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martes, 23 de diciembre de 2008

Navidad - Comentarios de José A. Ciordia Castillo, OAR

Publicado por Entra y Veras

En medio de la noche ha nacido la Luz. Esta será la señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

Un Niño nos ha nacido. El Dios de la Vida ha plantado su tienda entre nosotros.
Misa del gallo


Primera Lectura
Is 9, 2-7

Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín.

Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián.

Porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serán combustible, pasto del fuego.

Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz.

Para dilatar el principado con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre.

El celo del Señor lo realizará.



Esta composición de Isaías es, por su tenor, un canto. Un canto jubiloso, de alegría. No está lejos la acción de gracias. Ha precedido una intervención admirable de Dios. Una intervención en favor de su pueblo: Dios ha obrado la salvación. Parece, un efecto, que la amenaza asiria ha retrocedido. Los pueblos comienzan a respirar. Han pasado de la noche al día, del duelo a la alegría. Alegría desbordante, gozo incontenible, contagioso. La imagen de la cosecha y del reparto del botín quiere darnos una idea de ello. Se ha alejado el invasor, que devoraba las cosechas y se daba al pillaje; vuelven la libertad y la paz. Los pueblos, libres del yugo extranjero, gozan de la vida luminosa y sonriente. Dios lo ha hecho.

Hay algo más. El profeta menciona un acontecimiento que empalma con el anterior. Existe entre ellos una relación real, aunque misteriosa. "Nos ha nacido un niño". El niño es un "don": "se nos ha dado". Es un descendimiento del rey. La casa de Judá no tiene por qué temer: Dios le ha proporcionado un sucesor. Así muestra -garantiza- Dios su cuidado y providencia por el rey y su reino. Pues no es un niño cualquiera: es un niño "rey". Y no un rey cualquiera, sino el de las promesas hechas a David: Dios ha concedido a su pueblo un "mesías", un "ungido", un "rey". El nacimiento del niño garantiza la continuidad del reino y de la benevolencia de Dios. La retirada del poder asirio en el norte lo corrobora. El rey y la casa de Judá pueden descansar y cantar. Dios ha operado la maravilla.

El profeta idealiza el cuadro, en la luz recibida de lo alto: ruina del opresor, de todo opresor -vendrá un día- paz perfecta para el pueblo oprimido; Rey maravilloso en un Reino eterno. El acontecimiento material significa y promete que en lo que realmente es su materialidad, pues el "niño recién nacido" es un "signo" real. Más allá del acontecimiento material, la realidad de la edad mesiánica con su Príncipe al frente. Obra de Dios que verán con toda seguridad los siglos venideros, en los que por encima del júbilo y la alegría, se alza la figura excelsa del "Ungido". Todo será real y perfecto. La obra salvífica de Dios se impondrá al poder del enemigo: "Maravilla de Consejero, Dios guerrero. Príncipe de la Paz." Se ensanchará el reino de David y se consolidará para siempre. El amor de Dios lo realizará. Signo y acción de ello, el niño que "nos ha nacido".


Salmo responsorial

Sal 95, 2-3.11-13

Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor

Himno a Dios Rey. Un canto a Dios rey poderoso, Señor de toda la tierra. Dios ha mostrado, en sus intervenciones, ser rey poderoso y único. Las intervenciones pasadas anuncian la intervención definitiva; su reinado actual, el eterno futuro. El salmo lleva una gran carga escatológica. Anuncian y proclaman en acción la "acción" venidera. Invitación al júbilo, al gozo, al canto: "Cantad un cántico nuevo… ya llega a regir la tierra". El mundo entero lo aclama con entusiasmo: es un Rey y Señor.

El estribillo "cristianiza" el salmo: Dios Rey interviene como tal en el acontecimiento maravilloso del Gran Rey. Es este Rey su Mesías, su Hijo. La aparición del Rey da sentido a la historia pasada y fundamenta la futura. Es el Salvador Rey y Dios. Ese nombre, "Señor", que aparece en el salmo, sin perder su primitiva referencia a Dios, se dirige con igual valor al Mesías. Pues el Mesías es Dios Rey. Dios Rey nos da al Rey Dios. Maravillosa obra de Dios. Todo exulta, todo explota de gozo. La naturaleza entera se conmueve al ver llegar a su Dios Rey.


