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martes, 7 de octubre de 2008

Homilía y Recursos para la Homilía: XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A

Mateo 22, 1-14
Publicado por Agustinos España

HOMILÍA: "¿LLEVAMOS EL TRAJE DE FIESTA?"

Con la imagen de un banquete que nos presenta el Libro de Isaías en la primera lectura, al que todos los pueblos serán invitados, el profeta describe la soñada salvación para un pueblo, que vive la amenaza de una total destrucción; quienes vienen para asediarla y destruirla, vendrán un día para saciarse de ellas: los enemigos de hoy serán los huéspedes mañana.
Con este texto, no sólo se reafirma la salvación por venir, sino que se rompe con la imagen estrecha de una salvación exclusivista.
¡Qué difícil es comprender que nuestro Dios ofrece una salvación tan completa que alcanza también a aquellos que nos impiden vernos salvados hoy!

Y en el Evangelio, hoy Jesús nos habla de Dios y de su reino con una imagen que nos resulta familiar y fácil de entender, la del banquete; porque es así como nosotros solemos celebrar los momentos más importantes de nuestra vida, sentándonos a la mesa, junto a los que más queremos; invitando a nuestros mejores amigos.
El Señor nos dice en la parábola que así mismo hace Dios con nosotros, si es que queremos ser sus invitados, si tomamos en serio su invitación y obramos en consecuencia.
En el relato de Jesús, fueron los invitados los que pusieron en peligro la fiesta que el rey quería organizar: de nada sirvió al rey tener un banquete preparado, porque le fallaron los comensales; de poco le sirven a Dios sus ganas de fiesta, si nosotros -que hemos sido invitados- le seguimos fallando.

Esta parábola de la boda real proclama el comportamiento insólito de Dios.

El rey quiere celebrar una fiesta e invita primero a sus súbditos.
¿Qué hacen ellos?. Se excusan.
Lo insólito, es que esos súbditos que no se hubieran atrevido a rechazar una orden de su rey, se nieguen a responder a un deseo de su Rey de compartir su gozo y hacerlos sus amigos.

No hace falta mucha inteligencia para vernos retratados en la actitud de los súbditos que tenían tantas otras cosas que hacer que no pudieron acompañar al rey en su alegría.

También nosotros nos negamos muchas veces darle a Dios lo que Él desea de nosotros. Y nos negamos porque Dios ¡no nos lo exige!.
¿Podría exigirlo?
¡Si!,... pero no lo hace.
Y nosotros muchas veces -como los súbditos- creemos ser más libres desatendiendo lo que nuestro Dios desea.
Estamos dispuestos a obedecerlo porque pensamos que eso no hay más remedio que hacerlo.
Pero nos da lo mismo que esté contento o no con nosotros, pensamos que ya es suficiente con obedecerlo, como para preocuparse también en tenerlo contento
Y pasa con nosotros como les pasa a los primeros invitados al banquete del rey; no queremos unirnos al gozo del rey y nos pasamos la vida sin probar las alegrías de nuestro Dios, porque de Él solo aceptamos sus órdenes, no sus ruegos.
El que vive sólo para obedecer, aunque se desviva en obedecer, no dejará nunca de ser un súbdito; en cambio el que encuentre el modo, cueste lo que le cueste, de compartir el gozo de su Señor, se convertirá pronto en su amigo íntimo.

Es cierto que el súbdito obedece más y mejor que el amigo, pero es con los amigos con quienes compartimos vida e intimidad, deseos y proyectos.

Con nuestra actitud , ni cuenta nos damos de lo que nos estamos perdiendo de Dios cuando reducimos nuestra relación con Él a obedecer sus mandatos.
¡Es mucho más lo que Dios nos ofrece si atendemos sus deseos!.

Esta parábola nos muestra también cuál es la actitud de Dios. Dios quiere compartir su alegría, y no deja de hacerlo porque no acudan sus primeros invitados.
Dios sale a buscar a otros. Dios no pone ninguna condición previa para invitar a su fiesta, quiere y desea compartirla y sale a los caminos a buscar otros invitados.
¿Qué exige?
Exige a sus invitados un mínimo de respeto. Quienes son invitados a la fiesta, que es un regalo siempre inmerecido, deben vestirse adecuadamente.
¿Qué nos quiere decir Dios con esto?
Que para sentarse a la mesa, hay que cambiar el hábito. Dios está alegre y quiere compartirlo con nosotros; pero no quiere aguafiestas en su mesa, quiere que nos revistamos de alegría.

Por eso los cristianos que más asiduamente asistimos a la fiesta de nuestro Dios no podemos ser aguafiestas: de bien poco nos están sirviendo por ejemplo nuestras misas dominicales si no conseguimos experimentar la dicha de sabernos amigos de Dios, y habiéndola experimentado poder testimoniarla
Si tras tanta invitación a compartir su vida y alegría, no nos sabemos amigos de Dios, hoy el Señor nos dice que seremos sacados de la fiesta; perderemos la fiesta y a Dios.

