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domingo, 30 de noviembre de 2008

Hacerse a la mar - I Domingo de Adviento - Ciclo B

Por José Manuel Berruete, agustino recoleto. Parroquia Santa Rita, Madrid
Publicado por Entra y Verás

Adviento, travesía de cuatro semanas por los océanos de la vida de cada día pero teñida de esperanza. Es momento de tener los ojos abiertos y el corazón expectante, para vigilar, y velar. Una travesía fascinante.

Que los ingenieros navales nos den ahora su permiso. Porque recurrimos a la siguiente comparación: «Educar es lo mismo que ponerle un motor a una barca... / Hay que medir, pesar, equilibrar... / Pero para eso uno tiene que llevar / en el alma un poco de marino, / un poco de poeta, / un poco de pirata y / un kilo y medio de paciencia concentrada» (F. Gainza).

Hoy se produce la botadura de un buque en el que cada uno de nosotros nos hallamos ya a bordo. Con el primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico, un didáctico ciclo creyente programado para ayudarnos a navegar por el mar de la vida de cada día con los remos de la fe, las velas de la esperanza y el timón del amor. El Adviento constituye el trayecto inicial de esta magnífica travesía. ¿Para qué necesitamos el Adviento? Para educarnos a fondo en el creer, en el esperar y en el amar. Si queremos conseguir este triple objetivo –consustancial a nuestra condición de discípulos del Evangelio–, es preciso «ponerle un motor a nuestra barca». Resumiéndolo en tres infinitivos: para realizar esta tarea de mecánicos especialistas en embarcaciones de gran calado vital «hay que medir, pesar y equilibrar». Jesús lo decía empleando tres imperativos: «Mirad», «vigilad», «velad». Efectuada la suma, media docena de verbos sustantivos, todo un océano de aguas profundas.

La pregunta del millón es el «cómo»: ¿cómo medir, pesar y equilibrar nuestro corazón y nuestra cabeza, nuestra sangre y nuestra voz, nuestro querer y nuestro hacer, nuestro hablar y nuestro callar? ¿Cómo mirar a las personas y al mundo con ojos de bondad sin caer en el pozo de la ingenuidad? ¿Cómo vigilar sin angustiarnos ante tanto dolor que palpamos en carne propia y en piel ajena? ¿Cómo velar sin perder la confianza en la raza humana y en la providencia divina? No es fácil llenar de contenido creíble la palabra «Adviento». Sin embargo, se trata de una labor esencial y revitalizadora. El Adviento llega para zarandearnos por dentro y espantarnos la modorra existencial que tantas veces nos invade. Viene para librarnos del sueño y despertarnos los sueños. El Adviento lleva «en el alma un poco de marino, / un poco de poeta, / un poco de pirata y / un kilo y medio de paciencia concentrada». El «marino» no es otro que el mismo Jesús, «el que anduvo en el mar» (A. Machado), el que puso sus pies peregrinos sobre la superficie frágil de todas nuestras inconsistencias de barro agujereado; y lo hizo para fortalecernos, para que no nos hundamos. El «poeta» se llama Isaías<, el profeta que anuncia un horizonte de liberación, el pregonero que apaga desencantos y enciende esperanzas. El «pirata» es Juan, el Bautista, el precursor con voz de trueno y garfio de bucanero que arremete al abordaje contra nuestras conciencias en estado de letargo. Y el «kilo y medio de paciencia» se encuentra dibujado en María, la mujer centinela, la adolescente nazarena que nutre con su ternura inmaculada a la criatura que crece en sus entrañas; sin prisas locas, sin pausas descompasadas. A ritmo sereno de misterio. Teniendo como faros a estos cuatro personajes, quizá el Adviento no sea sino un sano, pedagógico y evangélico ejercicio de «contemplarse a sí mismo / [...] / y no llorarse las mentiras / sino cantarse las verdades» (Mario Benedetti).

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