Segunda Lectura

Tt 2, 11-14

Ha aparecido la gracia de Dios para todos los hombres

Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar, ya desde ahora, una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo.
El se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.



Cartas pastorales. En las recomendaciones pastorales, de gobierno, aflora, y no es extraño la gran verdad-acontecimiento que da base, sentido y consistencia a toda la vida cristiana: Cristo. Pablo exhorta a una vida cristiana justa: deberes cristianos. Cada uno, en su puesto, debe reflejar la bondad del Señor que les llamó a una vida auténtica. De fondo, como realidad futura, operante ya en el presente, la venida gloriosa del Señor: la Parusía. El cristiano debe prepararse para aquel magno acontecimiento. Pero esta realidad que se espera tiene ya su raíz en el pasado: Jesús que se entregó por nosotros. La moral cristiana arranca de un acontecimiento histórico que supera la historia.

El acontecimiento es gracia de Dios Salvador: Jesús, Verbo de Dios hecho hombre. Gracia de Dios en Cristo que salva. Salvación que consiste en un abandono de los deseos mundanos -vida sin religión- y en una vida de amistad con él, sobria y honrada. Se extiende a todas las gentes. La muerte de Cristo señala la causa más próxima. La entrega de Jesús ha tenido por resultado la creación de un pueblo nuevo purificado y dedicado a las obras buenas. Nos ha rescatado de la impiedad. Ahora vivimos en amistad con Dios. Pero esta amistad, no consumada, vive en tensión. Esperamos y deseamos. Y en la espera y deseo nos preparamos con una vida honesta, religiosa y sobria. Es toda una "dicha" la que nos viene encima.

No se puede hablar de la primera venida de Cristo sin pensar de alguna forma en la segunda, y no se puede pensar en la segunda sin tener en cuenta la obra de la primera. La venida del Señor caracteriza y configura toda la vida cristiana. El cristiano es y se comporta como cristiano porque tiene una esperanza viva puesta en Dios: vendrá el Salvador y Dios Jesús. Y en la esperanza, una fe en su obra y un amor en su persona. Pues la "salvación" está en camino, haciéndonos: Cristo que ha venido, Cristo que vendrá. Esperanza firme, salvación segura. Actor, Jesucristo Dios y Salvador. Es la última razón en el gobierno de la Iglesia.


Evangelio

Lc 2, 1-14

Hoy os ha nacido un Salvador

En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero.

Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad.

También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.

En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño.

Y un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor.

El ángel les dijo:

—No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:

Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que Dios ama.



Evangelio según san Lucas. Como Evangelio, Buena Nueva. Algo Bueno y algo Nuevo. Algo profundamente Bueno y Nuevo que viene de lo alto. Lo "más Nuevo" y lo "más Bueno". No perdamos, pues, de vista esta doble faceta del acontecimiento: Bondad y Novedad en grado máximo. La Buena Nueva viene presentada en este caso por Lucas. Lucas tiene sus preferencias, una visión particular del acontecimiento, de la bondad y novedad del Evangelio. Nos interesa el "color lucano" del mensaje de Dios. Nos acercará a la Buena Nueva. Notemos lo más saliente. Para mayor claridad distingamos dos escenas: nacimiento de Jesús y aparición a los pastores.

El nacimiento de Jesús sorprende, literariamente hablando, por su brevedad y concisión. Viene descrito como cualquier otro nacimiento. Lucas, que siente debilidad por los pobres, es pobre hasta en la representación de la Buena Nueva: un establo, unos pañales, María y José. Breve el relato, pobres las circunstancias: no había lugar en la posada; en Belén, pobre aldea. Y no por propia elección, sino por orden de un emperador, lejano e idólatra. Es un empadronamiento humillante: censo con vistas al pago del tributo. Los grandes están ausentes. La presencia del más grande, el emperador, se siente dolorosa: un viaje penoso hasta Belén.

