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viernes, 8 de agosto de 2008

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Homilia Católica

VERDADERAMENTE TÚ ERES EL HIJO DE DIOS
Publicado por Homiliacatolica.com

Comentando la Palabra de Dios

1Re. 19, 9. 11-13. No podemos crearnos una imagen falsa de Dios. Dios es lo que es y no nuestras imaginaciones, muchas veces pensadas conforme a nuestros requerimientos personales, religiosos o sociales. Ya Dios, al pasar frente a Moisés dijo de sí mismo que es misericordioso y fiel, siempre dispuesto a perdonar a quien se arrepiente. Dios no es huracán que todo lo destruye, no es terremoto que todo lo derrumba, no es fuego que todo lo consume. Dios es bondad, misericordia, paz y amor siempre fiel. Es como una suave brisa que reconforta a quienes lo aman y a quienes Él ama. Él se presentó entre nosotros en la fragilidad de nuestra naturaleza; hecho uno de nosotros no vino a destruirnos, por muy pecadores que seamos, sino a buscarnos para salvarnos a costa, incluso, de la entrega de su propia vida. No es el Dios contra nosotros, sino el Dios-con-nosotros.
Por eso nosotros, que creemos en Él y vivimos en comunión de vida con Él, jamás nos podemos levantar en contra de nuestro prójimo; no podemos juzgarlo ni condenarlo; no podemos convertirnos en falsos mesías, queriendo limpiar al mundo de pecadores mediante la violencia ejercida en contra de ellos. El Señor nos ha enviado a llevar la Buena Noticia del amor a todos los pueblos, y, al igual que Él, a buscar y salvar todo lo que se había perdido.

Sal. 85 (84). Continuamente nos encaminamos hacia nuestra plenitud en Cristo, el Hombre Perfecto, el Hijo de Dios hecho Hombre, el único Camino que nos une al Padre y nos hace participar de su misma Vida. Aquel que cada día va siendo transformado en Dios, no por naturaleza, sino por participación, hasta donde le sea dado a nuestra naturaleza por obra del Espíritu Santo, ha de manifestar la misericordia, la verdad, la justicia, la paz y el amor de Dios a todos aquellos con quienes se relacione a través de su vida.
Ser fieles a Dios no puede desligarnos de nuestras responsabilidades temporales. Ser fieles a Dios no puede encerrarnos en los templo y mantenernos de rodillas en la presencia del Señor. Ser fieles a Cristo nos hace participar, además, de la misma misión salvadora que Él recibió del Padre. Por eso hemos de escuchar la Palabra de Dios y, hecha nuestra, la hemos de transmitir a los demás como palabra de paz, no de odio, de desprecio, de injusticia ni de división para el mundo.
Dios ha sembrado su Palabra en nosotros; no la ahoguemos con nuestras preocupaciones por lo pasajero, sino que dejemos que dé abundantes frutos de salvación para que, desde la Iglesia, el mundo entero experimente el amor de Dios.

Rom. 9, 1-5. Recordamos aquella afirmación de Jesús hecha a la Samaritana: La salvación viene de los judíos. Pues, efectivamente, de ellos procede Cristo según la carne. ¿Tendrá algún caso el que el Padre Dios, cumpliendo las promesas hechas a los antiguos padres, haya enviado a su Hijo para que, encarnado, nos salvara, si al final muchos de su Pueblo no lo aceptaron? A pesar de su cerrazón, los Israelitas son los primeros en ser llamados a la salvación en Cristo. Y aun cuando no todos aceptaron a Cristo, hubo un pequeño resto fiel que sí lo hizo. Tenemos la esperanza de que algún día todas las gentes reconozcan al Salvador, Cristo Jesús. Pablo, muchas veces rechazado por ellos, continuaría toda su vida preocupándose por encaminarlos a Cristo; hoy nos dice que, incluso, estaría dispuesto a ser considerado un anatema de Cristo (Separado de Cristo) si eso ayudara a la salvación de los de su pueblo y raza.
Nosotros no podemos conformarnos con vivir nuestra fe de un modo personalista, sino que nos hemos de esforzar constantemente en cumplir con la misión que el Señor nos ha confiado: Hacer que todos los hombres se salven en Cristo; pero ¿Realmente estamos dispuestos a ser condenados con tal de salvar a quienes viven rechazando a Cristo?, ¿Estamos dispuestos a cargar como nuestros sus pecados, y hacer nuestras sus pobrezas y enfermedades? ¿Estamos dispuestos a padecer por Cristo sabiendo que Él está presente en nuestros hermanos? ¿Hasta dónde amamos? ¿Realmente hasta que nos duela? o ¿Sólo anunciamos el Nombre de Dios y volvemos a nuestras comodidades y a nuestra vida muelle y poltrona? ¿Cuál es nuestro compromiso de fe?

