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domingo, 11 de enero de 2009

¿Bautizó Juan el Bautista a Jesús? (Ariel Álvarez)

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Domingo después de Epifanía. Bautismo de Jesús. Marcos 1,7-11. Tras la Navidad sigue la liturgia del tiempo ordinario con el Bautismo de Jesús, que es el recuerdo y principio de nuestro bautismo, esto es, de nuestra experiencia original cristiana: hemos nacido de Dios, no sólo de la carne/sangre, que es buena, pero no es la plenitud de nuestra vida. [Jordán] Empezar de nuevo a ser cristianos, en un frío amanecer, en una fría mañana del Norte (perdón para los que gozáis del sol del hemisferio sur). El texto que hoy toca empalma con todo lo que he venido diciendo en los días pasados. La Navidad de Dios culmina en el bautismo de Jesús, es decir, en nuestro bautismo. Así lo iré viendo en los días que siguen. Pero es necesario empezar poniendo bien los cimientos y nadie como Ariel podía hacerlo. Él ha estudiado el tema del Bautismo de Jesús en los cuatro evangelios, y así, con sus palabras quiero presentarlo. Gracias, de nuevo, Ariel, todo lo que sigue es tuyo, es nuestro. Vayamos todos al Jordán, busquemos al Bautista, empecemos el camino de la vida, en las aguas del río de Dios ¿Qué significa todo eso?

Texto. Mc 1, 7-11

En aquel tiempo, proclamaba Juan: "Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo." Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto."

Comentario de Ariel Álvarez Valdés)

Nace una fiesta

Una fresca mañana, probablemente de enero del año 27, sobre la cuesta que se desliza hacia la margen del río Jordán cerca del poblado de Betania, se detuvo un hombre proveniente de Nazaret de poco más de treinta años. Desde lo alto contempló el grandioso espectáculo: una abigarrada multitud de campesinos, soldados, funcionarios públicos, hombres y mujeres de toda edad y condición acudían a hacerse bautizar por un austero profeta recientemente aparecido, llamado Juan.
Allá abajo el profeta, con el río hasta la cintura, después de exhortar a la muchedumbre a la conversión, levantaba su mano y derramaba sobre la cabeza de los penitentes el agua cristalina.
En aquel agreste escenario de piedras y palmeras, mezclado entre el pueblo sencillo, también el hombre de Nazaret se dirigió hacia Juan. Y sumergiéndose en las aguas, como si tuviera culpas que lavar, se dejó bautizar mansamente.

El acontecimiento fue considerado de tal importancia por la Iglesia primitiva, que los tres evangelios sinópticos, es decir Mateo, Marcos y Lucas, lo relatan. Fue inmortalizado en innumerables cuadros, pinturas y relieves, pasó a ser uno de los motivos más divulgados de la iconografía cristiana, y se convirtió en la gran fiesta litúrgica del “Bautismo del Señor” que da comienzo al ciclo de los domingos del tiempo ordinario.

El mismo, pero distinto

Pero cuando leemos el relato que los evangelios traen del bautismo de Jesús, nos damos con tres versiones distintas.

En efecto, Mateo dice que Juan no quería bautizarlo y opuso resistencia (Mt 3,13-17).

En cambio Marcos afirma que lo bautizó sin ningún problema, como un acontecimiento común (Mc 1,9-11).

San Juan, por su parte, calla este episodio, como si no hubiera existido.

Y Lucas sólo lo menciona de pasada, casi como no queriendo contarlo (Lc 3,21-22).

¿Quién de todos tiene razón y cuenta el acontecimiento tal como sucedió históricamente? ¿Qué misterio se esconde detrás de estos relatos del bautismo?
Para entenderlo bien hay que tener en cuenta una clave de los escritores evangélicos: ellos no quisieron contar los acontecimientos simplemente como escuetas y frías crónicas, sino que trataron de aprovechar al máximo los episodios narrados para sacar todas las enseñanzas posibles que dejaban.
Para ello, cada evangelista tuvo en cuenta los destinatarios a quiénes escribía, y los problemas particulares de la comunidad a la que dedicaba su evangelio.
Con esta clave de lectura en la mano, tratemos ahora de comprender qué sucedió realmente.

