Publicado por Homilia Católica
Comentando la Palabra de Dios
Sir. 27, 31-28, 9. Hay una medida para amar y perdonar: Jesús, clavado en una cruz por amor a nosotros, para darnos Vida eterna y para el perdón de nuestros pecados, a pesar de que Él es el que fue ofendido por nosotros. ¿Hay razón alguna para guardar rencor, para odiar? Si decimos creer en Cristo ¿por qué no somos capaces de perdonar? ¿por qué las guerras fratricidas, por qué las persecuciones injustas, por qué pagar salarios de hambre comprando al pobre por un par de sandalias? Por desgracia a veces sólo pensamos en esta vida temporal, como si en ella estuviese toda nuestra seguridad, nuestra paz y nuestra felicidad.
Pero debemos levantar la vista y contemplar en el horizonte el final de nuestro paso por este mundo; entonces tomaremos conciencia de que sólo caminamos como peregrinos por este mundo, teniendo como meta la Ciudad de sólidos cimientos. Entonces cobrará sentido nuestro perdón, nuestro servicio a los pobres, desprotegidos, marginados y desvalidos; entonces seremos amados eternamente por Dios, entonces el Señor tendrá misericordia de nosotros, como nosotros tuvimos misericordia de nuestro prójimo. Por eso trabajemos, no sólo por el pan que perece, sino por el Pan que nos da vida eterna, y que es Cristo, a quien hemos unido nuestra vida para tener en Él, ya desde ahora, la misma vida que a Él le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.
Unidos a Él no podemos encerrar nuestra fe en nuestro interior de un modo cobarde, sino que nos hemos de convertir en signos del amor, de la misericordia, del perdón y de la cercanía de Dios para nuestro prójimo. Entonces el Mandato de amarnos como hermanos no será sólo un concepto aprendido de memoria, sino que, al vivirlo, manifestará nuestra fe y que realmente amamos a Dios al amar a nuestro prójimo hasta el extremo, con tal de ganarlo para Cristo.
Sal. 103 (102). A Dios, nuestro Padre, no se le olvida que somos barro, inclinados más fácilmente al mal que al bien. Y a pesar de que muchas veces nuestros caminos se han desviado de la Verdad, de la Bondad y del Bien, sin embargo el Señor jamás ha dejado de amarnos, pues Él es nuestro Padre, lleno de amor y de ternura para con sus hijos. Él siempre está dispuesto a perdonar al pecador arrepentido, pues grande es su misericordia para con nosotros.
Sin embargo no podemos vivir bajo el signo de una falsa confianza en el amor y en la misericordia de Dios, pues Él espera de nosotros una vida recta como consecuencia de nuestra fe en Él sin hipocresías. Si nosotros hemos sido objeto del amor, de la misericordia, del perdón y de la paz de Dios, seamos los primeros en convertirnos en un signo de todo eso para nuestros hermanos. Entonces el mundo, porque esa es la voluntad de Dios para su Iglesia, continuará experimentando su amor desde nosotros, que hemos unido nuestra vida a Cristo su Hijo y Señor nuestro.
Rom. 14, 7-9. ¿Por qué miramos la paja en el ojo de nuestro hermano y no vemos la viga que tenemos en el nuestro? Si pertenecemos a Cristo, vivamos entre nosotros como hermanos. No pensemos que los demás son malos y que están condenados porque han depositado su fe en Cristo de modo diferente al nuestro.
Si decimos que estamos vivos para Dios, amemos, sin distinción, como Cristo nos ha amado. Si queremos ganar a alguien para Cristo, lo hemos de hacer desde un corazón que ame, que comprenda, que viva la misericordia. Si obramos así entonces seremos del Señor, tanto en esta vida como en la otra. Ciertamente no podemos cerrar los ojos ante el pecado de los demás; pero esto no puede llevarnos a criticarlos, a juzgarlos, a despreciarlos, ni a condenarlos, sino a trabajar para que también en ellos se manifieste con mayor claridad su dignidad de hijos de Dios.
Al final daremos cuenta de nosotros mismos a Dios. Ojalá y que al tratar de ayudar a los demás a corregir el rumbo de su vida, nosotros mismos seamos los primeros en hacerlo, no sea que, al final, ellos se salven y nosotros seamos reprobados.
Mt. 18, 21-35. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Dios nos ha amado tanto que, por reconciliarnos con Él nos envió a su propio Hijo, el cual murió por nosotros, clavado en una cruz, para el perdón de nuestros pecados.
