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martes, 9 de septiembre de 2008

XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: "Perdonanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"


Cuando sus discípulos piden a Jesús que les enseñe a orar, Jesús accedió a esta petición enseñandoles una oración breve, pero de una extraordinaria riqueza: el Padre Nuestro. Allí Jesús nos enseña que sus discípulos debemos tener con Dios el mismo trato que tiene un hijo con su padre. El cristiano invoca a Dios diciendole: "Padre nuestro que estás en el cielo". Luego Jesús hace un compendio de todo lo que él considera importante y necesario que nosotros le pidamos a ese Padre celestial.

En efecto, el Padre Nuestro contiene siete peticiones. En dos de ellas agrega un comentario. A la petición: "Hágase tu voluntad en la tierra", se le agrega hasta qué punto pedimos que eso ocurra: "Como se hace en el cielo". Y a la petición: "Perdonanos nuestras ofensas", se pide a Dios que lo haga imitando nuestro ejemplo: "Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". ¿Qué ocurriría si nosotros no perdonaramos a los que nos ofenden? En justicia tendríamos que privarnos de rezar el Padre Nuestro, pues en ese caso no sería verdad que nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Si, guardando rencor contra nuestro prójimo o nutriendo deseos de venganza, insistieramos en rezar el Padre Nuestro, en el fondo, estaríamos tratando de engañar a Dios al pedirle que El nos perdone, "como nosotros perdonamos" a los que nos ofenden. O, peor aún, estaríamos haciendo una petición irónica que se interpretaría así: "Este es el interés que tenemos en tu perdón: mira cómo perdonamos nosotros a los que nos ofenden. Haz Tú lo mismo".

El Evangelio de hoy puede ser considerado como un comentario más extenso de esa petición del Padre Nuestro y explica por qué agrega Jesús esa cláusula comparativa. Pedro se acerca a Jesús y le pregunta: "Señor ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?" Y se aventura a indicar un número muy generoso: "¿Hasta siete veces?" Tal vez Pedro esperaba que Jesús le dijera: "No, no tantas. Bastaría con dos o tres". Pero se encuentra con la sorpresa de que su generosidad quedó extraordinariamente corta, pues Jesús le responde: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete". Pedro había puesto un límite; Jesús no pone límites. La expresión idiomática que Jesús usa quiere decir: "Debes perdonar a tu hermano siempre y sin limitación".

Podemos imaginar la perplejidad de Pedro y de todos los presentes. Para darles una explicación, Jesús les pro-pone una parábola. Se trata de un rey que se puso a ajustar cuentas con sus siervos y le fue presentado uno que le debía diez mil talentos (es una medida enorme, elegida a propósito para crear en el auditorio la idea de que es una deuda imposible de saldar por un pobre siervo). Como no tenía con qué pagar, el señor ordenó que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todos sus bienes y que así saldase la deuda. Ante los ruegos del siervo, el señor, movido a compasión le perdonó la deuda y lo dejó ir libre. Al salir ese siervo, encuentra un colega que le debía cien denarios (es una cantidad un millón de veces más pequeña que la anterior, elegida a propósito para crear en el auditorio la idea de que es perfectamente saldable; bastaría tener un poco de paciencia. La relación entre ambas deudas es de mil pesos a mil millones de pesos). El siervo agarrando a su colega le exigía pagarle lo que le debía y no escuchó sú-plicas ni ruegos, sino que lo echó a la cárcel hasta que pagase lo que debía. A este punto el auditorio ha comprendido el mensaje: las ofensas que nosotros nos infligimos y las pequeñas rencillas entre nosotros son como esa deuda pequeña de mil pesos, ¡y rehusamos perdonarla!; la deuda que Dios nos perdona es como mil millones de pesos. Es por decir algo, porque nuestras ofensas contra Dios no pueden saldarse sino al precio infinito de la sangre de Cristo, derramada en la cruz para el perdón de nuestros pecados.

En la parábola, el señor, una vez informado de lo ocurrido, llamado a su presencia el siervo despiadado, le dice: "Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías compadecerte tú también de tu compañero como me compadecí yo de ti?" Ese siervo seguramente había suplicado al señor diciendole: "Perdoname la deuda, como también yo perdono a mis deudores". Pero era mentira. Por eso, "encolerizado su señor lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que debía". Hasta aquí la parábola. Jesús agrega: "Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano".

Hemos aprendido que el perdón de las ofensas debe ser sin limitación porque Dios nos ha perdonado una ofensa infinita. Pero en toda esta argumentación hay algo que se ha dado por entendido y por eso no se ha mencionado: para que pueda existir el perdón es necesario que exista el arrepentimiento, es decir, el dolor de la ofensa cometida de parte del ofensor. Si no hay arrepentimiento o una voluntad de reparar el daño cometido -aunque supere infinitamente nuestra capacidad-, ni Dios mismo puede perdonar. Como ocurre con el siervo despiadado a quien, en definitiva, el señor no perdonó. Dios no puede perdonar a un pecador que se obstina en el pecado. Si insiste en ofender a Dios o expresa un arrepentimiento falso, Dios no lo puede perdonar. La misericordia de Dios consiste en que apenas descubre un atisbo de arrepentimiento en el pecador, se precipita a perdonarlo. Un modo claro que tenemos nosotros de expresar nuestro arrepentimiento para que Dios nos perdone, es perdonando de corazón a nuestros hermanos.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Auxiliar de Concepción

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