Todo naturalmente obedece a un plan de Dios. Lucas, con todo, no trae ningún texto expreso de la Escritura que lo declare. Es su costumbre. Jesús nace dónde y como tenía que nacer: en la "ciudad de David", alejado y desconocido de todos. Este acontecimiento tan natural y ordinario es en realidad el acontecimiento extraordinario: la Buena Nueva. Aquel niño no es un cualquiera: es el Salvador del mundo. Y nace, no según su categoría, como se esperaba, sino extraordinariamente pobre. Ahí la Bondad y Novedad: Salvador universal de los pobres. Hay que ser pobre para entrar en el reino, como pobre, totalmente pobre, fue Cristo al entrar en este mundo.

Lucas -es preocupación propia- encuadra tal acontecimiento en la historia universal profana: Augusto, Quirino, de Nazaret a Belén… El nacimiento de Jesús en Belén es un hecho que pertenece a la historia: en un lugar, en un tiempo, de una madre… Todo con nombres propios y precisos. Jesús Salvador da sentido a la historia. Venerables las figuras de María y José.

La segunda escena continúa a su modo la primera. Parece que los cielos no pueden soportar aquella situación y dejan escapar un rayo de luz. Al fin y al cabo la luz eterna estaba allí. El anuncio a los pastores. También dentro de una gran sencillez. La Buena Nueva viene comunicada a unos pastores que velaban sobre el ganado. Hombres sin instrucción, sin relieve, sin delicadeza ni refinamientos: unos indoctos y quizás unos desaprensivos. Se encontraban cerca, y algo extraño y sorprendente -les envolvió la luz- les hizo ver algo "nuevo". Sintieron, temerosos, la presencia de lo divino en el ángel del Señor.

Pero en este caso la presencia de lo alto era una invitación a la alegría: una buena nueva, la Buena Nueva de todos los tiempos. La gran alegría para todos los pueblos, el nacimiento del Mesías en la ciudad de David, la venida del Salvador. Dios cumplía la promesa de siglos: Dios Salvador envía a su Rey Salvador, descendiente de la casa de David. Y la señal, extraordinaria por su ordinariez, nos deja anonadados: un niño, un establo, envuelto en pañales. Es la señal del Salvador de Dios y Rey de Israel. No hay otra señal por ahora. Admirable. El último signo será su muerte en la cruz. Los pastores lo vieron, lo propalaron y alabaron a Dios. ¿Les hubieran creído en Jerusalén?

Dios Salvador merece la alabanza, Dios obra maravillas. La gloria de Dios desciende a la tierra. Y desciende en forma de amor a todos los hombres, impregnando todo de luz y alegría. Expresión concreta de ello es el nacimiento del Salvador en Belén, en un establo, pobre, junto a María y José, pobres, revelado a unos pobres e insignificantes pastores. Esa es la manifestación de la gloria y de la paz de Dios comunicada a los hombres. Dios les ama. Todo un misterio más para contemplar que para exponer y explicar.


Consideraciones

Hoy no cabe otra consideración que la "contemplación" del misterio. Misterio que está dominado, en la liturgia de esta noche, por el nacimiento del Salvador. Es, pues, un nacimiento. Jesús "nace" de María Virgen. Y el que nace, es el Mesías, el Salvador, el Rey de Israel, el Señor. Títulos que apuntan a la misma realidad misteriosa bajo aspectos un tanto diversos.

El término "Mesías" nos recuerda al Rey de Israel, y evoca toda la tradición profética (profetas y salmos) respecto a las promesas de Dios sobre la dinastía de David. El intróito, pórtico de la celebración, recoge el "Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo" del salmo 2.

También el pasaje de Isaías habla del "principado" que descansa sobre sus hombros: consejero, Dios guerrero, Príncipe de la paz… El relato evangélico lo cree y lo ve realizado en Belén, ciudad de David: "Hoy os ha nacido el Mesías, el Salvador". Un niño, Príncipe, Rey y Señor. Principado sobre todo principado. Como insignia, la paz; como poder, la salvación. El Príncipe es el Salvador. "Dios Salva" es su nombre y su misión. Por la carta a Tito lo confesamos: "Dios nuestro". Un nacimiento, pues, con una misión: salvarnos. Con él la luz y la paz (Isaías), el rescate de toda impiedad y la dignidad nueva de hacer obras nuevas (Tito). Señor que llega para "juzgar" a la tierra (salmo). Juez de paz y misericordia. No al estilo de los señores de este mundo.