Siempre que nosotros acudimos a Él con el corazón arrepentido y le pedimos perdón, Él está dispuesto a perdonarnos. Pero espera de nosotros que, una vez en paz con Él, no volvamos a nuestras maldades, sino que caminemos en el amor fiel a Él y a sus mandatos. Sólo así podremos decir que le tenemos un amor sincero. Aquel que ha experimentado así el amor misericordioso de Dios, debe aprender a ser misericordioso con su hermano, de tal forma que esté siempre dispuesto a perdonarlo y a ser misericordioso con él.
Dios nos quiere fraternalmente unidos, capaces, incluso, de renunciar a reclamar a los demás lo que nos deben, con tal de no hundirlos cada vez más en su miseria. Seamos, pues, perfectos, como el Padre Dios es perfecto.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
Nos reunimos para celebrar el Sacramento del Amor Misericordioso de Dios hacia nosotros. Él no está esperando que vayamos y lo busquemos; Él ha salido a buscarnos por medio de su Hijo, para ofrecernos su perdón y la participación de su propia vida.
Él quiere instruirnos con su Palabra para que conozcamos el amor que nos tiene, y cómo hemos de enderezar nuestros pasos, de tal forma que su Palabra cobre vida en nosotros.
Él nos quiere como hijos suyos, amados, sentados a su Mesa para que, alimentados por Él mismo, seamos transformados de tal forma que nos convirtamos en un signo de su amor para los demás.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
Por eso los que participamos de la Eucaristía debemos volver a nuestra vida diaria con una gran capacidad de perdonar. Pero al perdonar vamos a preocuparnos de que quienes vivan deteriorados por el egoísmo, por la maldad, por la violencia, puedan caminar hacia un verdadero encuentro con Dios como Padre, y, desde Él, hacia un verdadero encuentro con su prójimo reconociéndolo como hermano. Jesús no vino solamente a perdonar nuestros pecados.
Él mismo quiso convertirse en el Camino que nos conduce al Padre. Por eso aquel que realmente lo ama y se deja transformar por Él debe aprender a construir la paz en el mundo, propiciando el perdón, pero también el camino hacia un auténtico amor fraterno, hasta lograr aquello que Dios nos pide por medio del profeta Joel (4, 10): De sus azadones hagan espadas, lanzas de sus podaderas.
El Señor no sólo quiere que reconozcamos nuestros pecados y que le pidamos perdón, sino que también que le pidamos la fortaleza necesaria para saber perdonarnos y amarnos como el mismo Dios lo ha hecho con nosotros.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos encontrar sinceramente Él en el amor, para saber encontrarnos con nuestro prójimo en el amor fraterno y formar, así, una Iglesia unida y guiada por el Espíritu Santo. Amén.
Pero debemos levantar la vista y contemplar en el horizonte el final de nuestro paso por este mundo; entonces tomaremos conciencia de que sólo caminamos como peregrinos por este mundo, teniendo como meta la Ciudad de sólidos cimientos. Entonces cobrará sentido nuestro perdón, nuestro servicio a los pobres, desprotegidos, marginados y desvalidos; entonces seremos amados eternamente por Dios, entonces el Señor tendrá misericordia de nosotros, como nosotros tuvimos misericordia de nuestro prójimo. Por eso trabajemos, no sólo por el pan que perece, sino por el Pan que nos da vida eterna, y que es Cristo, a quien hemos unido nuestra vida para tener en Él, ya desde ahora, la misma vida que a Él le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.
Unidos a Él no podemos encerrar nuestra fe en nuestro interior de un modo cobarde, sino que nos hemos de convertir en signos del amor, de la misericordia, del perdón y de la cercanía de Dios para nuestro prójimo. Entonces el Mandato de amarnos como hermanos no será sólo un concepto aprendido de memoria, sino que, al vivirlo, manifestará nuestra fe y que realmente amamos a Dios al amar a nuestro prójimo hasta el extremo, con tal de ganarlo para Cristo.
Sal. 103 (102). A Dios, nuestro Padre, no se le olvida que somos barro, inclinados más fácilmente al mal que al bien. Y a pesar de que muchas veces nuestros caminos se han desviado de la Verdad, de la Bondad y del Bien, sin embargo el Señor jamás ha dejado de amarnos, pues Él es nuestro Padre, lleno de amor y de ternura para con sus hijos. Él siempre está dispuesto a perdonar al pecador arrepentido, pues grande es su misericordia para con nosotros.
