en mi persona, de lo que en mí pasa— ¡qué ambiguo es el lenguaje para proclamar a Dios!
(Romano Guardini, Vida de Fe, Ed. Lumen, Bs. As., 1989, Pág. 63-68)
¿No es esto evidente? Si la caridad es el efecto inmediato de la fe, su eficacia viene a ser como su respiración. Luego, sin la caridad la fe se ahogaría. Sin embargo, la relación entre ambas proviene de más hondo. Desde que aparece la fe, el amor debe estar presente. En efecto, la fe de que hablan las Sagradas Escrituras debe arraigarse en el amor.
¿No podemos basarnos en nuestra experiencia cotidiana para encontrar un punto de inserción?
A veces, con conciencia plena de lo que tal declaración significa, le decimos a alguien: "Tengo fe en ti". Con esto queremos significarle que valoramos su personalidad a través de todas las contingencias, las contrariedades y los inconvenientes. En eso basamos la seguridad confiada de que el amigo tendrá éxito en sus empresas. Ahora bien, una confianza semejante supone amor, penetra hasta el fondo de otro ser.
Ver no es un fenómeno mecánico. No se observan los acontecimientos de una existencia humana como se observa un madero tirado en medio del camino. Y aun en dicho caso, ¿es que por ventura nos damos siempre cuenta con claridad de las cosas que hallamos a nuestro paso? ¿No sucede que frecuentemente muchas cosas escapan a nuestra mirada y después nos preguntamos cómo pudo ocurrir así? ¿No acontece a veces que hechos importantes nos pasan inadvertidos, mientras cosas secundarias nos causan una impresión tan profunda que a nosotros mismos nos asombra? ¿No depende el fenómeno sutil de la visión de todo un juego cambiante de causas que hacen que percibimos aquí lo que allí no podemos ver? ¿Qué o quién hace unas veces aumentar y otras disminuir la abertura del diafragma? ¿Qué o quién expone más o menos largamente las luces y las sombras y las gradúa? La visión ¿no forma parte de la vida? ¿No alterna ella también en el combate que hay que librar con el mundo, sea para defenderse, sea para conquistarlo?... "Lo que ignoro, no me da frío ni calor" dice el proverbio: Pero cuando lo sentimos, cuando lo captamos, quema. Saber que algo existe, me obliga a tenerlo en cuenta, despierta en mí respeto o deseo, me impele a obrar; en resumen, provoca siempre un choque que recae sobre aquel que sabe y ve. Por eso, a veces, nuestro interés reside en no ver con claridad ciertas cosas; otras, en dejar algunas en la penumbra y otras, por fin, en hacerlas resaltar con toda claridad para que pasen a figurar en primer plano. Cuando estamos frente a un semejante, nos es imposible mirarlo con indiferencia, pues de hecho ese hombre es un amigo o un adversario nuestro; favorecerá o entorpecerá nuestros proyectos, será para nosotros un camarada, un servidor o un amo, y nuestro instinto se pone inmediatamente en guardia. El corazón entra en juego y nuestra personalidad se siente comprometida. Nunca miramos a un semejante sin espíritu preconcebido. Somos nosotros mismos, con nuestras preocupaciones, los que nos interponemos ante nuestras propias miradas, como la gran idea preconcebida.
El momento ha llegado de recordar que el amor lejos de cegarnos, es el único que puede abrirnos los ojos, pues sólo el amor nos permite ver a otro tal cual es. Hay mu chas clases de amor: el amor codicioso y el deseo de confundirse en otro; la veneración, el amor cordial que es exigencia, ayuda mutua, colaboración. Pero, el amor verdadero respeta siempre al otro en su esencia, le reconoce el derecho de ser él mismo, desea que no abandone su personalidad. Es por medio de esta clarividencia que el amor logra ver al otro tal cual es. No podemos decirle a alguien: "Creo en ti", sin que no nos inspire cierto amor.
Ahora podremos comprender mejor lo que significan estas palabras: No se puede creer en Dios de una manera viviente si no se lo ama o si no se siente, por lo menos, una atracción de amor o no se tiene una disponibilidad de amor.
Creer en Dios significa una cierta "visión" de El; sentir de alguna manera que El está ahí; que el mundo existe por El y que El es el centro del universo, y como lo dice San Pablo en su Epístola a los Romanos: "Desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios, y aun su poder eterno y su divinidad, se han hecho visibles a la inteligencia" (I-20). Dios aparece en todo lo que me rodea, en lo que soy, en lo que constituye la trama de mi existencia. Pero ¡qué ambiguos son estos términos! Evidentemente, la existencia no nos revela a Dios a la manera en que la aguja de un barómetro indica la presión del aire. Lo sugiere, más bien como una explicación y a la vez como un -misterio. La tierra habla de Dios, pero de una manera ambigua, puesto que habla en la turbación y en el caos ocasionados por el pecado. Prestando oídos a ese lenguaje, uno percibirá allí el eco de la sabiduría divina, mientras que otro percibirá tan sólo fría indiferencia, casi diría hasta perfidia y maldad. Pues el mundo revela a Dios, pero también lo vela: Dios es su creador ejemplar, pero es también el Otro, el Desconocido, ocultado por el mal. Más aún cuando "las obras" de que se trata son los hombres, el mundo de los hombres, la historia de los hombres; cuando es de mí mismo de quien se trata —de lo que aparece en mi persona, de lo que en mí pasa— ¡qué ambiguo es el lenguaje para proclamar a Dios!
(Romano Guardini, Vida de Fe, Ed. Lumen, Bs. As., 1989, Pág. 63-68)
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