Publicado por Fundación Epsilón
En la Palestina tensa y revuelta del siglo i, deseosa de un liberador o mesías que pusiera fin a la dominación extranjera y a la miseria reinante, apareció el Bautista. Pero este profeta de justicia comenzó a resultar incómodo al gobierno de Jerusalén.
La autoridad central decidió enviar una comisión para investigar si Juan tenía un expediente académico en regla para poder impartir semejante doctrina. Los judíos (término que indica en el cuarto Evangelio la autoridad reiigioso-política suprema del templo de Jerusalén) andaban preocupados con el movimiento popular que estaba naciendo al amparo e impulso del profeta. En realidad temían por sus respectivos cargos de poder y por el desprestigio de su autoridad; según la mentalidad popular, una de las principales tareas del Mesías habría de ser la reforma de las instituciones y la deposición de la jerarquía del templo de Jerusalén, considerada indigna.
La comisión estaba integrada por sacerdotes (entonces funcionarios del templo encargados del degüello de las víctimas para los sacrificios y sin tarea pastoral alguna) y levitas (especie de policía religiosa). La participación de éstos hace pensar que pretendían detener al Bautista en caso de haberlo encontrado culpable.
Pero Juan los sorprendió. No se identificó con ninguno de los personajes que ellos sospechaban: "Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni el profeta" -les dijo. Desconcertados le preguntaron: "¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?". El contestó: "Yo soy una voz que grita desde el desierto..." Insistieron: "Por qué bautizas entonces...?" Juan respondió: "Yo bautizo sólo con agua: en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia". Y añade el evangelista Lucas: "El os bautizará con Espíritu Santo y fuego".
"Con agua". Lo de Juan era simplemente un lavado, una purificación, una limpieza de mancha y pecado. Agua que, sin duda, fecunda y hace brotar la vida, pero que no cambia la naturaleza de personas e instituciones. Agua que calma la sed de justicia, y limpia dando una nueva imagen a la vieja institución judía. Al fin y al cabo, lo de Juan no era perfecto; pretendía más bien reparar, reformar y rejuvenecer una institución llamada a desaparecer; apuntalar el edificio del sistema judío declarado en ruinas, a la espera de ser derribado. Juan, entre los judíos, propugnaba la reforma. Era la transición.
"Con fuego" que consume, aniquila, devora, transforma, decanta el metal y lo separa de la ganga. Así sería el bautismo de Jesús. Este representaba la ruptura, la revolución, la aparición de algo verdaderamente nuevo, el derribo de una institución que giraba en torno al templo y al culto formalista, y que había colocado la ley en el lugar del amor, mandamiento éste que ni siquiera se puede mandar.
Juan fue el último representante de la justicia de la Ley. Pero no era el Mesías, ni siquiera se consideraba digno "de desatarle la corren de la sandalia", rito que hace alusión a la ley del levirato (del latín "levir": cuñado), según la cual cuando uno moría sin hijos, un pariente debía casarse con la viuda para dar descendencia al difunto. Si el que tenía el derecho y la obligación de hacerlo no lo cumplía, otro podía ocupar su puesto. La ceremonia para declarar la pérdida del derecho consistía en desatar la corren de la sandalia (Dt 25,5-10).
Juan reconoce su inferioridad respecto al Mesías, declarando que no tiene talla para ocupar su puesto. Jesús -y no Juan- es el esposo que viene a celebrar la boda con el pueblo, abriéndolo a un futuro de fecundidad.
La autoridad central decidió enviar una comisión para investigar si Juan tenía un expediente académico en regla para poder impartir semejante doctrina. Los judíos (término que indica en el cuarto Evangelio la autoridad reiigioso-política suprema del templo de Jerusalén) andaban preocupados con el movimiento popular que estaba naciendo al amparo e impulso del profeta. En realidad temían por sus respectivos cargos de poder y por el desprestigio de su autoridad; según la mentalidad popular, una de las principales tareas del Mesías habría de ser la reforma de las instituciones y la deposición de la jerarquía del templo de Jerusalén, considerada indigna.
La comisión estaba integrada por sacerdotes (entonces funcionarios del templo encargados del degüello de las víctimas para los sacrificios y sin tarea pastoral alguna) y levitas (especie de policía religiosa). La participación de éstos hace pensar que pretendían detener al Bautista en caso de haberlo encontrado culpable.
Pero Juan los sorprendió. No se identificó con ninguno de los personajes que ellos sospechaban: "Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni el profeta" -les dijo. Desconcertados le preguntaron: "¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?". El contestó: "Yo soy una voz que grita desde el desierto..." Insistieron: "Por qué bautizas entonces...?" Juan respondió: "Yo bautizo sólo con agua: en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia". Y añade el evangelista Lucas: "El os bautizará con Espíritu Santo y fuego".
"Con agua". Lo de Juan era simplemente un lavado, una purificación, una limpieza de mancha y pecado. Agua que, sin duda, fecunda y hace brotar la vida, pero que no cambia la naturaleza de personas e instituciones. Agua que calma la sed de justicia, y limpia dando una nueva imagen a la vieja institución judía. Al fin y al cabo, lo de Juan no era perfecto; pretendía más bien reparar, reformar y rejuvenecer una institución llamada a desaparecer; apuntalar el edificio del sistema judío declarado en ruinas, a la espera de ser derribado. Juan, entre los judíos, propugnaba la reforma. Era la transición.
"Con fuego" que consume, aniquila, devora, transforma, decanta el metal y lo separa de la ganga. Así sería el bautismo de Jesús. Este representaba la ruptura, la revolución, la aparición de algo verdaderamente nuevo, el derribo de una institución que giraba en torno al templo y al culto formalista, y que había colocado la ley en el lugar del amor, mandamiento éste que ni siquiera se puede mandar.
Juan fue el último representante de la justicia de la Ley. Pero no era el Mesías, ni siquiera se consideraba digno "de desatarle la corren de la sandalia", rito que hace alusión a la ley del levirato (del latín "levir": cuñado), según la cual cuando uno moría sin hijos, un pariente debía casarse con la viuda para dar descendencia al difunto. Si el que tenía el derecho y la obligación de hacerlo no lo cumplía, otro podía ocupar su puesto. La ceremonia para declarar la pérdida del derecho consistía en desatar la corren de la sandalia (Dt 25,5-10).
Juan reconoce su inferioridad respecto al Mesías, declarando que no tiene talla para ocupar su puesto. Jesús -y no Juan- es el esposo que viene a celebrar la boda con el pueblo, abriéndolo a un futuro de fecundidad.
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