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lunes, 19 de enero de 2009

III Domingo del T.O. - Ciclo B: El Evangelio de Dios (Mc 1,14-20)

El esquema geográfico del Evangelio de Marcos –seguido por Mateo y Lucas- es claro: presenta la predicación de Jesús en Galilea, un breve viaje de Jesús fuera de Israel hacia el norte y su gran viaje a Jerusalén donde consumaría la entrega de su vida en la cruz y su resurrección. El Evangelio de este domingo nos presenta el comienzo de la predicación de Jesús en Galilea: “Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea, y proclamaba el Evangelio de Dios”.

Si nos pidieran decir en una palabra qué es lo que Jesús proclamaba, es decir, cuál es el resumen más breve de toda su predicación, tendríamos que responder: “proclamaba el Evangelio de Dios”. El término griego “evangelio”, tal como es usado aquí, significa “buena nueva”. En el tiempo de Jesús esa palabra griega se usaba para designar una noticia tan buena que, por su propio contenido, colma de alegría a quien la recibe y lo mueve a cambiar de vida. Si al-guien permanece igual, quiere decir que la noticia recibida no fue un “evangelio”, sino una simple noticia de crónica como tantas que se reciben hoy. Jesús habría explicado lo que es un “evangelio” en esta forma: “Es como un hombre que encuentra un tesoro en un campo... Por la alegría que le da, vende cuanto tiene y compra aquel campo” (Mt 13,44). Jesús proclamaba un “evangelio”. Cada uno, examinando su propia vida y los criterios que la rigen, puede discernir si el anuncio que ha recibido de labios de Jesús ha sido un “evangelio”.

“Jesús proclamaba el Evangelio de Dios”. Evangelios puede haber muchos. Por ejemplo, la noticia de que se ha declarado la paz es un evangelio para los soldados que están en el frente; la noticia de que les ha nacido un hijo es un evangelio para sus padres; la noticia de que un joven ha quedado aceptado en la Universidad en la carrera que anhelaba es un evangelio para él. Pero “el Evangelio de Dios” supera todo eso infinitamente; es de otro orden. Este es el que anunciaba Jesús.

En la versión original griega la determinación “de Dios” está en el caso genitivo. En la expresión “evangelio de Dios” puede ser un genitivo subjetivo o un genitivo objetivo. ¿Cuál es el intentado por Marcos? Examinemos cada posibilidad. Si fuera un genitivo subjetivo debe entenderse que la buena noticia es de Dios, en el sentido de que es Dios el sujeto que la anuncia. Es una noticia que procede de Dios. En este caso el Evangelio es Jesús mismo. Él es la Palabra que Dios pronuncia: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,1.14).

Si, en cambio, “de Dios” fuera un genitivo objetivo debe entenderse en el sentido de que Dios es el objeto anunciado. En este entendido, la noticia es sobre Dios. Pero un punto firme es que “a Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1,18). ¿Quién puede entonces decir algo sobre él? “El Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha expuesto” (Ibid.). Esto lo confirmó Jesús cuando declaró: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).

En la expresión “Evangelio de Dios” están intentados ambos sentidos: Jesús anuncia una noticia que tiene origen en Dios cuyo contenido es el mismo Jesús, pero también tiene como objeto al Padre, pues quien conoce al Hijo conoce al Padre (cf. Jn 8,19; 14,7).

Sentirse amado es la fuerza que más transforma a una persona, la hace ser mejor. Sentirnos amados por Dios y en la medida en que Dios nos ama debería producir una transformación total de nuestra vida; esta transformación es la conversión. El Evangelio es el anuncio de que “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único... para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16.17). El Evangelio debe producir en nosotros la conversión. Si aún no entendieramos la medida del amor de Dios, Jesús orando al Padre asegura: “Los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23). ¡Imposible una medida mayor! Jesús nos invita a creer en este amor y a convertirnos: “El Reino de Dios está aquí; convertíos y creed en el Evangelio”. Todo esto es lo que debemos considerar “con los ojos y el corazón de la Virgen María” mientras recitamos las Avemarías del tercer misterio luminoso del Santo Rosario: “El anuncio del Reino y el llamado a la conversión”.

La segunda parte del Evangelio de hoy relata la vocación de los primeros cuatro discípulos de Jesús. Ellos recibieron la llamada de Jesús como un Evangelio. Se deduce del resultado: “dejandolo todo lo siguieron”. Debemos observar dos circunstancias. Los primeros discípulos de Jesús “eran pescadores”. Tenían esta noble profesión, pero al presentarse Jesús en sus vidas y llamarlos, “dejaron las redes”, es decir, cambiaron de vida. Debemos observar también que eran dos pares de hermanos: Simón y Andrés eran hermanos, Santiago y Juan eran hermanos. Dios suele repetir este mismo esquema entre los que llama al sacerdocio. En efecto, también entre los presbíteros de nuestra Arquidiócesis encontramos pares de hermanos.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)

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