Por algo se rasgaron

Ante todo hay que dejar en claro que el bautismo de Jesús fue un hecho histórico, un episodio real de su vida. Y el primer evangelista que lo puso por escrito fue Marcos, quien compuso su libro alrededor del año 70. Según su relato, luego de presentarse Jesús en el río Jordán fue bautizado por Juan. Entonces ocurrieron tres cosas.
La primera es que “se rasgaron los cielos” (Mc 1,9). Este acontecimiento era esperado desde hacía mucho. Un antiguo profeta anónimo, llamado el Tercer Isaías, amargado por el estado de desolación en el que yacía Israel en el siglo V a.C., había dirigido una angustiosa y conmovedora plegaria a Dios pidiéndole que abriera los cielos aunque fuera por última vez y obrara un gran milagro en favor de su pueblo, tal como lo había hecho antiguamente: “Ah, si rompieras los cielos y descendieras” (Is 63,19).
Pues bien, el bautismo de Jesús era la respuesta a esa plegaria. Pero de una manera impresionante. Dios abría los cielos ahora para avisar que había enviado no un favor cualquiera, sino a su hijo en persona. Con este detalle Marcos quería decir que ese hombre que se estaba bautizando venía nada menos que de los cielos, de junto a Dios.

Había comenzado el final

La segunda cosa que según Marcos sucedió fue que “descendió el Es¬píritu sobre él como una paloma”. También con este hecho se cumplía una profecía. Joel 400 años antes había anticipado que cuando llegara el final de los tiempos Dios iba a derramar su Espíritu desde los cielos (Jl 3,1-5). Al bajar ahora sobre Jesús que se bautizaba, Marcos anunciaba que quedaban inaugurados los últimos tiempos, los más importantes de la historia.
Para Marcos era muy importante aclarar que el descenso del Espíritu ocurrió cuando “Jesús ya había salido del agua” (Mc 1,10) y el bautismo había terminado. Es decir, que el Espíritu Santo no había venido como consecuencia del bautismo de Juan, pues éste no era un sacramento ni tenía ninguna eficacia, como lo tendrá después el bautismo cristiano. La ablución que el precursor administraba era sólo un rito exterior, símbolo de que los pecadores que se acercaban arrepentidos y cambiaban de vida quedaban interiormente purificados. El mismo Juan lo había aclarado, diciendo: “Yo los he bautizado con agua, pero él (Jesús) los bautizará con el Espíritu Santo” (Mc 1,8).

Sin que nadie se enterara

La tercera cosa que sucedió fue que “vino una voz de los cielos”, le habló únicamente a Jesús y le dijo “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11).
Para entender esta sentencia, hay que saber que desde hacía muchos siglos Israel esperaba a un misterioso personaje, a quien llamaban el “Siervo de Yahvé”, que iba a redimir a todo el pueblo judío con sus sufrimientos. Según Isaías, que fue quien lo anunció, una de sus características era que Dios se complacería en él (Is 42,1). Pues bien, al decir la voz que el joven nazareno recién salido del agua era aquél en quien Dios se complacía, señalaba a Jesús como el “Siervo de Yahvé”, el redentor de Israel, el ansiado personaje ungido con el espíritu profético de Dios, que un día descendería hasta la misma muerte humana a fin de infundir una nueva vida a todos los hombres.
Según el relato de Marcos, sólo Jesús vio cómo se rasgaban los cielos y descendía el Espíritu, pues escribe: “Vio (en singular) que los cielos se rasgaban, y que el Espíritu bajaba” (Mc 1,10). Y sólo Jesús oyó la voz del Padre, puesto que la voz dice “Tú eres...” Para Marcos, pues, la verdadera identidad de Jesús, el Hijo de Dios venido del cielo desgarrado, el que inauguraba los últimos tiempos, es un secreto sólo conocido por Jesús. Ni el Bautista, ni los que estaban presentes aquel día en el Jordán se enteraron de nada.

Lo malo de entender mal

A pesar de lo hermoso de este relato, el episodio fue motivo de escándalo en la Iglesia primitiva. ¿Por qué Jesús se hizo bautizar por el hijo de Zacarías? Normalmente la persona que recibe, es inferior a la que da. Por lo tanto el bautismo debería haber sido al revés: alguien superior, como Jesús, tendría que haber bautizado a otro de menor dignidad, como Juan. Pero ¿por qué ocurrió al revés y Juan bautizó a Jesús?
La pregunta se extendió por todas partes. Se la hacían los cristianos, la gente, y cuantos conocían el episodio del bautismo.
Cuando algunos años más tarde le tocó escribir su evangelio a Mateo, la cuestión era urticante y se había convertido en un serio problema teológico. En muchos ambientes de Palestina se había comenzado ya a considerar a Juan el Bautista superior a Jesús. Se lo tenía por verdadero Mesías, y se habían formado grupos que veneraban su figura y le rendían culto. Eran las comunidades llamadas “juaninas”.

