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jueves, 14 de agosto de 2008

XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: El Reino no tiene fronteras

A primera vista tendríamos que decir que el reino de Dios, aquel del que tanto habló Jesús, no es de este mundo. El mismo Jesús lo dijo al ver las reacciones que provocaba con sus palabras y con sus acciones. Nuestro mundo, desde siempre, desde que se tiene memoria de la historia de los pueblos y naciones, ha sido construido sobre la base de la marcación de fronteras. Los pueblos han subrayado las diferencias: la lengua, las tradiciones, la cultura, el clima, el paisaje, el color de la piel, la estatura o la forma de la nariz. Todas esas características han marcado lo “nuestro”, que es diferente de lo de los “otros”.
Nos hemos hecho como esos animales que van marcando su territorio mediante “marcas de olor”. Sucede que nosotros somos más cultos y hemos puesto oficinas en las fronteras (aduanas) y soldados que protejan el territorio que consideramos como nuestro frente a los otros, los de más allá, a los que demasiadas veces hemos visto y vemos como una amenaza. Son una amenaza a nuestras costumbres, a nuestra forma de vida, a nuestro bienestar. De las amenazas hay que protegerse. Y ya se sabe que la mejor defensa es un buen ataque. No es de extrañar que en nuestra historia pasada y presente este coloreada de sangre y de muerte.

Jesús rompe las fronteras

El Reino de Jesús es otra cosa. No conoce las fronteras. Va más allá de las fronteras que hemos marcado y parte del principio de que todos somos un pueblo: el pueblo de Dios. Nadie se queda fuera de ese pueblo.
El Evangelio de hoy es tremendamente iluminador. Da la impresión de que hasta el mismo Jesús pensó en algún momento que su misión salvadora se dirigía solamente al pueblo de Israel. A los discípulos que le piden que atienda a la mujer cananea, les responde que él sólo ha sido enviado “a las ovejas descarriadas de Israel”. Observemos que ni siquiera dirige la palabra a la mujer. Pero ella insiste e insiste. Provoca el diálogo. Jesús se ve obligado a responder y entonces siente, como tantas otras veces se dice en los Evangelios, compasión –que no es otra, claro está, que la misma compasión de Dios–. Y actúa con el poder salvífico de Dios.
No podía ser de otra manera. Jesús reconoce en ella la fe que salva, reconoce en ella una hija de Dios, otra más. Aunque sea cananea. Aunque no pertenezca al pueblo elegido. Su misión es universal. Nadie está excluido. Todos están invitados a formar parte del banquete del Reino, a sentarse a la mesa en torno al Padre común.

Una Iglesia que acoge y salva

Hoy la Iglesia es universal. Gentes de todos los pueblos, de todas las lenguas, forman parte de esta comunidad. Pero a veces nos sigue costando aceptar al que es diferente, al que habla otra lengua, al que tiene otro color u otras costumbres. Nos cuesta verle como uno más de nosotros.
El Reino tiene que ser un acicate para todos nosotros. Nos tiene que recordar que el Evangelio se juega en la acogida, en la capacidad para formar comunidad, para que nadie se sienta excluido. Tendríamos que orar muchas veces con las palabras del salmo responsorial de este domingo. Para que se nos meta bien adentro de la cabeza y del corazón que todos los pueblos somos sólo un pueblo, el pueblo de Dios. Que no hay más que hermanos y hermanas.
Mientras tanto, recordemos la recomendación del profeta Isaías: “Guardad el derecho y practicad la justicia”, que eso mismo significa que la salvación está ya aquí.

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