Sin embargo no podemos vivir bajo el signo de una falsa confianza en el amor y en la misericordia de Dios, pues Él espera de nosotros una vida recta como consecuencia de nuestra fe en Él sin hipocresías. Si nosotros hemos sido objeto del amor, de la misericordia, del perdón y de la paz de Dios, seamos los primeros en convertirnos en un signo de todo eso para nuestros hermanos. Entonces el mundo, porque esa es la voluntad de Dios para su Iglesia, continuará experimentando su amor desde nosotros, que hemos unido nuestra vida a Cristo su Hijo y Señor nuestro.
Rom. 14, 7-9. ¿Por qué miramos la paja en el ojo de nuestro hermano y no vemos la viga que tenemos en el nuestro? Si pertenecemos a Cristo, vivamos entre nosotros como hermanos. No pensemos que los demás son malos y que están condenados porque han depositado su fe en Cristo de modo diferente al nuestro.
Si decimos que estamos vivos para Dios, amemos, sin distinción, como Cristo nos ha amado. Si queremos ganar a alguien para Cristo, lo hemos de hacer desde un corazón que ame, que comprenda, que viva la misericordia. Si obramos así entonces seremos del Señor, tanto en esta vida como en la otra. Ciertamente no podemos cerrar los ojos ante el pecado de los demás; pero esto no puede llevarnos a criticarlos, a juzgarlos, a despreciarlos, ni a condenarlos, sino a trabajar para que también en ellos se manifieste con mayor claridad su dignidad de hijos de Dios.
Al final daremos cuenta de nosotros mismos a Dios. Ojalá y que al tratar de ayudar a los demás a corregir el rumbo de su vida, nosotros mismos seamos los primeros en hacerlo, no sea que, al final, ellos se salven y nosotros seamos reprobados.
Mt. 18, 21-35. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Dios nos ha amado tanto que, por reconciliarnos con Él nos envió a su propio Hijo, el cual murió por nosotros, clavado en una cruz, para el perdón de nuestros pecados.
Siempre que nosotros acudimos a Él con el corazón arrepentido y le pedimos perdón, Él está dispuesto a perdonarnos. Pero espera de nosotros que, una vez en paz con Él, no volvamos a nuestras maldades, sino que caminemos en el amor fiel a Él y a sus mandatos. Sólo así podremos decir que le tenemos un amor sincero. Aquel que ha experimentado así el amor misericordioso de Dios, debe aprender a ser misericordioso con su hermano, de tal forma que esté siempre dispuesto a perdonarlo y a ser misericordioso con él.
Dios nos quiere fraternalmente unidos, capaces, incluso, de renunciar a reclamar a los demás lo que nos deben, con tal de no hundirlos cada vez más en su miseria. Seamos, pues, perfectos, como el Padre Dios es perfecto.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
Nos reunimos para celebrar el Sacramento del Amor Misericordioso de Dios hacia nosotros. Él no está esperando que vayamos y lo busquemos; Él ha salido a buscarnos por medio de su Hijo, para ofrecernos su perdón y la participación de su propia vida.
Él quiere instruirnos con su Palabra para que conozcamos el amor que nos tiene, y cómo hemos de enderezar nuestros pasos, de tal forma que su Palabra cobre vida en nosotros.
Él nos quiere como hijos suyos, amados, sentados a su Mesa para que, alimentados por Él mismo, seamos transformados de tal forma que nos convirtamos en un signo de su amor para los demás.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
Por eso los que participamos de la Eucaristía debemos volver a nuestra vida diaria con una gran capacidad de perdonar. Pero al perdonar vamos a preocuparnos de que quienes vivan deteriorados por el egoísmo, por la maldad, por la violencia, puedan caminar hacia un verdadero encuentro con Dios como Padre, y, desde Él, hacia un verdadero encuentro con su prójimo reconociéndolo como hermano. Jesús no vino solamente a perdonar nuestros pecados.
Él mismo quiso convertirse en el Camino que nos conduce al Padre. Por eso aquel que realmente lo ama y se deja transformar por Él debe aprender a construir la paz en el mundo, propiciando el perdón, pero también el camino hacia un auténtico amor fraterno, hasta lograr aquello que Dios nos pide por medio del profeta Joel (4, 10): De sus azadones hagan espadas, lanzas de sus podaderas.
El Señor no sólo quiere que reconozcamos nuestros pecados y que le pidamos perdón, sino que también que le pidamos la fortaleza necesaria para saber perdonarnos y amarnos como el mismo Dios lo ha hecho con nosotros.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos encontrar sinceramente Él en el amor, para saber encontrarnos con nuestro prójimo en el amor fraterno y formar, así, una Iglesia unida y guiada por el Espíritu Santo. Amén.
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