Pero Dios no perderá su fiesta: seguirá saliendo a los caminos a repetir su invitación y celebrará la fiesta sin nosotros.

Pidamos hoy al Señor, que quienes fuimos invitados a su fiesta desde el momento de nuestro bautismo no pongamos excusas para no asistir y que participemos de su fiesta cambiando nuestra vida para ser realmente dignos de ser sus amigos.


RECURSOS PARA LA HOMILÍA

Nexo entre las lecturas

La lectura del profeta Isaías es sumamente consoladora. Nos muestra la intención salvífica de Dios que prepara para los tiempos mesiánicos un festín suculento en el monte Horeb. Dios se dispone a enjugar las lágrimas de todos los rostros y se prepara para alejar todo oprobio y sufrimiento. La promesa de la salvación se verá cabalmente cumplida (1L). Por su parte, el evangelio también nos habla de un banquete, pero los tonos y circunstancias son distintos. Se trata de la parábola de los invitados descorteses, aquellos que no escucharon la invitación para participar en el banquete nupcial (Ev). En el texto del profeta Isaías se subrayaba, de modo especial, el don que Dios prepara para los tiempos mesiánicos invitando a todos los pueblos de la tierra. En la parábola evangélica, en cambio, se pone de relieve la libertad y la responsabilidad de los invitados al banquete. La boda estaba preparada, pero los invitados no se la merecían. De manera indigna habían echado mano a los criados y los habían cubierto de golpes hasta matarlos. ¡Qué extraño proceder de uno que ha sido invitado a un banquete! ¡Qué trágico y dramático el fin de aquellos invitados descorteses: las tropas del rey prenden fuego a la ciudad y acaban con los asesinos! Se trata, pues, de una parábola en relación con la que leímos el domingo precedente (Viñadores homicidas), e indica que aquellos elegidos para participar en el banquete se han comportado de modo indigno, no han reconocido su condición de invitados o de labradores predilectos. Han querido hacerse con la posesiones del rey, han querido suplantarlo desairarlo, y se han perdido, se han hecho asesinos.

Dios invita al hombre, en Jesucristo, al banquete eterno, le ofrece la salvación. Por parte de Dios todo está hecho; pero es el hombre quien libre y generosamente debe acudir al banquete. Como san Pablo, hay que hacer la experiencia de Cristo y de su amor para afrontar cualquier dificultad de la vida: Todo lo puedo en aquel que me conforta (2L).


Mensaje doctrinal

1. En los tiempos mesiánicos Dios enjugara las lágrimas de todos los rostros. Dice un himno de la liturgia de las horas: Señor, no sólo me diste los ojos para llorar, sino también para contemplar. En verdad, en algunos momentos de la vida, el hombre puede creer que su existencia no es sino un llanto y sufrimiento ininterrumpido. ¡Son tantos los sufrimientos de los hombres! Sufrimientos de pueblos enteros sumidos en la pobreza, en la miseria, azotados por la enfermedad del Aids o malaria; sufrimientos de miles de jóvenes aherrojados por las tenazas de la droga, del sexo, de la pérdida de sentido; sufrimientos de tantos enfermos incurables, en estado terminal, o en estado crítico; sufrimientos de familias desunidas. El Señor no es ajeno a todos estos sufrimientos. Él recoge nuestras lágrimas entre sus manos, como bien expresa el salmo 56:

De mi vida errante llevas tú la cuenta,
¡recoge mis lágrimas en tu odre! Sal 56,9

El Señor “ve nuestras lágrimas” (Cfr. 2 Re 20,5), “escucha nuestras lágrimas” (Sal 39, 13). El Señor se conmueve ante las lágrimas de los hombres. “Míralo en la palma de mis manos te tengo tatuada y tus muros están ante mí perpetuamente” (Is 49,16). El Señor nos cuida como un padre cuida a sus hijos: Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. 4 Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer. (Os 11,3-4)

El Señor prepara, pues, un banquete para el fin de los tiempos. En su Hijo, Él nos ha expresado todo su beneplácito; en Él nos ha hecho ver cuán valiosa es a los ojos de Dios la vida del hombre, pues ha enviado a su Hijo en sacrificio: para rescatar al esclavo, entregó al Hijo. Él se cuida de nosotros y ninguno de nuestros caminos le son desconocidos. Él va a buscarnos allá donde el pecado nos tenía despeñados. Sí, el Señor no sólo enjugará al final de los tiempos toda lágrima de quien a Él se acoge, sino que ya, desde ahora, es el consuelo y alegría del corazón contrito y humillado. Abramos a Él nuestro corazón, porque Él se cuida de nosotros.

