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miércoles, 17 de diciembre de 2008

No tuvo pecado, fue un hombre de gracia

Publicado por El Blog de X. Pikaza

En este blog viene entrando con frecuencia alguien cuyo nombre no quiero recordar y dice que defiendo que Jesús era pecador, porque anduvo con los pecadores. Ciertamente, estuvo con ellos, confesando los pecados de su pueblo, ante el Bautista. Pero en su experiencia personal y en su mensaje él no se centró en el pecado, sino en la gracia del amor de Dios. No fue predicador de juicio, agorero de condenas, hombre pecados, sino portador de amor que es perdón, testigo radical de la gracia de Dios. Así lo quiero poner de relieve, en este nuevo tema sobre Jesús y Juan Bautista, ya en tiempo de Adviento.

Tiempo de Jesús, más allá del pecado

Jesus ha superado la visión más apocalíptica de Juan Bautista, que colocaba el Reino de Dios en un después, tras la conversión previa de los hombres, tras el juicio de Dios, en línea de conversión. Para Jesús no hay primero juicio y luego Reino (como a veces se sigue diciendo en los mismos manuales de teología cristiana), sino que lo primero es Dios, es decir, el Reino (=Dios) que viene y actúa por sí mismo, desde sí mismo, como gracia, allí donde los hombres y mujeres lo acogen y se dejan transformar por él.

El tiempo de Dios se identifica de esa forma con su Reino (es decir, con su presencia), pues Dios está actuando ya, pero no desde el templo de Jerusalén (como plenitud sacral), ni a través de una enseñanza de expertos (como resultado de un estudio más exacto de la Ley), ni por un tipo de lucha política sangrienta, ni de toma de poder (como querían algunos partidarios de la guerra santa), sino allí donde los hombres y mujeres acogen y despliegan la Palabra (semilla) de Dios, que Jesús les ofrece, de un modo especial, al decirles ¡sois hijos de Dios! Invitándoles y ayudándoles a vivir de un modo consecuente, no para después, cuando llegue y pase el juicio y hayan muerto los malvados, sino aquí mismo, desde ahora.

Jesús se sintió profeta del Reino (enviado mesiánico), con la tarea de promover en concreto, a contracorriente, los caminos de la Vida de Dios, precisamente en medio de una sociedad que parecía rota y sin salida, como aquella de la mayoría de los campesinos y artesanos galileos. Dejó a un lado los signos cósmicos de muchos apocalípticos (caída de estrellas, batalla de arcángeles y diablos) y descubrió la presencia de Dios, esto es, su Reino como Palabra y/o Presencia gratuita que transforma a los hombres y mujeres, haciéndoles capaces de comunicarse en libertad, en salud, en abundancia, aquí (en esta tierra, en este tiempo), no para después, ni en otro mundo. Éste es el mensaje central de sus curaciones y palabras (parábolas), que de un modo general puede resumirse como sigue:

1. Juan había proclamado la llegada del Más Fuerte, en la parte oriental del Jordán, preparando a sus discípulos para el juicio y la «entrada en la tierra prometida» (cf. Mc 1, 1-8 par), a través de la catástrofe (hacha contra el árbol, huracán en la era, fuego en la paja). A su juicio, en el momento actual, lo mejor era esconderse de ese Dios de terror, a través del bautismo, entendido como rito de purificación y muerte (cf. Mt 3, 1-12).

Lo que vendría después (que podría llamarse quizá Reino de Dios) sería algo posterior, como una realidad divina que irrumpe desde fuera en la vida de los hombres, a quienes él (Juan Bautista) preparaba para el paso a la tierra prometida, por medio del Juicio (hacha, huracán, fuego) y por la llamada a la conversión. En la línea de Juan parece que no se podría hablar de una encarnación del Reino de Dios en las condiciones actuales de la vida de los hombres.

