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viernes, 24 de octubre de 2008

El amor es todo

Mateo 22, 34-40
XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A
por Jesús Burgaleta

Los judíos, en tiempos de Jesús, tenían la friolera de 613 mandamientos. 365 prohibían algo. 248 eran positivos. Todos tenían que ser cumplidos por igual.
Ante tal bosque de preceptos no nos puede extrañar que se volvieran locos. La cuestión que constantemente se planteaban era: «¿Cuál es el más importante de todos estos mandamientos?». Algunos sostenían que el precepto de los preceptos era guardar y celebrar el sábado.
Nosotros no tenemos, quizá tantos mandamientos. Pero no nos quedamos atrás. Da igual tener 30 que 300. Lo que hay que mirar es el espíritu con el uno se relaciona con la ley. Y hoy, como ayer, hay mucha gente que tiene toda su confianza puesta en ella, que creen que con el cumplimiento de la ley se puede tener contento a Dios, que está pendiente de acumular méritos y de alcanzar el premio. Nos parecemos, por desgracia, mucho a los que le preguntaban a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?».
Además, con los mandamientos, nosotros andamos metidos también en casuística: nos preguntamos que hay que cumplir, qué obliga, hasta dónde se puede llegar sin comprometer las relaciones con Dios, cuándo se peca. Mas en este tiempo en que cambian los valores, formas, modos e instituciones, andamos muy preocupados por encontrar el principal mandamiento, el valor básico del que nunca nos podremos desprender. Y nos respondemos muchas tonterías.
Oír hoy a Jesús, simple y claro, es una verdadera terapia. Frente a tanta verborrea, palabrería; frente a tanto maestro, tanto matiz, tanto libro; frente a tanta teoría, tanta ideología, tantas gentes que quieren imponer sus criterios, sus normas, sus valores caducos, sus modos culturales pasajeros, escuchar a Jesús es un verdadero evangelio, una liberación, un encuentro con el Espíritu, un verdadero aire fresco. Lo que él dice es lo que no puede faltar, lo que nunca puede cambiar, lo único importante. Todo lo demás debe ser interpretado desde la realidad del amor, y es bueno siempre que exprese ese amor y lo lleve a su término. El amor no tiene más norma, ni más regla que el olvido de sí y la entrega al otro sin límite. En esto consiste el «vivir», que no tiene más precepto que el vivir sin término.
¿El primer precepto? «Amarás a Dios con todo tu ser y desde el núcleo de ti mismo». ¿El segundo? Es semejante al primero: «Amarás al otro hombre como a ti mismo».
Estos dos –primero y segundo– constituyen el ÚNICO mandamiento: AMARÁS. No hay otro. No permitamos que nadie nos meta cuentos. Todo se reduce a esto. Todo está ordenado a potenciar el amor. Todo debe conducir a él. Lo que no es amor, no es un acto de vida, es un acto en el vacío, es nada.
El primer mandamiento es amar a Dios, entrega tota a él, disposición, apertura. Este mandamiento es, a la vez, el amor ordenado a sí mismo: ¿Quién se puede querer más que el que se entrega a Dios, que es la fuente de la vida de sí mismo? El que se entrega a Dios, recibe a Dios y con él entra en comunión con la energía de toda existencia con sentido.
El primer mandamiento es amar a Dios. Lo cual supone recibir a Dios mismo como Dios. Y Dios es Amor. Amor al hombre, entrega al hombre, bien y salvación para el hombre. Así de simple: en el mismo Dios está el amor al otro; en el mismo vivir de Dios está la dinámica de la entrega al otro; en el mismo servicio a Dios está el servicio al otro. Porque Dios es entrega de amor.
Así de simple, así de bonito, así de único, así de liberador. Amar, amar, amar. Amar a Dios en el hombre y amar al hombre en Dios. Todo está englobado aquí. Esta es la voluntad de Dios y este es su precepto. Este es el primero, el segundo y el décimo; todos.
Cuando se pierde el amor –y muchos lo hemos perdido– deja de tener unidad nuestra vida y nos perdemos en mil mandamientos sin importancia ni sentido. Nos entretenemos y nos engañamos jugando con preceptos que son incapaces de darnos ni una chispa de vida. El amor es el decálogo, Moisés, los profetas, el evangelio, la doctrina de la Iglesia, los mandamientos, el código de derecho canónico. Que no nos engañe nadie. No nos equivoquemos.

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