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viernes, 26 de septiembre de 2008

XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE HOY

Situación de esta lectura. De nuevo tenemos que decir que la presente lectura no es continuación de la del domingo pasado. En esa laguna que hemos dejado en medio hay unas importantes escenas evangélicas: un nuevo anuncio de la pasión, la ambiciosa propuesta de Santiago y Juan, la curación de los ciegos, la entra-da en Jerusalén, la purificación del templo, la higuera seca, y el cuestiona-miento de los dirigentes: de dónde le viene a Jesús la autoridad. Precisa-mente la parábola que Jesús les encaja hoy es la contraofensiva de Jesús a la mala voluntad de aquellos capitostes. Esta parábola sin embargo podemos verla en unión con la del domingo pasado y con el pasaje siguiente de Ma-teo. Son tres parábolas que tienen por escenario una viña. En la 1ª, se trata de unos obreros que van a trabajar a distinta hora. En la 2ª (la de hoy) se trata de dos hijos, uno que va y otro que no. En la 3ª se trata de unos arren-datarios que se intentan apropiar de la viña maltratando a los cobradores y matando finalmente al hijo. Si la viña es el pueblo en la tradición profética, podíamos poner alguna vez juntas las tres parábolas y tal vez haríamos unas interesantes reflexiones. Ya hemos visto el sentido de la anterior. Vamos a acercarnos a ésta.

La claves para la lectura. Las personas en el mundo no nos diferenciamos ante todo por nuestros razonamientos, la exposición de nuestras ideas, nuestra profesión, nuestro culto, sino por nuestras obras. Hoy Jesús nos dice bellamente que obras son amores y no buenas razones. ¿Cómo va a decir a Dios una persona devota que no le da la gana de hacer algo que está en su Ley? ¿Cómo va a protestar de lo que digan sus jefes espirituales? Eso lo hacen otros que, pobrecillos, andan perdidos.

Pero resulta que a la hora de tener buen corazón, de hacer por los demás lo que los demás necesitan seriamente que se haga, actúan con mayor es-pontaneidad y sin poner argumentos teológicos para hacer o dejar de hacer esos pobrecillos que andan perdidos que esas personas devotas. Jesús no se anda por las ramas: tengamos en cuenta que sus palabras son como si se hubiese acercado al Papa o a los obispos y teólogos a decirles estas palabras: Los pecadores públicos y las prostitutas os preceden en el reino de Dios.

Como la pregunta que Jesús hizo a los dirigentes fue sobre el bautismo de Juan, las palabras con la que cierra esta parábola no se refieren a su pro-pia llamada, sino a la de Juan. Los que hicieron caso a una llamada que se dirigía al cambio, eran los que con toda facilidad podían creerse pecadores, no los dirigentes, que no pensaron ni por un momento en su necesidad de cambio.

Por eso, la entrada en el reinado de Dios, es decir, en la nueva realidad que pregona y trae Jesús es algo normal para quienes se han preparado para ello, cambiando de vida. Los dirigentes van detrás, lo cual no quiere decir que entren, que lo tienen muy crudo, porque no hacen nada por ver.

El misterio de la ceguera de los que ven Ciertamente, es un gran misterio cómo desde una piedad que muchas ve-ces admira a cuantos los rodean es posible la dureza de corazón y la maldad. Y, sin embargo, es así. Y hasta se puede llegar a ser así y que haya grupos más o menos numerosos que le proclamen santo. Tengamos en cuenta que esto es posible porque hemos desfigurado el rostro de Dios. Hemos presentado un Dios vengativo, que se relaciona con nosotros como terrible juez y que necesita del tráfico de influencia de sus amigos para dignarse concedernos algún favor.

El hijo primero de la parábola dice a su padre: No quiero. Implícitamente le está llamando padre, porque tiene la suficiente confianza como para de-cirle que no... aunque después se arrepintió y fue.

El hijo segundo dice: Voy, señor. La llamada del padre es para él un mandato, y por tanto no ve al padre sino al amo: Voy, señor. Y es ahí donde está la clave del misterio de las conductas. ¿Quién es Dios para mí? Un padre me inspira confianza. Si no veo bien algo, no hay temor que me impida oponerme, y así pueden cambiar las cosas. Un señor me ins-pira miedo: miedo a ser mal visto, a pecar, a ser rechazado, excomulgado... y así no cambia nunca nada. Un señor me hace duro: no sea que si soy blan-do me rechacen a mí. Un padre me hace comprensivo: sé que mi padre nun-ca va a rechazarme, pase lo que pase en mi vida. El Evangelio

Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y senadores del pueblo: -¿Qué os pare-ce? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.» Él le contestó: «No quiero.» Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: «Voy, señor.» Pe-ro no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: -El primero. Jesús les dijo: -Os aseguro que los pecadores públicos y las prostitutas irán por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a enseñaros el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y aun después de ver esto vosotros no os arrepentisteis ni le cre-ísteis.

Mientras vamos de camino Sería bueno que analizásemos nuestras actitudes de intransigencia, porque son señales de que consideramos a Dios como Señor, no como Padre. En nuestro diálogo sería también bueno no tirar la pelota de la crítica a na-die si no nos la hemos tirado antes a nosotros

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