2. Jesús asumió el mensaje del Bautista y cumplió su rito (bautismo: Mc 1, 9-11), con los pecadores de su pueblo. Pero tuvo una experiencia de Dios y tras profundizar un tiempo en ella, superando una posible tentación (cf. Mc 1, 12-13 par), quizá después de haber bautizado por un tiempo, al lado de Juan (cf. Jn 3, 23-26), vino a la tierra prometida (Galilea), para proclamando allí la llegada y presencia de la Gracia y del Perdón de Dios sobre el Pecado y la violencia humana (Mc 1, 15 par).
Supo que el mundo es de Dios, no del Diablo. Supo que Dios estaba viniendo y que así se cumplía el Tiempo (kairós). Por eso ofrecía la Buena Noticia del Reino (Evangelio) a los expulsados del sistema social (de los que hemos hablado en cap. 3), para que se dejaran cambiar por ella (es decir, por el Reino), volviéndose ellos mismos semilla de reino para el resto de los hombres y mujeres..

2. Jesús tuvo una experiencia de gracia de Dios (vocación), no de pecado,

como muestra su experiencia del bautismo. Los profetas solían hallarse marcados por un fuerte sentimiento de culpabilidad, de manera que, antes de anunciar su mensaje y realizar su obra, debían purificarse y convertirse (cf. Is 6, 5). En contra de eso, a pesar de que, al seguir a Juan, compartió la suerte de los pecadores, Jesús no sintió conciencia de pecado, ni tuvo que arrepentirse, ni entendió su proceso vocacional como una conversión, sino como presencia de Dios y tarea de Reino, en plano de gracia, no de penitencia.
Esto es algo que debería tenerse más en cuenta para entender la historia de Jesús. Ciertamente, él no aparece jamás como soberbio y, sin embargo, no tiene conciencia de pecado. Por eso, su mensaje y proyecto no tiene un sentido penitencial sino mesiánico .

El cristianismo posterior ha puesto más de relieve una experiencia de pecado original que podría hallarse al fondo de Pablo (Rom 1-5), aunque lo original en Pablo es también la gracia, no el pecado. Entre los grandes cristianos que conozco, el que mejor ha reflejado esa conciencia de no pecado de Jesús es San Juan de la Cruz, como he destacado en Amor de Hombre, Dios Enamorado. El Cántico Espiritual de S. Juan de la Cruz, Desclée de Brouwer, Bilbao 2004, comentario a estrofa CB 26.

Lógicamente, Jesús no ha tenido necesidad de purificarse y de hacer penitencia, de manera que (como hemos visto) no ha entendido su bautismo (de manos de Juan) como gesto de arrepentimiento-limpieza-perdón, sino como experiencia y revelación de un Dios de gracia que le llama Hijo y le ofrece su Espíritu. En esa línea nos parecen centrales las palabras tardías de Jn 8, 46, en las que Jesús invita a sus adversarios a que le acusen de pecado (si es que pueden).

En un mundo como aquel, donde se extendía por doquier la obsesión por pecados, faltas e impurezas, en un mundo donde el templo de Jerusalén se concebía como máquina de expiaciones y purificaciones, al servicio de la remisión de los pecados, Jesús viene a presentarse como enviado de Dios, para anunciar la llegada de su Reino, no para condenar los pecados. En ese sentido resultan certeras las palabras de interpretación teológica de Hebreos 4, 15: «tentado en todo igual que nosotros, pero sin pecado» .

El tema ha sido destacado E. P. Sanders, Jesús y el judaísmo, Trotta, Madrid 2004. Sobre la conciencia de culpabilidad en el judaísmo, además del mismo E. P. Sanders (Judaism. Practice & Belief 63BCE – 66 CE, SCM, London 1992), cf. G. F. Moore, Judaism in the First Centuries of the Christian Era I-III, Harvard University, Cambridge MA 1927-30.

