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domingo, 25 de enero de 2009

Pablo 1. Un hombre, un camino: conversión/vocación

Publicado por El Blog de X. Pikaza

He presentado ya un texto precioso sobre la Conversión de Pablo, el 4 de abril del 08 (Vía de Pascua 8 b ¿Cómo fue la conversión de san Pablo? (Ariel Álvarez). Podía haberlo repetido hoy, día de la Conversión de Pablo, como me ha pedido algún amigo. Pero prefiero que los que deseen conocer el fondo histórico del tema acudan al post de Ariel, del pasado año. Yo quiero ofrecer hoy otra versión complementaria del tema, con lo que retomo el motivo Año de Pablo, del que he venido tratando ya (el última post ha sido del 16 del 12 del pasado año). Haremos así un pequeño camino cristiano con Pablo. Quiero así recordar que hoy es el día de la Conversión de Pablo, día del Dios que llama (nos llama) para vivir en fidelidad, sin violencia, en comunión con todos los hombres y mujeres, por encima de toda división religiosa y social. Seguiré hablando de Pablo los próximos días. Hoy presento dos temas: a. Pablo, un hombre. b. Pablo, una llamada.

1. Pablo, un hombre

Se llamaba Saúl o Saulo, como el primer rey israelita; pero tomó un sobrenombre latino «Pablo» (Paulus, el Pequeño) y así se le conoce. Nació probablemente en Tarso de Cilicia, en torno al año 8/9 d.C., de familia judía, aunque residió en Damasco. Fue fariseo (Flp 3, 5) y conoció y persiguió la misión de los cristianos helenistas que, en su opinión, destruían la unidad nacional (legal) del pueblo y la autoridad de Dios, al identificar a su Hijo-Mesías con un crucificado.

Nombres. Tuvo tres nombres, cada uno en una lengua: Saúl, Saulo y Pablo. (1) El primero era Saúl, de origen hebreo, como aparece en los relatos de su conversión (Hch 9,4; 22,7; 26,14). Sus padres debieron llamarle así en recuerdo de Saúl, el primer rey de Israel, de la tribu de Benjamín igual que Pablo (Flp 3,5). (2) Saulo es una adaptación griega del nombre anterior, como era frecuente en aquel tiempo. (3) Su tercer nombre es Pablo, en latín Paulus (el pequeño), con el que aparece en las cartas. Lo tomó probablemente porque el griego (Saulo/Saulos), tomado como un adjetivo, podía significaba algo así como «afeminado». Quizá lo hizo también para destacar su pequeñez ante Dios y en la comunidad cristiana, presentándose a sí mismo como el menor de los hermanos.

Había nacido en torno al año 8 d.C., se «convirtió» a Jesús en torno al 32 d.C. y misionó durante casi treinta años, tomando como base de su actividad algunas de las grandes ciudades del oriente (Damasco, Antioquía, Corinto y Éfeso). Le apresaron en Jerusalén, donde había subido a visitar a los hermanos de la comunidad judeo-cristiana más antigua de Santiago, el hermano del Señor, con una colecta de dinero (en torno al 57/58 d.C.). Estuvo por un tipo en la cárcel de Cesarea de Palestina y le llevaron luego a Roma, donde pudo actuar con cierta libertad, hasta que fue juzgado y condenado a muerte, probablemente el año 62 d.C.
Era intelectual, pero no un puro teórico, como han podido ser después algunos estudiosos cristianos, sino un trabajador, al estilo de los rabinos judíos. Tenía el oficio de curtidor y/o fabricante de tiendas, que ejercía probablemente en Damasco de Siria, su ciudad de residencia, no lejos de Jerusalén, aunque parece que había nacido en Tarso de Cilicia, en la actual Turquía. Era judío y defendía con pasión las tradiciones de su pueblo, aunque conocía bien la cultura judía y se sentía ciudadano del imperio de Roma.

Trabajo.
Como misionero de Jesús, pudo haber vivido de la ayuda de sus comunidades. Pero no quiso usar ese derecho (1 Cor 9,14-18), ni ser una carga, ni anunciar el evangelio por encargo (2 Cor 11,9).

Por eso siguió ganándose la vida como fabricante de tiendas: «Nos agotamos trabajando con nuestras manos» (1 Cor 4,12). En algunos momentos, sus ingresos eran cortos y así tuvo que trabajar doble jornada (1 Tes 2,9), y hacer horas extras para comer (2 Cor 6,5).

Pero aun trabajando de noche pasaba necesidad (2 Cor 11,27). No siempre podía comprar comida ni ropa (1 Cor 4,11), debió soportar el hambre y la desnudez (2 Cor 11,27), llegando a vivir como un pordiosero (2 Cor 6,10):

«Pasé muchas noches sin dormir. Sufrí hambre y sed. Estuve muchos días sin comer. Padecí frío. Anduve casi desnudo» (2 Cor 11,27-29). De todas maneras, él aceptó también la solidaridad de las iglesias, recibiendo donativos para él y, sobre todo, «los pobres de Jerusalén. Cf. A. Álvarez Valdés, ¿Qué se sabe de la Biblia, San Pablo, Buenos Aires 2008.