Mt. 14, 22-36. Pasar a la otra orilla, e iniciar la travesía para alcanzarla. Todos fijamos la mirada en un más allá donde culminen nuestros deseos y esperanzas. Hacemos planes para lograr nuestras metas y objetivos. Tal vez partimos solos, mientras Jesús, a quien dejamos sólo, sube a orar ante su Padre Dios por nosotros; finalmente Él jamás nos ha abandonado.
Cuando la oscuridad, el desánimo y las contrariedades de la vida están a punto de hacernos dar marcha atrás en lo que pretendemos, Él se acerca no como un juez implacable que viene a juzgarnos, a castigarnos y a espantarnos. Él es el Dios misericordioso que nos invita a no tenerle miedo sino a recibirlo como compañero de viaje en la barca de nuestra propia vida, de nuestros trabajos, de nuestros logros y aparentes fracasos. Él se define como YHWH (Yo Soy).
Dios se acerca a nosotros despojado de todo, hecho uno de nosotros para tendernos la mano cuando el mal, el pecado y la muerte amenazan con acabar con nosotros. El verdadero discípulo de Jesús no puede trabajar al margen del Señor. Ojalá y los apóstoles se hubiesen quedado con Jesús, y junto con Él hubiesen subido al monte a orar para después partir, junto con Él, hacia la otra orilla; entonces las cosas habrían sido diferentes desde el principio.
No partamos solos hacia la realización de nuestra vida y hacia el cumplimiento de la Misión que el Señor nos ha confiado: hacer llegar el Evangelio de la gracia hasta el último rincón de la tierra. Aprendamos a unirnos en intimidad con Dios por medio de la oración humilde y sencilla. Aprendamos a partir junto con Él, fortalecidos por su Espíritu Santo, a proclamar su Nombre y a abrirle paso al Reino de Dios entre nosotros.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Al celebrar la Eucaristía el Señor no sólo quiere alimentarnos con el Pan de Vida, sino que quiere impulsar nuestra existencia para que trabajemos incansablemente a favor del Reino de los cielos. Este es el momento más importante de la vida de la Iglesia.
Efectivamente la Iglesia se construye en torno a la Eucaristía; en ella nos encontramos personalmente con el Señor. Él conoce nuestras heridas; las que ha abierto en nosotros el pecado. Sin embargo el Señor nos sigue amando y en este Memorial continúa entregando su Cuerpo y derramando su Sangre para el perdón de nuestros pecados.
Mientras aún es tiempo aprovechemos este tiempo de gracia del Señor, pues si confiamos en Él nos reconstruirá y hará que seamos una digna Morada suya; entonces su Iglesia realmente proclamará el Nombre del Señor para salvación de todos no sólo con sus palabras, sino con el testimonio de la propia vida.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Unidos a Cristo debemos retornar a nuestras labores cotidianas no como derrotados por el mal, sino como participantes de la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Esto nos ha de poner en camino para luchar por el bien de nuestros hermanos.
En medio de sus desánimos, de las heridas que ha abierto en ellos la injusticia, la pobreza, o las maldades y vicios, hemos de ser para ellos el signo de la cercanía de Dios, que llega a ellos no para asustarlos, no para amenazarlos, no para dirigirles una diatriba, sino para manifestarles el amor que el Señor les sigue teniendo; y esto no se los anunciaremos sólo con palabras, sino con las obras que serán como un tenderles la mano para que no se los trague el abismo.
Sabiendo que la Iglesia es guiada por el Espíritu Santo, que ha sido derramado en nosotros, seamos constructores de un Pueblo Nuevo en el que brille la paz, la justicia y la misericordia para el mundo entero. Esto nos debe llevar a trabajar no sólo bajo nuestras propias luces, sino a la Luz del Señor que llegará a nosotros mediante la oración sincera, oración comprometida que nos ponga al servicio del bien de nuestro prójimo.

Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber reconocernos pecadores; pero también la gracia de saber confiar en su amor, no sólo para sentirnos amados y perdonados, sino comprometidos en la construcción de su Reino ya desde ahora entre nosotros. Amén.

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