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martes, 20 de enero de 2009

25 de Enero: Conversión de San Pablo: Carta a San Pablo

Mensaje a los amigos
Por Clemente Sobrado CP

Bueno, espero que no te enfades, mi querido Pablo, porque esta vez, mi mensaje vaya en tono de carta. ¿No era también esa la manera que tenías tú de comunicarte con tus comunidades? A ti no te dio por escribir un Evangelio. Tu Evangelio eran tus Cartas.

1.- Ya sabes que hoy celebramos la Fiesta de tu Conversión. En esto hemos mejorado un poco, porque aquellos cristianos de tu tiempo no hicieron fiesta alguna por verte convertido en uno más que se integraba a la comunidad. Al contrario, te hicieron el vacío. Te tenían miedo. Y no creían que el bravo Pablo fuese capaz de dejarse cambiar por Jesús a quien perseguías a muerte. Ananías sintió pánico cuando el Señor le dice que vaya a buscarte.

Desde luego tú siempre has sido muy discreto y respetuoso con las comunidades, pero tú sabes muy bien el vacío que te hicieron durante casi doce años. Durante tres años debiste quedarte a solas rumiando tu cambio en lo que tú llamas Arabia, bueno una población a las afueras de Damasco. Y luego, ¿cómo te sentiste cuando fuiste a Jerusalén? Todos te seguían viendo como “el perseguidor de la Iglesia”. Y más de uno quiso darte muerte, guardaban las puertas para matarte, claro que alguno de tus discípulos te salvaron el pellejo descolgándote de noche por el muro para que huyeras.
Con cierto resentimiento llegaste a decir: “subí a Jerusalén para visitar a Cefas y permanecí allí quince días, y no vi a ninguno de los apóstoles fuera de Santiago”.
Es la suerte y la condición de quienes un día deciden cambiar y nadie cree en su cambio y lo siguen viendo siempre en el pasado. ¿Y no será esta una de las mayores pruebas y hasta decepciones de alguien que decide cambiar? ¿Para qué me convertí? ¿Esta es la comunidad del resucitado? ¿Esta es la comunidad del amor? ¿A estos llaman hermanos?

2.- Pero, ¿qué sucedió realmente camino de Damasco? Porque eso del caballo y tu caída parece bastante literario. Tu verdadero caballo eran tus convicciones religiosas basadas en el cumplimiento de la ley. Y eso de tu ceguera debió de consistir en que lo que antes te parecía tan claro, ahora que descubres la nueva verdad, termina quedando en la oscuridad y ahora no ves ya nada. Te quedas ciego porque tu pasado se quedó en tinieblas. Tu lo dijiste con una frase bien dura: “todo lo que era para mí ganancia, lo considero ahora basura”. Hay que tener valentía para escribirlo.

¿Quieres que te diga con sinceridad? No me gusta hablar de tu conversión. Porque tenemos la idea de que convertirse es dejar de ser malo para hacerse bueno. Y tú no eras malo. Tú eras sincero en tus creencias y convencimientos. Tú eras celoso y te sentías orgulloso de tu condición de hebreo de la ley. Tú eres un practicante fiel de la Ley y creías en el Dios de la Ley.

Lo tuyo fue algo mucho más hondo y profundo. Fue una iluminación interior que no te hizo comprender tanto tu pasado, sino que te hizo ver y encontrarte con Jesús el resucitado. No fue una conversión ética y moral. Fue la conversión de tu ser más profundo que quedó impactado, marcado y sellado con tu experiencia de Jesús. Un poco como la experiencia de los Discípulos en la Pascua. Desde entonces, todo lo ves distinto, al revés, como si te hubiesen cambiado la cabeza por otra nueva y el corazón por otro distinto. Ahora entiendo porqué dirás luego: “Yo ya no quiero saber otra cosa que a Jesús y a este crucificado y resucitado”. “Ya no soy yo sino que es Cristo quien vive en mí”. Tu conversión consistió en que “encontraste el tesoro y con alegría lo vendiste todo para comprar el campo”.

3.- Pero fue algo más. No fue un cambio que se quedó dentro de ti. Desde ese momento, tus reducidos horizontes de tu tierra, se abrieron en un abanico de universalidad. Y en ese mismo cambio sentiste la llamada a entregarte ahora con la misma y aún mayor fuerza a anunciar y proclamar el Evangelio de Jesús a todo el mundo. Toda geografía te quedaba corta. Por eso, toda tu vida estuvo más en los caminos misioneros que en la oficina, redactando decretos y leyes.

4.- Tuviste el coraje de romper con todo tu pasado, con todas tus tradiciones. Y esto no te lo perdonaron nunca tus hermanos de raza y de fe. Pero tú entendiste mejor que nadie el universalismo de la salvación y de Jesús. Tu predicación chocaba con la de otros muchos hermanos. No les parecía ortodoxa, porque no respondía a sus esquemas culturales y mentales. Claro que esto te costó caro: te enviaron espías, y luego los azotes, flagelaciones, persecuciones, prisiones, acusaciones. Pero ni por eso te echaste atrás. Sabías que eras un elegido de Dios y que eras un enviado de Dios. Y eso era suficiente. Tu responsabilidad era con El y no con los hombres.

5.- Tú nos diste una visión de Iglesia maravillosa. Obsesionado con la unidad y la comunión de todos los hermanos en la fe, pero, a la vez, un obsesionado por la diversidad y la pluralidad de la Iglesia. Cada una de tus Iglesias era dista a la otra siendo todas una misma Iglesia. Es que tú no mirabas a la Iglesia con ojos de derecho canónico, sino con el amor y la comprensión de Jesús que fue capaz de dar la vida por todos. Y aunque tú no estuviste el día de Pentecostés, entendiste muy bien que el Espíritu nos hace hablar de una manera que “cada uno pueda entendernos en su propia lengua”.

6.- Bueno, Pablo, me encanta hablar contigo, aunque sea por carta, porque te veo tan grande y tan maravilloso que tu vida es todo un Evangelio viviente. Me gustaría recordarte frases que tú escribiste, sobre todo en este año que el Papa quiere que lo dediquemos como “Año Paulino”. Felicidades, Pablo, porque ahora sí que eres de los nuestros y te queremos. ¿No ves cómo leemos aún hoy tus cartas casi todos los domingos?

Sé que es un atrevimiento el mío, pero me quiero despedir de ti pidiéndote tu espíritu, y sintiéndome tu hermano.

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