Algunos le toman como impostor fanático, enemigo de los antiguos judíos, sus hermanos, inventor del cristianismo organizado, un hombre astuto que divinizó a Jesús y creó una iglesia separada, sobre fundamentos de poder (en contra de lo que había querido Jesús), para dominar de esa manera sobre el mundo. Otros, en cambio, le toman como «inventor» de la libertad cristiana, oponiéndole a Pedro y a los representantes de la iglesia jerárquica romana, como si él hubiera sido el creador de la conciencia individual moderna y de la autonomía moral, sin normas exteriores, sin más principio que la fe y la libre interpretación de la Escritura. Pero no fue ni una cosa ni otra, sino un fariseo apasionado, que siguió siendo judío, radical y apasionado al hacerse cristiano, es decir, al descubrir, por inspiración «divina», que Jesús era el Cristo de Israel y el Señor del universo.

Se entendió a sí mismo como profeta, en la línea de los antiguos (Isaías, Jeremías), quizá como «el último profeta», y así expuso su vocación o «conversión» en dos cartas (Gálatas y Filipenses), presentándose a sí mismo como aquel a quien el Dios de Israel había confiado la tarea de extender a los gentiles el mensaje del Dios israelita, revelado ahora de un modo total, por medio de Jesús, su Hijo. Lógicamente, él no quiso fundar una nueva ninguna religión, sino extender y universalizar el único mensaje del Dios Israelita, que se había manifestado plenamente por Jesús, en estos últimos tiempos.
Fue universal (creyó en la unión de todos los seres humanos, por encima de géneros y razas, religiones y culturas: cf. Gal 3, 28) y pensó que el tiempo de la división y enfrentamiento de los pueblos había terminado. Todos podían ser ya y son «uno» en el Cristo, superando los pecados de la historia humana y culminando así el camino que había comenzado en el principio de la creación, cuando Dios hizo que todos los hombres pudieran ser iguales y hermanos, en Adán, el verdadero ser humano (cf. Rom 5).

Fue un hombre de acción, más que de puro pensamiento. Lo suyo era cambiar era anunciar y preparar el fin de los tiempos, creando comunidades de creyentes donde todos (judíos y gentiles, hombres y mujeres, esclavos y libres) pudieran vivir en concordia y esperanza. Pero, a fin de realizar bien su tarea y de fundarla de manera sólida, en la línea de las tradiciones de Israel, en diálogo con el entorno helenista, tuvo que pensar y escribir, a modo de carta, unos tratados en los que expuso su doctrina (sus cartas auténticas, escritas entre el 50 y 55 d.C. y conservadas en el canon del Nuevo Testamento, son 1Tes, 1 y 2 Cor, Flp, Filemón, Gal y Rom).

2. Pablo, una vocación, un cambio fuete (Gal 1, 13-17).

Probablemente persiguió a Jesús porque descubrió en su vida (y en la vida de los cristianos) algo que le atraía (una apertura universal) y tuvo miedo de ello, es decir, de sí mismo. Pablo veía en los cristianos dos problemas, que en el fondo eran el mismo:

(a) La Cruz, es decir, del valor divino de la pequeñez y del fracaso. Dios no se revela a través de la victoria de su pueblo (de Israel), ni a través de la justicia de los triunfadores de su pueblo (de los justos), sino por medio de un crucificado. La Cruz es signo de Dios. Esa es la novedad cristiana.

(b) La universalidad. Pablo buscaba el triunfo y expansión global del judaísmo, conforme a las promesas de los profetas; pero no podía aceptar que esa expansión se realizara rechazando (y en el fondo negando) la forma de vida nacional judía. Lo que Pablo había querido es que los judíos conquistaran el mundo (cosa que con Jesús no podían).

Estos dos temas (el fracaso de este tipo de Israel y la experiencia de una posible apertura universal desde Jesús) se hallaban presentes en la vida de Pablo antes de su «encuentro con Jesús» y de su misión posterior cristiana. Así, podemos afirmar que se hizo cristiano desde el interior del mismo judaísmo, por «revelación superior», para resolver (resolviendo así) los temas que tenía pendientes. Para él, ser cristiano fue una forma radical de ser judío. Estrictamente hablando, Pablo no se convierte a otra religión, sino que recibe, dentro del judaísmo, una nueva vocación, de tipo mesiánico y universal, vinculada a Jesús crucificado.

Pablo descubre la necesidad de ir más allá del Israel de la «carne», es decir, de la Ley nacional, porque si Dios se revela por un crucificado, puede ser y es un Dios de todos, desde Israel, pero en apertura hacia todos los pueblos. Esto es lo que él descubre, por revelación de Dios, que le transforma y le llama, como transformaba y llamaba a los antiguos profetas de Israel.