También las circunstancias que acompañan al nacimiento del Rey son reveladoras: súbdito de los poderosos de este mundo (empadronamiento); nace en una aldea, y es de ascendencia real; en un establo, sin posada que lo recoja; María, su madre, y José, gente sencilla de Nazaret; adoradores y testigos, unos pastores de la comarca; sin ruido, sin boato, sin estruendo, desapercibido; la sencillez y pobreza. El cielo lo presenta como expresión del amor inefable de Dios a los hombres y manifestación de su gloria. Todo un rey del cielo que se entrega, en humildad y pobreza, a humildes y pobres. Misterio de los misterios. ¡Ha nacido el Hijo de Dios! el nacimiento es una buena nueva, la Buena Nueva por excelencia: Dios opera la salvación. La postura más adecuada es la alabanza, el canto, la acción de gracias. Contemplemos con José y María aquella maravilla.






Misa del Día

Primera Lectura

Is 52, 7-10

Los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios.

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: "Tu Dios es rey!" Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.



Estos versillos forman parte de un largo poema. Poema que versa sobre Sión: El Señor envía la salvación a Sión. Salvación que se perfila inminente. A Sión, que yace en ruinas y silencio, le ha llegado la hora de cantar. Vuelta del destierro. Un nuevo éxodo. La fuerza de Dios maravillará a todos los pueblos. Las naciones todas, verán la salvación de Dios. El Señor retorna a la cabeza de los desterrados para formar un pueblo nuevo. Es la gran victoria del Señor. Los versillos rezuman intensidad y emoción. No es para menos. La obra es magnífica. El Señor es quien habla; el Señor es quien dispone; el Señor es quien actúa; El Señor es quien salva. Yahvé regresa a Sión. Benditos los pies que lo anuncian. Buena nueva, paz, salvación. Conmoción general en los pueblos, ostentación de poder: "Tu Dios es Rey". Pensemos en Cristo, Brazo y Salvación de Dios. Dios descubre su rostro y se deja ver: "ven cara a cara al Señor". Anuncio singular, único. Exultación, entusiasmo: "Dios consuela a su pueblo".


Salmo responsorial

Sal 97, 1-6

Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios

Salmo de Dios Rey. El estribillo, esta vez, está tomado del cuerpo del salmo. El Señor es Rey. Y es Rey, por una parte, porque es el creador. Por otra, más saliente, porque es el Señor de la historia. El dirige los destinos de los pueblos. Y de los pueblos, de uno en especial: del pueblo de Israel, heredad suya. En la providencia sobre este pueblo, Dios se ha mostrado rey: Dios ha actuado. Y su actuación ha sido una maravilla. Y porque la maravilla es nueva, nuevo ha de ser el canto. El salmo recuerda y canta una en especial: La vuelta del destierro.

Maravilla de Maravilla. Dios extendió su brazo, como en la salida de Egipto, y alcanzó la victoria: condujo a su pueblo a la tierra santa. Ha sido una obra de piedad y misericordia, de fidelidad y de justicia: justicia que es fidelidad, fidelidad que es misericordia. Ha sido también una obra de alcance universal: lo han visto todas las naciones. El culto lo celebra con júbilo y agradecimiento. La nueva hazaña del Señor merece un canto nuevo.

Pero la maravilla de las maravillas la realiza Dios en Cristo. Cristo es su Brazo, Cristo es su Victoria; Cristo es su Justicia; Cristo es su Fidelidad; Cristo es su Misericordia. Las naciones todas pasan de espectadores a participantes de la suerte de Israel. El estribillo nos obliga a detener nuestra atención en esta universalidad de la Salvación: "Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios". Surge en torno a Cristo un pueblo nuevo en Cristo, hacia la Jerusalén celestial. Celebremos el acontecimiento. Cantemos. Contemplemos el misterio. Ha nacido el Redentor.


Segunda Lectura

Hb 1, 1-6

Dios nos ha hablado hoy por su Hijo

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo.

Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.

Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: "Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado", o: "Yo seré para él un padre, y el será para mi un hijo?" Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: "Adórenlo todos los ángeles de Dios."