¿Quién debía ir a quién?

Por eso Mateo al escribir su versión no pudo eludir el tema escandaloso del bautismo de Jesús. Y trató de encontrar una solución a tan ríspido problema creando un espacio literario donde Jesús mismo pudiera dar una explicación. Para ello ambientó una escena en la que Juan trata de impedir el bautismo preguntando: “¿Por qué vienes tú a mí, si soy yo el que necesita ser bautizado por ti?” (Mt 3,14). Era la angustiosa pregunta, que en realidad no había hecho Juan a Jesús el día del bautismo, sino que se la hacía toda la gente. Y la respuesta de Jesús, que era la respuesta de Mateo a la gente preocupada de su comunidad, fue: “Déjalo así, porque conviene que se cumpla toda justicia”.
Con esto Mateo explicaba que el bautismo era voluntad de Dios. Aun cuando Jesús no tenía pecado, se presentó como un penitente cualquiera en medio del pueblo, a fin de identificarse con los hombres. Cargaba con los pecados de todos ellos, y fueron éstos los que fue a lavar con su bautismo. ¿Acaso no había profetizado Isaías que él “sería contado entre los malhechores”? (Is 53,12). Cristo era así el representante de la humanidad pecadora.
El propósito de su bautismo, pues, quedaba aclarado por el mismo Jesús: quiso hacerse uno más entre los pecadores.
Mateo hizo además una segunda modificación. Según Marcos, los tres sucesos acontecidos (la visión del cielo abierto, la visión del Espíritu y la audición de la voz) habían sido percibidos sólo por Jesús. En cambio según Mateo el primer elemento fue percibido por todos los presentes, pues dice que “se abrieron los cielos”, en vez de que “vio (Jesús) que los cielos se rasgaban” como ponía Marcos. También el tercer elemento, la voz de Dios, fue escuchada por todos, pues ella dice: “Éste es mi Hijo”, como dirigiéndose a todos, y no “Tú eres mi Hijo”, como en Marcos. Así, para Mateo todos fueron testigos de la superioridad de Jesús sobre Juan. Sólo el segundo elemento, la visión del Espíritu, sigue siendo exclusiva de Jesús, pues escribe que “vio (en singular) al espíritu de Dios que bajaba”.

Discípulos en disputa

El evangelio de Mateo no terminó de convencer. Si de todos modos Jesús había sido bautizado por Juan, entonces éste era superior. No había nada que hacerle. Y la competencia sobre la preeminencia de Jesús o del Bautista se agudizó.
Los evangelios traen los ecos de estas disputas. Un día, por ejemplo, el pueblo comentaba que el Bautista era la persona más grande nacida de mujer. Jesús lo confirmó: “Les aseguro que entre los nacidos de mujer ninguno es mayor que Juan”. Pero luego agregó: “Sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él” (Lc 7,28). ¿Y quién era “el” más pequeño en el Reino de Dios? ¿Quién era el que no había venido a ser servido, sino a servir a todos? No era otro que Jesús. Así, él mismo, delicadamente, se declaraba superior a Juan.
En otra oportunidad, los círculos juaninos enseñaban que su maestro era la Luz que vino a iluminar este mundo. Entonces el cuarto evangelista tuvo que aclarar que en realidad “él no era la luz, sino que vino a dar testimonio de la Luz. El Verbo (o sea Jesús) era la Luz verdadera” (Jn 1,8-9).
También circulaban en estos grupos narraciones maravillosas sobre el nacimiento milagroso de Juan, y cómo un ángel había hablado con su padre Zacarías, curando la esterilidad de su madre Isabel. Lucas recogió estos relatos al comienzo de su evangelio, pero puso a continuación los de Jesús, para recordar cómo éste eran tan superior a Juan que ni siquiera había necesitado un padre humano para nacer (Lc 1-2).


