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viernes, 26 de diciembre de 2008

Evangelio Misionero del Día: Sabado 27 de Diciembre de 2008

Por CAMINO MISIONERO

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 1-8

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto la cabeza de Jesús; éste no estaba caído con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.

Compartiendo la Palabra
Por San Agustin

Lo contemplamos, y lo palparon nuestras manos

El principio al que se refiere la primera carta de Juan no es el del comienzo del que habla el prólogo del evangelio, sino el de la predicación evangélica, de la tradición evangélica que existía al principio acerca de Cristo y se manifestó en la encarnación, y al que Juan sí encontró al principio de su manifestación pública. El sujeto es el neutro lo que hemos visto y oído, lo que era anunciado desde el principio —como dice 2,7.24 y también 3.11. El foco se pone en la experiencia de los creyentes, en los que se da la certeza de lo que fue revelado en el pasado, y en el sentido de comunión que acompaña tanto a lo divino como a lo humano. Como en el prólogo de Juan, este texto se enraíza en Is 43,8-10. San Juan de Ávila: Harta alegría es para nosotros tener un amigo antiguo, el cual era ab initio.

¿Encarnación gaseosa? No, hablamos de oír, de ver, de palpar. La encarnación inaugura la historia de nuestra temporalidad, y eso se nota, se palpa. Lo que aquellos vieron, oyeron y palparon en el pasado, todavía se nota hoy; lo palpamos nosotros en nuestra propia experiencia contemplativa. Nosotros lo compartimos en comunión con ellos. Se crea así entre ellos y nosotros un vínculo estrecho. Vínculo de comunidad: compartimos la vida (1Co 1,9), participamos (Flp 1,5); véase la vida de los primeros cristianos (Hch 2,42). También nosotros somos de Dios, somos sus hijos, estamos en él, permanecemos en la luz, lo tenemos, lo conocemos, conocemos al que existía desde el principio, como dice aquí y allá la epístola (Manuel Iglesias y Judith Lieu).

Nos va señalando criterios y condiciones para vivir esa vida, que ya es también nuestra, vida en la intimidad del Padre y del Hijo, que busca introducirnos en la comunión del Padre y del Hijo —tenemos aquí, señala Donatien Mollat, uno de los temas mayores de la mística joánica en su evangelio (Jn 14,20; 15,1-6; 17,11.20-26). La comunidad de vida con los cristianos es camino para esa vida; así, todo cristiano participa, por la fe, de aquello que ellos vieron, oyeron, tocaron. Plenitud de alegría; por eso, con el salmo, cantamos: alegraos justos en el Señor, que amanece la luz para nosotros. A los que san Pablo llama los santos, es decir, a nosotros los creyentes en Jesucristo, el salmo les llama los justos. Santidad y justicia que nos vienen siempre en Cristo, por Cristo, con Cristo.

El otro discípulo, el discípulo amado, el que se arrebuja contra Jesús en la última cena —que la liturgia entiende como Juan, cuya fiesta celebramos hoy—, corre al sepulcro junto con Pedro, al grito desaforado de María Magdalena que no ha encontrado el cuerpo del Señor. Arriba el primero, más joven, pero, esperándole a que llegue, entra tras Pedro, y, entonces, ve y cree. Este discípulo expresa lo que nosotros somos. El ansia de nuestra fe nos hace correr hasta el sepulcro, junto a Pedro; llegando, vemos y creemos. Suprema visión. Porque no vemos —el cuerpo destrozado y muerto—, creemos —en la resurrección del crucificado—, y nos recostamos, arrebujándonos en el pecho del Señor; viéndole, sin ver, oyéndole, sin oír, palpándole, sin apenas poder tocarle —atingirle— con la punta de los dedos. Sublime mística contemplativa joánica.

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