Y Dios "habló" a nuestros padres por los profetas. La palabra de Dios fue dirigida a "nuestros" padres. En efecto, son "nuestros" antecesores, "nuestros" padres. Son "nuestros" familiares. Son como nosotros, miembros del pueblo elegido. Continuamos su "casta", casta de fe y de obediencia a Dios. ¿No es Abraham "nuestro" padre en la fe? ¿No se le llama con razón, padre de los creyentes? El sentimiento cristiano los ha asociado siempre a la Iglesia. Sus nombres aparecen en Si 1 y antiguos martirologios cristianos. Son los que de lejos saludándonos (11, 13), divisaron la ciudad celeste a la que nosotros pertenecemos.

Dios lo hizo así, para que ellos no alcanzaran sin nosotros el término propuesto (11, 39). A ellos fue confiada la promesa, a ellos, los libros santos, la palabra de Dios. Con ellos formamos una Casa. La Casa de Dios. Ellos se alegrarán con nosotros el día de la revelación perfecta (Jn 8, 56), y con ellos, saldremos un día, gozosos, al encuentro del Señor. Son "nuestros" padres. Nosotros hemos tenido la dicha de "ver", "oír" y "palpar" lo que ellos vislumbraron, entre sombras, de lejos.

Pero el hablar de Dios a nuestros padres fue de muchas maneras y en distintas ocasiones. Dios "llamó" a Abraham dice una tradición antigua. ¿Cómo sonó aquella voz? En el Sinaí, a Moisés, se hizo fulgor y trueno. Ante Elías se deslizó como suave susurro. Desde la nube, y envuelto en tiniebla, al pueblo en el desierto. Su voz conmovió a Daniel y a Ezequiel en las "visiones" que tuvieron. Moisés recibió el mensaje desde una zarza ardiendo; Gedeón en un sueño nocturno; Isaías en grandiosa "visión". Efectivamente, Dios habló a nuestros padres de muchas maneras. También lo hizo en distintas ocasiones, por partes. ¿Cuántas veces dialogó con Abraham? ¿Cuántas con Moisés? Y los profetas, ¿Cuántas veces escucharon la voz de Dios en lo más alto de su espíritu?

A unos concedió descendencia; a otros (José y familia) libró del hambre. A otros (Elías) del peligro de la muerte. Por Moisés sacó al pueblo de Egipto, de la casa de la esclavitud. Por Jeremías y otros, sentenció el destierro; Por el Segundo Isaías concedió la restauración. Todos ellos miraban hacia adelante. Todos ellos "anunciaban" la gran Revelación que se avecinaba en la "plenitud de los tiempos". El hombre, al parecer, no podía recibir entonces la revelación perfecta: hubiera muerto. Las palabras de Dios apuntaban a tiempos mejores: preparaban la Palabra de Dios hecha hombre. Por los profetas, sus "siervos", iba modelando un pueblo "servicial" y atento.

Fue entonces, antiguamente, cuando habló Dios. Fue en otro tiempo, antes. El tiempo pasa. Quizá sea su esencia el pasar. Pasaron las "visiones", pasaron los "sueños", pasaron aquellos hombres. ¿Pasaron en verdad? Pasaron por este mundo; pero no pasaron como pasa el viento, o como corre el agua del río, o como transcurren las estaciones del año. La palabra de Dios les hizo "vivos", vivos para siempre. Fueron "cauce" de río, "vereda" de camino, "curso" de sol. Fueron "anuncio", "sombra", "figura" y "esbozo" de la realidad suprema que tenía que venir.

Eran peregrinos, y, como tales, trazaban una senda, señalaban un camino, el Camino; marcaban y apuntaban el curso del Agua que venía. Eran sombra de la Luz que amanecía, testimonio avanzado de la Verdad que se manifiesta, movimiento que arrastraba a la Vida. Eran "tiempo", y como tiempo han quedado como "temporal" anuncio de la Verdad eterna. Han quedado como ejemplo para nosotros, que vivimos la plenitud de los tiempos. Aquellas palabras fueron pronunciadas en ellos en la Palabra de Dios. Eso fue "antes", "entonces", "antiguamente".