En la profecía de Isaías, por primera vez, se postula el tema de la inmortalidad: El Señor de los ejércitos aniquilará la muerte para siempre.

2. Dios nos da las fuerzas para superar las adversidades. En la segunda lectura, Pablo se dirige a los Filipenses haciéndoles ver que él está acostumbrado a todo. Sabe vivir en pobreza y en abundancia. Conoce la hartura y la privación y se ha ejercitado en la paciencia de frente a las grandes dificultades de su ministerio. Todo lo puede en aquel que lo conforta. El cristiano, como Pablo, también es consciente de que en Cristo encuentra la fortaleza necesario para perseverar en el bien y cumplir su misión. Sabe que nunca está sólo en los avatares de la vida. Sabe que él va reproduciendo con su vida, con su sufrimiento y con su amor, el misterio de Cristo. Por ello, podemos decir que:

- El amor a Cristo nos da la constancia en el cumplimiento de nuestros deberes. Nuestro deber de estado constituye nuestra primera obligación. Por medio de esta fidelidad a las tareas diarias vamos construyendo el Reino de Cristo en el mundo. ¡Cuántos son los santos, religiosos o laicos, que llegaron a la santidad precisamente a través del cumplimiento ordinario de sus deberes.

- El amor a Cristo nos da la paciencia para tolerar las adversidades. No son pocas ni pequeñas las adversidades que debe afrontar un hombre, un cristiano, una persona amante de la justicia y la verdad. Adversidades de todo tipo, a veces, interiores, íntimas profundas; a veces, exteriores, ataques de los enemigos, incomprensión de los amigos, enfermedades, muerte, desuniones.... Sólo el amor de Cristo y el amor a Cristo son capaces de dar una respuesta convincente al misterio del mal.

- El amor a Cristo nos da el valor para vencer nuestros temores y desconfianzas. El Papa no cesa de repetir, ahora en su ancianidad, que no debemos temer; que debemos luchar por el bien, que debemos “remar mar adentro”, que debemos ser los “centinelas de la mañana” que anuncian que la noche está pasando y que llega la esperanza de un nuevo día. En Cristo encontraremos la fuerza para superar nuestros miedos.

- El amor a Cristo nos da la fuerza para cumplir nuestra misión en la vida. Cada persona tiene su propia misión en esta vida. No siempre se sienten las fuerzas necesarias para llevarla adelante. Uno puede sentirse frágil o agotado o desalentado ante la magnitud de la misión. Pues bien, es Cristo quien fortalece al que está por caer. Son hermosas las palabras que el Papa pronunció el pontificado: “A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado, cuando después de la elección canónica, me fue hecha la pregunta: «¿Aceptas?». Respondí entonces: «En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto». Juan Pablo II Redemptor hominis 2.


Sugerencias pastorales

1. La experiencia del amor de Dios. El 13 de mayo de 1981 el Santo Padre sufrió un atentado de manos de Alí Agca. Su vida estuvo en grave peligro. Aquel hecho, que ha ocasionado al santo Padre un largo y penoso sufrimiento que todavía no conoce fin, es, a los ojos del Pontífice, una gracia muy especial de Dios. A través de esta experiencia, ha llegado a una mejor comprensión del misterio del dolor y de la necesidad de ofrecer su sangre por Cristo y por su Iglesia. Sólo unos días después del atentado, estando su salud todavía bastante comprometida, el Papa grabó en la habitación del hospital Gemelli unas palabras para que fueran transmitidas en el Angelus. En ellas decía que ofrecía sus sufrimientos por el bien de la Iglesia y del mundo. Encuentran aquí un especial sentido el verso del cardenal Wojtyla tomado de su poesía Stanislaw: "Si la palabra no ha convertido, será la sangre la que convierta".

¡Maravillosa enseñanza la que nos ofrece el Santo Padre! Aprendamos como él a hacer experiencia de Dios y de su amor en las diversas circunstancias de la vida. Así, el dolor y las penas se convertirán en fuente de gracia, de purificación y transformación en Cristo. “Todo lo podemos en aquel que nos conforta”

2. La respuesta a la invitación de Dios y a las inspiraciones del Espíritu Santo. La parábola de los invitados al banquete nos alerta sobre la necesidad de responder a las invitaciones de Dios. El Señor llama a nuestra puerta a través de las mociones interiores y de las inspiraciones del Espíritu Santo. Seamos personas de vida interior, capaces de escuchar la voz suave del Espíritu Santo. Personas generosas que no dejan pasar las oportunidades para expresar a Dios su amor. Esto lo podemos hacer en nuestra vida cotidiana, en el esfuerzo de cada día, en las relaciones familiares o profesionales.

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