Eliminar al bautizador

Ante esta perspectiva de confrontación entre los cristianos y los juaninos, el bautismo de Jesús por Juan resultaba cada vez más embarazoso para la iglesia primitiva.
Fue en ese momento cuando le tocó escribir a san Lucas, el tercer evangelista. Y no queriendo eliminar este hecho, por la importancia que tenía, optó por eliminar a Juan. Y escribe simplemente: “Cuando todo el pueblo se estaba bautizando, se bautizó también Jesús” (Lc 3,21).
¿Quién lo bautizó? No lo menciona. Pero quiso insinuar que no fue Juan, ya que un versículo antes de contar el bautismo de Jesús, dice que Juan estaba preso en la cárcel por orden del rey Herodes (Lc 3,20).
Luego Lucas añade una nueva modificación: que Jesús estaba “en oración” cuando ocurrieron las tres manifestaciones de Dios. Con este detalle quiso desviar la atención del hecho mismo del bautismo para centrarla en la figura majestuosamente orante de Jesús.
Por último, Lucas completa el proceso iniciado por Mateo, ya que el pueblo presente aquel día no sólo ve los cielos abiertos y oye la voz, sino incluso ve al Espíritu Santo descender sobre Jesús “en forma corporal de paloma”. Ahora los tres acontecimientos son públicamente conocidos. Ahora ante todo el mundo está claro que sólo Jesús es el centro y la cumbre de la escena.

Hasta el mismo Apolo

Pero el movimiento juanino siguió adquiriendo auge y expansión, y llegó hasta Alejandría (Egipto). El libro de los Hechos de los Apóstoles relata que uno de los oradores más brillantes de la antigüedad, un tal Apolo, oriundo de esta ciudad, pertenecía a ese grupo (Hch 18,24-25).
Luego alcanzó el Asia Menor, en donde ganó adeptos entre los judíos. Los Hechos cuentan que en Efeso, al oeste del Asia Menor, Pablo encontró discípulos de Juan el Bautista (Hch 19,1-3).
La secta llegó a competir de tal manera con los cristianos, que se convirtió en una verdadera amenaza para ellos. Esto lo vemos en el Cuarto Evangelio, donde el autor se ve obligado a afirmar que el Bautista no era la luz (Jn 1,8), ni el Mesías, ni Elías, ni el profeta esperado (Jn 1,19-24), ni hizo milagros (10,41); lo cual muestra claramente que en esta época había gente que pensaba todo esto de Juan.
Por otra parte, las respuestas del nuevo evangelio de Lucas tampoco satisfacían del todo a la gente, que seguían cuestionando la actitud de Jesús de hacerse bautizar.
Por eso cuando se compuso el cuarto y último evangelio, precisamente en Efeso, donde las comunidades juaninas eran fuertes, su autor decidió cortar por lo sano, e hizo lo que ningún otro evangelista se había atrevido: suprimió el relato del bautismo de Jesús. Por eso es el único que no lo menciona. Solamente lo supone, cuando cuenta que un día Juan el Bautista vio venir de lejos a Jesús, y dijo a la multitud: “Ese que viene ahí es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. He visto al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se quedaba sobre él” (Jn 1,29.32). Pero ¿cuándo vio al Espíritu descender sobre él? El evangelista calla. Sobre este conflictivo problema del bautismo prefiere guardar un prudente silencio.

Para entenderlo mejor

Así es como un hecho histórico, realmente sucedido en la vida de Jesús fue contado de modos distintos por los cuatro evangelistas, según los problemas que las comunidades destinatarias tenían. Sin distorsionar la verdad, sin cambiar el mensaje ni modificar lo esencial, cada autor supo acomodarlo para que los lectores pudieran entenderlo y aprovechar al máximo la riqueza escondida en este acontecimiento vivido por Jesús.
Conservando el relato primigenio cada uno le dio forma distinta, lo retocó y amoldó, no según su propio parecer, sino según el mismo Espíritu Santo los inspiraba. No lo adaptaron porque les resultaba más cómodo ni por el afán de alterar la realidad, sino porque Dios los movía para que su palabra fuera comprendida mejor por la gente.
Es la forma como predicaron los primeros evangelistas. Es la forma como debemos hacerlo nosotros. Tomar los hechos que leemos en las Sagradas Escrituras, y si para los demás, los que están alejados de la fe, resultan incomprensibles, no salir a repetirlos como están, sino más bien hacerlos carne, amoldarlos a nuestra vida, asimilarlos, y sólo después difundirlos, convertidos en gestos comprensibles por todos los miembros de la comunidad.

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