Dios ha hablado en los últimos tiempos. En estos tiempos, que son los últimos. Todo el Nuevo Testamento atestigua de mil formas la novedad de los tiempos que vivimos. Han comenzado, en Cristo, tiempos nuevos: ¡los Tiempos Nuevos! Existe una diferencia cualitativa con los "otros" tiempos. Ahora son los "últimos" tiempos. Son el Hoy, donde se hace operante la Salvación anunciada tanto tiempo atrás por profetas y padres. Son la "plenitud", los "tiempos escatológicos", los "tiempos" de "gracia" y de "perdón": el "tiempo" de la Alianza Nueva (Jeremías).

Hacia estos tiempos miraban los antiguos. Ya Moisés había escrito de ellos (Jn 5, 46), Isaías había vislumbrado su gloria (Jn 11, 41); y Abraham, una vez llegado el día, se alegró en él de todo corazón (Jn 8, 56). Es el tiempo que de las "realidades celestes". Es tiempo que pertenece ya al "siglo futuro", al siglo definitivo, al que ha de existir para siempre. Algo y Alguien ha cambiado para siempre el sentido del tiempo. Es la última etapa, la etapa definitiva. En ella gustamos ya los dones celestes, los dones del Espíritu. La "salvación" está ya en marcha. Pasaron las sombras, llegó la Luz; se borró el esbozo, surgió lo definitivo; pasó la figura, llegó la realidad.

Ya estamos en ella: "¡Dios ha hablado en el Hijo!" Es la última palabra. Es su Palabra, su última Palabra, hecha hombre. La Palabra de Dios, el Verbo, da sentido a todas las cosas. No podremos entender las otras palabras de Dios, de muchas maneras y en distintas ocasiones, si no le escuchamos en esta Palabra, Hijo de Dios, "impronta de su ser y esplendor de su gloria". Todas las cosas, todas las palabras, fueron pronunciadas en esta gran Palabra: Jesús, Hijo de Dios. "Por medio de la Palabra se hizo todo." dice San Juan. Y la carta a los hebreos: "…por medio del cual ha ido (Dios) realizando las edades del mundo".

"Dios habló en el Hijo", en su palabra. El Hijo se ha hecho hombre, se ha ceñido de carne y se ha sujetado a los límites del espacio y del tiempo. Dios ha hablado en un tiempo determinado. Es el carácter histórico determinado de nuestra religión. Poseemos unos datos, disponemos de unas fechas, señalamos unos tiempos. La Palabra de Dios se ha enmarcado en el tiempo. Pero el hablar de Dios -su Palabra en el tiempo- trasciende el tiempo y el espacio. Con ella, adherida a ella, la historia humana salta a lo eterno.

Somos flor de un día cuyo perfume, en la mano divina, permanece para siempre. Al hacerse hombre la Palabra divina, se ha convertido nuestra historia en humano-divina. No podía ser menos. Dios, que habló en el tiempo, introdujo el tiempo en la eternidad. La historia humana no es un inmenso círculo, un repetirse indefinido. La historia humana tiene como destino, por la gracia de Dios, dejar la tierra y convertirse en cielo. Dios habló en el tiempo para la eternidad. Porque la Palabra de Dios es creativa. En su palabra creó el universo, y en su Palabra, hecha carne, creó los cielos y la tierra nueva, donde ya, como primicias, nos encontramos nosotros, si nos mantenemos aferrados a ella en la esperanza.

La palabra es medio de comunicación y signo de amistad. Dios, al hablar, se comunica al hombre. Dios nos manifiesta lo que es y lo que ha dispuesto sobre nosotros. Dios abre sus entrañas y nuestro corazón. Dios se comunica en el Hijo. Y la Palabra dirigida en el Hijo, nos convierte en hijos. Nos habla en Jesús, Heredero de todo, y nos constituye en herederos de la vida eterna y confidentes de sus misterios. Nosotros mismos somos "misterio" en él. Más todavía, somos salvadores en él, pues hechos en su Palabra de vida, anunciamos y proclamamos con nuestra vida su muerte y resurrección hasta que vuelva. Dios, al hablarnos, nos ha comunicado a su hijo, su palabra. Esa es nuestra gloria y nuestra dicha, motivo de eterno agradecimiento.