(a) Ya conocéis mi conducta anterior en el judaísmo, cómo perseguía con fuerza a la iglesia de Dios y la asolaba. Y aventajaba en el judaísmo a muchos de los contemporáneos de mi pueblo, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres.
(b) Pero cuando Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, quiso revelar en mí a su Hijo, para que lo predicara entre los gentiles... no consulté con nadie... sino que fui a Arabia y volví de nuevo a Damasco (Gal 1, 13-17).

a. Mi conducta anterior en el judaísmo. Nada nos permite confesar que se hallaba angustiado o que tenía mala conciencia, sino todo lo contrario, como destacaba otro pasaje de sus cartas: «Yo podría confiar en la carne. Si alguno cree que tiene razón para confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia de la ley, irreprensible» (Flp 3, 4-6). Parecía seguro y por eso perseguía a los cristianos.

Podía haberse mantenido en su seguridad hasta la muerte. Pero, como suele suceder en este tipo de certezas (expresadas de forma violenta, persiguiendo a los contrarios), su misma seguridad externa ha de verse como signo de una inseguridad más grande. Quizá podamos decir que Pablo se encontraba «demasiado» seguro y que ese exceso de seguridad delataba una duda interior, que él quería tapar, persiguiendo a los cristianos.

Celo de Dios y de Israel. Era un hombre «celoso», en la línea de los «radicales» de la historia de Israel, que han defendido con violencia la verdad de su «religión», desde el famoso Pinjás o Finés de la tradición antigua (Num 25), pasando por los macabeos más recientes (entre el 165 a.C.), hasta los celotas que se alzarán en guerra contra Roma pocos años después de la muerte de Pablo (67-70 d.C.). Todos esos celosos tienen algo en común: quieren defender la verdad de su postura, negando por la fuerza a los contrarios y luchando contra ellos. No sabemos cómo pudo ser la persecución de Pablo contra los cristianos, si se limitaba a ponerles ante los tribunales judíos de Damasco (parece imposible que los quisiera llevar a Jerusalén, como supone simbólicamente Hch 9, 2) o si pretendía en el fondo matarles (como supone, también simbólicamente Hch 8, 1-3).

Se suele decir que los conversos cambian de partido, pero no de actitud ni conducta, de manera que Pablo, que antes era perseguidor de cristianos, se habría convertido después en perseguidor de judíos «nacionales». Pero esa norma no se aplica en este caso, porque Pablo «se convirtió» precisamente a la visión de un Jesús crucificado, es decir, perseguido, de tal forma que, siguiendo a Jesús, nunca podrá ser ya un perseguidor. De ahora en adelante, la historia de Pablo no será la de un perseguidor, sino la de un perseguido (cf. 2, Cor 6, 1-10). A pesar de que muchos judíos posteriores no le acepten, Pablo ha sido y sigue siendo un testimonio privilegiado del «judío perseguido», fiel a su identidad y a su conciencia.

c. Pero cuando Dios quiso revelar en mí a su Hijo. En ese contexto se inscribe su encuentro con Jesús, que Pablo ha presentado en forma de confesión pascual, es decir, como experiencia de vocación y misión, más que como «conversión»: «Mi evangelio no es de origen humano. Pues no lo recibí de humanos..., sino por revelación de Jesucristo. Porque habéis oído mi conducta antigua en el judaísmo... » (cf. Gal 1, 11-17). Perseguía a los «helenistas» de Damasco, porque ellos habían abierto el judaísmo a los gentiles.
De esa manera, los rasgos esenciales de la misión posterior de Pablo (el escándalo de la cruz y la apertura a los gentiles) estaban ya latentes en su actitud anterior, de manera que vinieron a expresarse en los dos elementos básicos de su vocación: (a) El descubrimiento de Cristo crucificado (rechazado por un tipo de Israel oficial, un Cristo maldito por la Ley). (b) La superación del Israel de la «carne», es decir, el rechazo de un tipo de identidad nacional.
Ciertamente, Pablo puede afirmar que ha visto a Jesús crucificado (cf. 1 Cor 9, 1: 15, 8), pero, en sentido estricto, él ha visto a Dios. «Pero cuando el Dios, que me eligió desde el vientre de mi madre... quiso revelarme a su Hijo para que lo anuncie entre los gentiles…» (Gal 1, 11-17). No hallamos, según eso, ante una manifestación radical del mismo Dios de Israel que muestra ante Pablo a su Hijo. Pablo aparece así como un verdadero israelita, al que Dios ha llamado para anunciar su revelación definitiva, el cumplimiento de la historia su pueblo, un pueblo que tiene que morir, como Jesús, para que se despliegue su verdad universal.

Ciertamente, su «vocación» se pueden contar de otra manera, como hace Lucas en Hch 9, 1-18 (bautismo por medio de Ananás) y Hch 13, 1-3 (con un tipo de «ordenación» ministerial de parte de la iglesia de Antioquia). Pero en su origen, Pablo se sabe y siente directamente avalado y enviado por el Dios de Jesús (el Dios Padre de Cristo) a quien él ha conocido en su experiencia de Damasco.

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