“¡Señor, que nos hundimos!” Hoy caminamos por la vida con esta sensación. Ya no existe la tierra firme sobre la que posar los pies. Casi todo bajo ellos es arena movediza, mar fiero que abre sus fauces para devorarnos. El hombre de hoy, a fuerza de sentirse inseguro, trata en cada momento de agarrarse a la tabla que las olas le arrojan, con la ilusión de llegar a la anhelada seguridad de sus sueños y pesadillas.
En el inconsciente humano existe el fantasma de una guerra nuclear monstruosa; el miedo nos defiende del conflicto. La economía mundial baila a son de dólar y petróleo, partitura musical de vaivenes a modo de vals, que sube y baja según los vientos que soplen. El fantasma del paro nos asedia; la droga arrasa cada día más corazones. La familia se desestabiliza, los matrimonios quiebran, la barrera generacional entre padres e hijos se acrecienta. La sociedad de consumo incita a más y más consumir para tirar antes de gastar, por imperativo de la moda temporera.
En una palabra, el mundo ha dejado de ser tierra firme. Caminamos sobre el mar. ¿Sin hundirnos? ¿Por cuánto tiempo aún?
También en la Iglesia se vive esta sensación. Dentro de ella han aparecido con virulencia inusitada las corrientes ideológicas. Hay teologías para todos los gustos: popular y de liberación, clásica y conservadora, de izquierdas y de derechas. Incluso la parroquia, esa secular estructura, se resquebraja, haciendo aguas, como barca rota, por todos sitios. Los cristianos andan desconcertados: ¿A qué voz seguir, con tantos y tan diferentes pastores? Se ha perdido aquella añorada uniformidad de antaño, basada en la obediencia ciega a los superiores, "portavoces de Dios"(?). La barca de Pedro, mejor, de Jesús, único timonel de esta nave que impulsa el Espín tu; se siente amenazada por las olas. El Evangelio del Nazareno nos parece a los cristianos tierra firme, pero lejana. ¿Cómo implantarlo en este mar de egoísmo e insolidaridad, de injusticia, miedo y fuerza que aplasta, de honores y dinero?
Siempre me ha llamado la atención aquella escena en la que Pedro se arrojó al mar para caminar sobre él, como su Maestro. Sólo uno de entre doce se tiró al agua. ¡Qué iluso! Y no se lanzó precisamente para nadar, sino para caminar sobre ella.
Con todo lo que se quiera desprestigiar a este Pedro -mote que significa piedra, cabeza dura- me merece todos mis respetos. Pues el milagro no es que un hombre camine por el mar imagen poética que expresa la naturaleza divina de Jesús- sino que haya quien sueñe todavía en el mar como si se tratara de tierra firme.
Tampoco Pedro lo consiguió del todo y comenzó a hundirse. Y no se ahogó, porque sintió la mano de Jesús que lo agarró y el susurro de un reproche a flor de labios: "¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?"
Poca fe. Este es el problema. Para hacer un mundo nuevo hace falta fe, mucha fe, mucho poder creativo, más ilusión y ensueño. Y además, la mano tendida y poderosa de un Maestro que nos ayude a caminar por el mar; que sin El, como Pedro, nos hundimos.
En el inconsciente humano existe el fantasma de una guerra nuclear monstruosa; el miedo nos defiende del conflicto. La economía mundial baila a son de dólar y petróleo, partitura musical de vaivenes a modo de vals, que sube y baja según los vientos que soplen. El fantasma del paro nos asedia; la droga arrasa cada día más corazones. La familia se desestabiliza, los matrimonios quiebran, la barrera generacional entre padres e hijos se acrecienta. La sociedad de consumo incita a más y más consumir para tirar antes de gastar, por imperativo de la moda temporera.
En una palabra, el mundo ha dejado de ser tierra firme. Caminamos sobre el mar. ¿Sin hundirnos? ¿Por cuánto tiempo aún?
También en la Iglesia se vive esta sensación. Dentro de ella han aparecido con virulencia inusitada las corrientes ideológicas. Hay teologías para todos los gustos: popular y de liberación, clásica y conservadora, de izquierdas y de derechas. Incluso la parroquia, esa secular estructura, se resquebraja, haciendo aguas, como barca rota, por todos sitios. Los cristianos andan desconcertados: ¿A qué voz seguir, con tantos y tan diferentes pastores? Se ha perdido aquella añorada uniformidad de antaño, basada en la obediencia ciega a los superiores, "portavoces de Dios"(?). La barca de Pedro, mejor, de Jesús, único timonel de esta nave que impulsa el Espín tu; se siente amenazada por las olas. El Evangelio del Nazareno nos parece a los cristianos tierra firme, pero lejana. ¿Cómo implantarlo en este mar de egoísmo e insolidaridad, de injusticia, miedo y fuerza que aplasta, de honores y dinero?
Siempre me ha llamado la atención aquella escena en la que Pedro se arrojó al mar para caminar sobre él, como su Maestro. Sólo uno de entre doce se tiró al agua. ¡Qué iluso! Y no se lanzó precisamente para nadar, sino para caminar sobre ella.
Con todo lo que se quiera desprestigiar a este Pedro -mote que significa piedra, cabeza dura- me merece todos mis respetos. Pues el milagro no es que un hombre camine por el mar imagen poética que expresa la naturaleza divina de Jesús- sino que haya quien sueñe todavía en el mar como si se tratara de tierra firme.
Tampoco Pedro lo consiguió del todo y comenzó a hundirse. Y no se ahogó, porque sintió la mano de Jesús que lo agarró y el susurro de un reproche a flor de labios: "¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?"
Poca fe. Este es el problema. Para hacer un mundo nuevo hace falta fe, mucha fe, mucho poder creativo, más ilusión y ensueño. Y además, la mano tendida y poderosa de un Maestro que nos ayude a caminar por el mar; que sin El, como Pedro, nos hundimos.
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