La palabra es también un apelo. Dios habla: Dios interpela. La palabra de Dios creadora llama a la existencia; La palabra de Dios al hombre, libre, exige una respuesta. El hombre debe responder al Dios que le habla: su voz le ha hecho responsable. Es un "apelo" impregnado de cariño y afecto: Dios establece un diálogo trascendente de amor y confianza. Es también una voz autorizada: exige obediencia. Dios, que habla en el Hijo, reclama para sí una respuesta "filial", en el Hijo; una actitud y postura que sean digno eco y retorno de la Palabra que se les dirigió. Dios no puede quedar indiferente ante la aceptación de su Palabra, ante la aceptación o no aceptación de su Hijo.

La Palabra de Dios, salvífica, es dirigida con toda seriedad y fuerza. Su voz en el Sinaí urgía respeto sumo: toda transgresión era castigada severamente (recordará la carta). El descuido de la salvación propuesta nos conducirá a la más tremenda ruina (Jn2, 3). La palabra de Dios nos llamó a la existencia. La eterna palabra de Dios nos engendró a la vida eterna. Nuestra vida ha de ser eco y reflejo de ella; toda nuestra vida, una digna respuesta. La voz de Dios sin respuesta se convierte en condena: es la espada de doble filo. En lugar de edificar, destroza; en lugar de salvar, mata. Respondiendo, la hacemos eficaz y salvadora. Es nuestra pequeñez hecha grandeza.

La palabra de Dios es bondad, es favor, es gracia. La gracia es salvación. Y la salvación es creación nueva, liberación del pecado, de nosotros mismos; liberación y trascendencia de los estrechos límites del tiempo y del espacio. La salvación nos hace, ya aquí, trascendentes a nosotros mismos. Actúa como purificación de los deseos, que no superan en su intención, modalidad y expresión, la creación destinada a pasar.

El que escucha la palabra de Dios no es orgulloso, no envidia, no desprecia, no abusa de la fuerza; se cree siervo, deudor, el más pequeño, el más insignificante, el más imperfecto. ¿Cómo osará negar el perdón a quien se lo pida? ¿Cómo no lo pedirá constantemente? ¿Cómo podrá olvidarse del prójimo él, que no se siente olvidado de Dios? ¿Cómo no dejará de pensar en sí mismo con un Dios que piensa tiernamente en él? El que escucha la palabra de Dios es un hombre atento, vigilante, con los ojos siempre hacia adelante, suspirando constantemente por el encuentro con el Señor. Es el hombre dedicado a las buenas obras. Respuesta adecuada a la Palabra de Dios.

Dios habló y habla, una vez para siempre, en el acontecimiento Cristo. Cristo, que realizada de una vez para siempre la "purificación de los pecados, se ha sentado a la derecha de Dios en las alturas", "en actitud siempre de intercesor por nosotros" (7, 25). Esperamos que ha de venir una segunda vez como juez y Dador de la eternidad a los que esperan en Éll (9, 28).


Evangelio

Jn 1, 1-18

La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.

La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo:"Éste es de quien dije:'El que viene detrás de mí pasa delante de mi, porque existía antes que yo.'"

Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.



El prólogo de S. Juan. El llamado prólogo del cuarto evangelio. Y en verdad que no le va mal este nombre, aunque es imperfecto. Porque también él es evangelio, Buena Nueva. Es revelación maravillosa y visión profunda de una realidad que trasciende toda la creación: el Verbo.

Todos los evangelios comienzan con un "principio". Marcos, por ejemplo, lo dice expresamente al "comienzo" de la vida pública de Jesús. Mateo y Lucas lo adelantan a la infancia de Jesús. Juan salta el espacio y el tiempo y se adentra en la eternidad: la Buena Nueva arranca desde el seno del Padre. También emplea el término "principio". Pero por encima de él está el Verbo: "En el principio ya existía el Verbo". Más aún, el Verbo es el creador y hacedor del principio y de todo lo que tuvo principio y nació a la existencia. Porque el Verbo es sencillamente Dios. Dios bueno que llama a la existencia a las cosas y hace amistad con el hombre. Luz verdadera, capaz de satisfacer la sed que tiene el hombre de ver a Dios.

