En estos tiempos y en todos hay personas a las que se les va la fuerza por la boca. Pueden hablar y exponer grandes ideas, planes maravillosos, soluciones perfectas pero luego, a la hora de la verdad, no se les ve arrimando el hombro. Sestean a la hora del trabajo y no contestan cuando la urgencia de la vida llama a sus puertas. Esa es la realidad. Dicho de otra manera: son los que creen que ser buen cristiano consiste en ir a misa y haber leído muchos libros de teología o espiritualidad.
Los verdaderos testigos nunca hablaron mucho. Más bien, hablaron lo justo. Dicen que, cuando Francisco de Asís envió a dos de sus frailes a evangelizar en tierras musulmanas, les dijo que “evangelizasen siempre y que hablasen sólo cuando fuera necesario”. Tenía muy claro Francisco que la palabra no siempre es el mejor medio para evangelizar, que son los hechos de vida los que dan peso y consistencia a la palabra. Sin aquellos las palabras quedan huecas y vacías.
Dos hijos, dos palabras, dos hechos
El hijo del dueño de la viña que dice que va y luego no va se queda en ese mundo de las palabras vanas. Todo es apariencia. Todo es búsqueda del quedar bien a primera vista. Pero, luego, nada de nada. La relación humana queda rota. La confianza que suscitan las palabras se diluye en la falta de realidad. No hay compromiso. La relación muere. La desconfianza se instala en el corazón de las personas.
El hijo del dueño que dice que no va y luego va no es perfecto. Lo que hace no es lo mejor. Su palabra no responde tampoco a la realidad. Pero su vida habla con una consistencia mayor. Su vida, sus hechos, se imponen sobre su palabra. Lo mejor habría sido la coherencia entre la vida y la palabra. Pero estamos en mejor situación que antes. El “no” dicho al padre daña la relación pero a la vista de los resultados, la relación se reconstruye. La confianza mutua se restablece.
Una fraternidad basada en hechos
La palabra es medio básico de comunicación pero ha de estar siempre respaldada por los hechos. Las primeras frases de la segunda lectura hablan de lo que debe ser la relación en la comunidad cristiana, en la comunidad humana, en el reino.
No se trata de echar grandes discursos en las celebraciones sino de mantenerse unánimes en el mismo amor, de actuar guiados por la humildad, de buscar el interés de los demás antes que el propio. En definitiva, se trata de tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús y actuar en consonancia. Exactamente igual que lo hizo Jesús, que se hizo el último para ser el servidor y el salvador de todos.
Entre la coherencia y la misericordia
La clave está en ser responsables de nuestra vida, de nuestras palabras y de nuestros hechos. Dios nos regala la vida, la palabra y las manos para ponerlas al servicio de nuestros hermanos y hermanas. Y nos hace libres y responsables para que usemos las manos y la palabra al servicio del reino, al servicio de la fraternidad.
Esa coherencia interna es un desafío que se nos plantea a cada uno de nosotros. Es un desafío a largo plazo. Es una tarea para toda la vida. Hay que ponerse manos a la obra. No siempre lo vamos a conseguir. Hay que ser humildes y sencillos, creer y confiar que Dios mismo nos dará las fuerzas para conseguir lo que a veces a nosotros nos parece imposible: sintonizar nuestras palabras y nuestros hechos.
El secreto está en confiar, en creer rotundamente en la misericordia de Dios, en su gracia vitalizadora que actúa en nosotros y que hará que, hermanos de todos –también de las prostitutas y los publicanos– caminemos por la senda del Evangelio hacia el reino del Padre.
Los verdaderos testigos nunca hablaron mucho. Más bien, hablaron lo justo. Dicen que, cuando Francisco de Asís envió a dos de sus frailes a evangelizar en tierras musulmanas, les dijo que “evangelizasen siempre y que hablasen sólo cuando fuera necesario”. Tenía muy claro Francisco que la palabra no siempre es el mejor medio para evangelizar, que son los hechos de vida los que dan peso y consistencia a la palabra. Sin aquellos las palabras quedan huecas y vacías.
Dos hijos, dos palabras, dos hechos
El hijo del dueño de la viña que dice que va y luego no va se queda en ese mundo de las palabras vanas. Todo es apariencia. Todo es búsqueda del quedar bien a primera vista. Pero, luego, nada de nada. La relación humana queda rota. La confianza que suscitan las palabras se diluye en la falta de realidad. No hay compromiso. La relación muere. La desconfianza se instala en el corazón de las personas.
El hijo del dueño que dice que no va y luego va no es perfecto. Lo que hace no es lo mejor. Su palabra no responde tampoco a la realidad. Pero su vida habla con una consistencia mayor. Su vida, sus hechos, se imponen sobre su palabra. Lo mejor habría sido la coherencia entre la vida y la palabra. Pero estamos en mejor situación que antes. El “no” dicho al padre daña la relación pero a la vista de los resultados, la relación se reconstruye. La confianza mutua se restablece.
Una fraternidad basada en hechos
La palabra es medio básico de comunicación pero ha de estar siempre respaldada por los hechos. Las primeras frases de la segunda lectura hablan de lo que debe ser la relación en la comunidad cristiana, en la comunidad humana, en el reino.
No se trata de echar grandes discursos en las celebraciones sino de mantenerse unánimes en el mismo amor, de actuar guiados por la humildad, de buscar el interés de los demás antes que el propio. En definitiva, se trata de tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús y actuar en consonancia. Exactamente igual que lo hizo Jesús, que se hizo el último para ser el servidor y el salvador de todos.
Entre la coherencia y la misericordia
La clave está en ser responsables de nuestra vida, de nuestras palabras y de nuestros hechos. Dios nos regala la vida, la palabra y las manos para ponerlas al servicio de nuestros hermanos y hermanas. Y nos hace libres y responsables para que usemos las manos y la palabra al servicio del reino, al servicio de la fraternidad.
Esa coherencia interna es un desafío que se nos plantea a cada uno de nosotros. Es un desafío a largo plazo. Es una tarea para toda la vida. Hay que ponerse manos a la obra. No siempre lo vamos a conseguir. Hay que ser humildes y sencillos, creer y confiar que Dios mismo nos dará las fuerzas para conseguir lo que a veces a nosotros nos parece imposible: sintonizar nuestras palabras y nuestros hechos.
El secreto está en confiar, en creer rotundamente en la misericordia de Dios, en su gracia vitalizadora que actúa en nosotros y que hará que, hermanos de todos –también de las prostitutas y los publicanos– caminemos por la senda del Evangelio hacia el reino del Padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario