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jueves, 2 de octubre de 2008

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: ¿Cómo estoy cultivando mi viña?

Publicado por Homiletica

La palabra de Dios se nos presenta y permanece frente a nosotros, en esta Misa, bajo la forma de una gran imagen: la viña. En la primera lectura, hemos escuchado a Isaías en el cántico acerca de la viña. En el salmo responsorial, hemos escuchado la oración de la viña:

Vuélvete, Señor de los ejércitos,
observa desde el cielo y mira:
ven a visitar tu vid,
la cepa que plantó tu mano,
el retoño que tú hiciste vigoroso.

En la proclamación del Evangelio, un giro: Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Finalmente, el Evangelio nos hizo escuchar hoy la parábola de la viña y los viñadores.

La liturgia, al elegir en las Escrituras estos pasajes que hablan de la viña y de la vid, ciertamente tuvo en cuenta la coincidencia de la estación. Sobre nuestras colinas, de un extremo al otro de la península, se realiza la alegre labor de la vendimia. Las manos rodean con cuidado la vid para separar los racimos y hacer con ellos mosto y vino. No es una realidad que pueda permanecer ajena a nosotros y dejarnos indiferentes. Le proporcionó a Dios material e imágenes para hablarnos; tomada por los profetas y por Jesús, se convirtió en palabra de Dios, en medio expresivo de los misterios del Reino: Yo soy la vid, ustedes, los sarmientos. Pero hay algo más: el vino que en estos días se recoge en las tinajas, está destinado a llegar a nuestros altares para transformarse en sangre de Cristo.

De esa forma, la liturgia corona verdaderamente el año del hombre (Sal. 74, 12), es decir, consagra su esfuerzo a fin de que vuelva a él bajo la forma de la gracia. El fruto de la vid y del trabajo del hombre, ofrecido a Dios, vuelve al hombre como bebida de salvación.

Por lo tanto, concentrémonos en la gran parábola de la viña para saber qué quiere decirnos el Señor con ella, a nosotros, los que escuchamos hoy su palabra.

Hay dos maneras de leer esta parábola de la viña: una en clave histórica o narrativa, y una en clave actual. Por cierto, la segunda nos interesa más, pero no es comprensible sin la primera.

Histórica o literalmente, la viña de la cual se habla es el pueblo hebreo. Dios eligió este pueblo, lo liberó de Egipto y lo transplantó en la tierra prometida como se transplanta una vid. Aquí lo llenó de cuidados, como hace el viñador con su viña, o mejor, como hace el esposo con su esposa. La rodeó, la defendió. Es la historia evocada con imágenes en el salmo responsorial de hoy. ¿Pero qué sucedió? La viña, en lugar de uva, produjo agrazones; más allá de la metáfora: el pueblo elegido se perdió y se hizo salvaje: en lugar de producir obras de justicia y fidelidad, se rebeló y le pagó a Dios con traiciones, desobediencias e infidelidad: Él esperó de ellos equidad, y hay efusión de sangre, comenta Isaías en la primera lectura.

En la versión de Jesús, la aplicación resulta más transparente. Son los viñadores quienes se rebelaron, no la viña; es decir, los hombres, no la tierra. ¿Qué hará Dios? Según Isaías, destruirá la viña. El salmo 79 describe este abandono de Dios que se manifestó en la caída de Jerusalén y en el exilio. Sin embargo, Jesús no habla de la destrucción de la viña. No son las promesas de Dios, vale decir su plan, lo que será cambiado, sino sus destinatarios: el Reino de Dios, la viña, queda, pero será dado a otro destinatario. Es una alusión transparente al destino del pueblo de Israel: habiendo rechazado a los profetas y matado "al Hijo", será dispersado y sustituido por otro pueblo como heredero de las promesas.

Aquel otro pueblo, al cual se le confió el reino, somos nosotros los cristianos, que constituimos la Iglesia. Ahora nosotros somos, en un sentido determinado, la viña del Señor. Aquí comienza la lectura actual de la parábola.

Para nosotros, el significado de la palabra de Dios de hoy debe ser buscado en aquella frase del Evangelio de Juan que hemos proclamado antes en el Evangelio: Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto...Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca (Jn. 15, 5). La situación ha cambiado con Cristo. Dios no repudiará más la viña que es la Iglesia, porque esta viña es Cristo; la Iglesia es el cuerpo de Cristo. No habrá un tercer "Israel de Dios" después del pueblo hebreo y del cristiano. Pero si la vid está segura por el amor del Padre, no sucede lo mismo con los sarmientos individuales; si la Iglesia está segura de la promesa que no dejará de ser cumplida hasta el fin de los siglos, y de que "las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella", no sucede lo mismo con los componentes individuales de la Iglesia o con sus grupos. Si no dan fruto, pueden ser apartados y tirados. Pueden tener que descender de su posición. Fue éste el drama de enteras secciones de la Iglesia, como las iglesias del Asia Menor, a las cuales se dirige Juan en el Apocalipsis.

Es el riesgo de nosotros, los cristianos de hoy, como individuos y como grupo. Cierto día, san Pablo, al ver la resistencia de los judíos para recibir el mensaje, exclamó: Nos dirigimos ahora a los paganos (Hech. 13, 46). ¿Y si también hoy Dios transplantase su viña entre otros pueblos dispuestos a hacerla fructificar, por ejemplo en el "tercer mundo"? ¿Acaso no está en acto entre nosotros, los pueblos cristianos de Occidente, un tácito rechazo al Hijo? A Dios no le interesa que quede en pie una cultura cristiana, por la cual "no podemos no decirnos cristianos"; le interesa que quede la fe en Jesucristo, la aceptación de su palabra. Si ésta desaparece, como viña ya estamos repudiados, somos sarmientos secos.

El discurso es mucho más serio si se lo aplica a cada uno de nosotros. Dios nos dio todo. Nos plantó en la Iglesia, nos injertó en Jesucristo, nos podó y nos alimentó. Ahora tiene derecho a venir a pedir los frutos. Y viene, en efecto, aun cuando no nos demos cuenta de sus visitas. Viene como el dueño venía a buscar higos en su árbol y no encontraba otra cosa que hojas: Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto, al que da fruto, lo poda para que dé más todavía (Jn. 15, 2 ss.).

Hoy, la palabra de Dios se nos aparece realmente como aquella espada filosa que penetra en nosotros y nos obliga a tomar partido, nos pone en un estado de decisión. ¿Qué queremos ser? ¿Un sarmiento unido a Cristo, a su palabra, a sus sacramentos, en estado de crecimiento (y, por eso, de conversión), o un sarmiento estéril, rico sólo en pámpanos, es decir, un cristiano de palabra y no de hecho?

Volvamos a apegarnos a la vid. La Eucaristía nos ofrece la posibilidad de reactivar nuestro bautismo en nosotros y también la circulación de aquella savia que proviene de la vid. En el salmo responsorial, hemos escuchado la plegaria afligida de la viña abandonada. Hoy debemos hacer de ello nuestra plegaria, pero también debemos hacer nuestro el propósito con que finaliza:

Nunca nos apartaremos de tí; devuélvenos la vida e invocaremos tu Nombre.

(Tomado de “La Palabra y la Vida” ed. Claretiana, 1977, Pág. 224 y ss)

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