La amistad y el amor fueron tantos que se hizo "hombre", uno de nosotros. Los hombres, en cambio, los suyos, su pueblo, el mundo, no tuvieron a bien recibirlo: lo desconocieron. Hubo, no obstante, quienes aceptaron su mano amiga. Y ésta, poderosa como es, los elevó a himnos de Dios. Ellos son testigos de tamaña maravilla.

Un testigo cualificado es Juan Bautista: hombre de Dios, antorcha de la Luz que venía. Testigos también especiales, sus discípulos. Ellos vivieron con él, escucharon sus palabras, lo palparon. La Gracia, la Misericordia, el Amor inefable de Dios se desbordó sobre la humanidad necesitada y la hizo partícipe de su Gloria. Asidos de su mano y transformados por su gracia, nos encaminamos al seno del Padre, su lugar propio y nuestro lugar donado. Este es Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, Verbo del Padre.

Es el pórtico ancho y magnífico del evangelio de Jesús. Y como pórtico y puerta, parte ya del edificio. Algunos con más acierto le dan el nombre de "obertura". El evangelio presenta una "ópera", dramática por cierto, de amplitud universal. La pieza que lo abre, anuncia ya los temas que van a desarrollarse. El Verbo describe una gigantesca parábola: desciende del Padre, se hace hombre y arrastra al hombre hasta las entrañas del Padre. Misterio profundo, obra maravillosa.

No es extraño observar en esta pieza un aire poético. Aire poético de difícil caracterización. ¿Himno? ¿Prosa rítmica? El estilo nos recuerda aquel que emplean los libros sapienciales cuando elogian a la "sabiduría". Juan ha pensado quizás en ello: Jesús, el Verbo, suplanta en todas las direcciones a la Sabiduría que idearon los sabios. El Verbo, Jesús de Nazaret, está por encima de tales especulaciones. Estas han preparado de forma misteriosa la afirmación de Juan: Jesús es la Sabiduría, la Ley, la Palabra de Dios mismo. Dios mismo que se hace hombre por puro amor.


Consideraciones

Las tres lecturas tienen sabor de himno. Más poética la primera, más retórica la segunda, más teológica la tercera. Todas ellas profundas y hermosas. Todas ellas en torno a un misterio, al misterio profundo del amor de Dios.

"La Palabra se hizo carne". Es el misterio de los misterios. Dios se hace hombre. Dios eterno, Dios creador, Dios ante todas las cosas y por encima de todas las cosas se hace "cosa", hombre. Y no hombre glorificado, impasible, inmutable, intocable… Hombre de carne. Mejor: "carne" que se corrompe y sangre que se vierte. Hombre que nace, crece y muere. Hombre recortado y agobiado por las tenazas del tiempo y el tornillo del espacio. Hombre nacido de una mujer. Hombre que debe ser alimentado, enseñado, educado. Hombre sujeto a las necesidades y contratiempos de todo hombre. Hombre que necesita de hombres. Hombre en debilidad. Hombre sobre el que pesan las consecuencias del pecado, siendo sin pecado. No más de treinta monedas dieron por él cuando uno de los suyos determinó entregarlo.

Pero es Dios. Luz de Luz y plenitud de gracia. Impronta del ser divino, del Padre, y reflejo de su gloria. Su destino es la glorificación más inefable: heredero del mundo futuro, rey del trono de Dios en las alturas, purificador del pecado. Hijo de Dios en sentido estricto. Es, pues, hombre para salvar a los hombres. Es gracia, favor, misericordia. El nos transforma en imagen de Dios y nos hace hijos suyos. Nos hace "dios", nos hace herederos de la vida eterna. La encarnación del Verbo exige una respuesta. La Palabra de Dios hecha hombre apela al hombre y lo espolea a ser hijo de Dios. No podemos pasar indiferentes por este misterio. Pasen el mundo y sus secuaces. Nosotros los suyos, no. En él encontramos el sentido de nuestra vida y la consecución de nuestro destino, que en él se revela magnífico.

Es la Palabra de Dios. La primera y la última: la única. En ella nos habla el Padre. En ella muestra su amor. Amor que debe ser correspondido. Ante tal misterio: adoración, contemplación, reverencia; determinación de escuchar, voluntad de seguir: canto, himno, alabanza. Dios ha hecho la Gran Maravilla. ¡Y nosotros estamos dentro!

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