Los fundadores de las religiones (¡aunque quizá no todos!) y los santos cristianos suelen descubrirse pecadores y piden a Dios que les perdone; se sienten manchados y suplican al Señor de la pureza que les limpie, inventando nuevas formas de expiación y/o reparación por los pecados. Esa dinámica de mancha y limpieza (que la Iglesia posterior ha retomado) había culminado en Juan Bautista, que denunciaba el máximo pecado y anunciaba la máxima posible purificación, a través de su bautismo (y del juicio de Dios). Por eso, los pecadores debían confesar su pecado, en las aguas del Jordán, para que Dios les purificara. Pues bien, asumiendo esa dinámica de Juan (recibiendo su bautismo, con pecadores: publicanos, prostitutas de Mt 21, 32), Jesús la ha superado, descubriendo que Dios no perdona a través de la penitencia de los pecadores, sino que les ama.

Jesús ha estado con los llamados pecadores y expulsados de la vida social y sacral, para identificarse con ellos. Quizá vino a «convertirse» en un nivel penitencial, pero no se convirtió de esa manera, sino que descubrió con esos «pecadores», en el fondo de su vida (y en la vida de todos), por gracia de Dios, una dinámica más fuerte de gracia: ¡Así ha podido escuchar la presencia del Padre que le llama Hijo, precisamente en medio de este mundo de pecado! Por eso, no ha creado una escuela penitencial, para conversión de pecadores (en la línea de ciertos ritos penitenciales posteriores), sino que ha ofrecido a todos una experiencia de gracia.

Jesús no viene a condenar a los hombres como pecadores

De ahora en adelante, al ofrecer su experiencia a los pobres (hombres y mujeres) de su entorno de Galilea, Jesús no empezará a decirles que son pecadores (iniciando con ellos una dinámica penitencial), sino que les dirá que Dios les ama, ofreciéndoles una experiencia (terapia) de gracia. Éste es uno de los rasgos más sorprendentes de su vida: Jesús no ha dado muestras de angustia o conciencia de pecado, ni ha querido que los hombres y mujeres se acongojen y mortifiquen por el pecado, sino que ha vivido y expandido una fuerte experiencia de gracia. Ésta no es una indicación moralista, de carácter privado, sino una experiencia teológica (Dios es Vida-Amor, no necesita reparación por el pecado) y una tarea antropológica, de tipo mesiánico.
Jesús no ha venido a decir a los hombres que son pecadores para después perdonarles, sino para ofrecerles la gracia de Dios y decirles que son herederos del Reino. Al descubrir a Dios como principio de gracia, que ama a los hombres y mujeres generosamente, como Padre, y no como un juez enojado por sus pecados y pronto a castigarles (si no se arrepienten), Jesús ha dado un giro radical en la visión y en la tarea profética de Juan Bautista.

Jesús no ha venido a destacar el pecado, sino el don de la vida. Dios no le ha enviado a poner de relieve las culpas (alimentando así la ansiedad y la angustia de los hombres), sino a ofrecer a todos una experiencia de filiación (¡somos hijos de Dios!) y apertura universal humana (podemos amarnos unos a los otros). Esta experiencia le ha capacitado para superar la ideología y la praxis básica de los sacerdotes del templo, que parecen superiores a los otros porque pueden perdonarles de un modo sacral. Jesús no ha venido a perdonar, ni a mantener a los hombres y mujeres sometidos, a través del control de los pecados, sino a ofrecerles gratuitamente el amor de Dios, abriendo sus corazones y sus ojos para que ellos amen.

Éste ha sido su mensaje de Reino. Por eso, en contra de lo que después se ha llamado (con una interpretación muy dudosa de Pablo) el pecado original, Jesús ha venido a presentarse como mensajero de la gracia original, es decir, del don de la vida, del amor posible. Ciertamente, en un segundo momento se podrá hablar de pecado, pero nunca en sentido originario. Lo original para Jesús es siempre el Reino, es decir, la presencia de Dios como fuente de vida. Un cristianismo de la angustia ante el pecado y de la pura conversión ha corrido el riesgo de desfigurar el mensaje de Jesús .

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